Carlos Abregú Virreira |
Escritor y periodista santiagueño, perteneció a "Los Inmortales" y "La Brasa"
Tomás de Lara*
Carlos Abregú Virreira, poeta, escritor y periodista santiagueño, nació el 25 de agosto de 1896 y se inició en las letras en Añatuya, donde publicó en 1915 su primer libro de versos “De Alma y de Carne” y al año siguiente “La Oración”, un poema escénico que confirmó su irrefrenable vocación artística. En Santiago del Estero, perteneció a los grupos literarios “La Brasa” y “Los Inmortales”. De aquella época -en que ejercía el periodismo-, son “Sonatinas Provincianas”, “El Amor Irremediable”, “El Amor Múltiple”, “La Pastora Divina”, y otros títulos que figuran en la lista de obras del autor.
En 1930 se trasladó a Buenos Aires e ingresó en la redacción del diario “Crítica”, donde muy pronto se destacó como periodista de garra. Con posterioridad se incorporó a “Noticias Gráficas” y luego “Democracia”.
Su actuación pública fue dilatada. Formó parte de la Asociación de Escritores Argentinos. Fue secretario general del Sindicato Argentino de Escritores, sucediendo en ese cargo a Raúl Scalabrini Ortiz; secretario general del Sindicato de Prensa y rector y fundador de la Escuela Argentina de Periodismo de la Ciudad de Buenos Aires.
Carlos Abregú Virreira fue intendente municipal de la ciudad de Santiago del Estero, primer presidente y organizador de la Caja Provincial de Jubilaciones y subsecretario de Hacienda durante el gobierno de Domingo Medina.
Ejerció la dirección del Museo Municipal de Bellas Artes de Buenos Aires y la dirección honoraria del Museo de Motivos Argentinos “José Hernández”.
Siempre en el terreno de los estudios antropológicos, publicó en 1950 “Tres Mitos Indígenas”, que obtuvo el premio de la Comisión Nacional de Cultura de ese año, pero su obra principal, editada por Espasa Calpe, es “Idiomas Aborígenes de la República Argentina” que lo colocó a la par de los grandes filólogos de su época.
Su obra poética es un canto al suelo, a los bosques santiagueños y sus sacrificados hacheros (como “Vida del peón en los obrajes del Chaco”), a su gente humilde, a la vida del campo, a la ciudad de su infancia (como “Añatuya y otros cantos”).
De entre todas sus obras, amó con preferencia “La Pastora Divina”, inspirada en un viaje que realizó con su esposa y primer hijo (Lola Mittelbach y Guillermo Abregú Mittelbach) a honrar a la Virgen del Valle en Catamarca. Era el libro del amor sublime, el de la confirmación de su destino de artista y de hombre. “La Pastora Divina”, poema que entremezcla una amenidad esencial, una poética anagónica y produce enajenamiento del alma por la contemplación de las cosas divinas. Es genuinamente un pequeño tratado ascético-místico, caso singular en la literatura seglar argentina. Y no deja de ser la pluma, que lo compuso, absolutamente civil, sin intentar remedar a escritores eclesiásticos. La primera cualidad señalada, su amenidad, radica en que mientras expone su trayecto para llegar a Catamarca en una descripción larga y feliz, ésta se convierte en páginas de un libro de viajes, de los que nos pasean por épocas que sólo era posible recorrer pueblos civilizados por ferrocarril, libros cercanos a nosotros, pero que conservan el encanto de una época anterior. Así sucede con las páginas iniciales de este libro que cuentan las emociones de un peregrino que avanza desde Santiago hasta Catamarca por el camino de hierro, como se decía entonces. Estas tienen el embeleso de hacernos percibir las horas cambiantes del día, que se sucedían ante la gente que se veía desde las ventanillas del tren o la que se acercaba a él con propósitos diversos. Todos los paisajes son ofrecidos con la exactitud y la alegría del poeta que viaja dichoso con su esposa y su hijo en brazos hacia su romería. Allá por 1925.
Ese viaje no se hace por las Ardenas ni por Suiza, sino por tierras argentinas, que con sus nombres evocan victorias de la patria, recordaciones con toponimias quichuas o de acontecimientos históricos. Yo hice un cuarto de siglo después un viaje menos piadoso por esas estaciones invadidas de historia: se llamaban y se llaman aún, Laprida, Choya, Frías, Recreo, Chumbicha, Catamarca…
Luego se suceden páginas que apuntan a una sociología de la tristeza criolla enlazada con la aparición de grupos de mujeres de la tierra, que se acercan también al tren. “Es la única curiosidad de ellas”, dice Abregú Virreira y agrega: “Lloraron sus primeros desengaños con la mirada en la montaña imperturbable”. Todo esto que rodea es tan desolador como el propio infortunio y páginas después nos ofrece tantos aciertos líricos y de sindéresis en sus observaciones y en las exclamaciones de su alma compungida, atribulada, que se condensan en estallido: “…Y sin embargo, cuánta ternura en la gente nativa!”. Una definición conmovedora, he visto y admirado esta ternura en la gente del norte. Y se va a producir un nuevo cambio en la tesitura espiritual de nuestro católico escritor. Le fluyen reflexiones sobre las montañas, las altas cumbres que todavía lo separan de Nuestra Señora de la Limpia Concepción del Valle de Catamarca. Y dedica páginas a conmovernos con las circunstancias, muchas veces gigantescas, de las cumbres de Ambato, largo cordón serrano de 160 kilómetros de longitud, que se desprende del Aconquija.
La poesía épica argentina nace de esta sección del presente libro, en la prosa de Abregú, al enaltecer las bellezas de la Sierra del Alto, y las de El Atajo y sus minas de cobre y El Clavillo y sus nevados. En la sustanciosa prosa del autor sentimos hasta los rigores del tiempo: “…las montañas son grises y hace frío. Ahora llueve en la montaña…” Describe después la existencia de una gruta desconocida del hombre, desde la cual asoma la mirada de Dios. Desde esa gruta descendió la Virgen hasta el valle, seguida del enjambre de almas católicas que lo hace: la pequeña imagen de la Virgen depositada en una cueva del Ambato, y traída por algún sacerdote, se manifestó a los indios cristianos del Valle y del pueblo de Choya que la confiaron al cuidado de un soldado vizcaíno, Manuel Salazar (1680). Esa gruta se halla en el pueblecito de La Choya en el departamento catamarqueño de El Alto, en los alrededores de la ciudad de Catamarca.
Abregú se enardece y llega a decir, lírica y religiosamente exaltado: “Quien no llegó hasta aquí, jamás debió sentir los verdaderos resplandores de la luz en la soledad reflexiva de los pecados capitales. Aquel que no salvó nunca los caminos enmarañados o las largas distancias para orar a los pies de la Virgen, debe estar poseído de Zupay o de Mikilo…”.
Antes de recibir a Dios en el alma, el poeta vuelca todo en la confesión, “…Ceremonia sencilla y secreta con la que el pecador arranca el enorme cáncer de su espíritu, para que sea lavado por la fe; y Dios baja a la tierra y pronuncia las mismas parábolas del Sermón de la Montaña y el poeta que oye su voz, recita los versículos inefables del Magníficat”.
Así llegamos a esa larga e interesantísima oración final del poeta y que he calificado ascético-mística y digo ahora que es única en la historia de la literatura argentina y se desarrolla en sesenta y cinco puntos de humildad, fe y grandeza del alma, manifestados en una prosa poética y artística sin igual, que cuaja toda la sabiduría humana alcanzable en la tierra.
*Nota aparecida en el Nuevo Diario de Santiago del Estero.
Carlos Abregú Virreira fue intendente municipal de la ciudad de Santiago del Estero, primer presidente y organizador de la Caja Provincial de Jubilaciones y subsecretario de Hacienda durante el gobierno de Domingo Medina.
Ejerció la dirección del Museo Municipal de Bellas Artes de Buenos Aires y la dirección honoraria del Museo de Motivos Argentinos “José Hernández”.
Siempre en el terreno de los estudios antropológicos, publicó en 1950 “Tres Mitos Indígenas”, que obtuvo el premio de la Comisión Nacional de Cultura de ese año, pero su obra principal, editada por Espasa Calpe, es “Idiomas Aborígenes de la República Argentina” que lo colocó a la par de los grandes filólogos de su época.
Su obra poética es un canto al suelo, a los bosques santiagueños y sus sacrificados hacheros (como “Vida del peón en los obrajes del Chaco”), a su gente humilde, a la vida del campo, a la ciudad de su infancia (como “Añatuya y otros cantos”).
De entre todas sus obras, amó con preferencia “La Pastora Divina”, inspirada en un viaje que realizó con su esposa y primer hijo (Lola Mittelbach y Guillermo Abregú Mittelbach) a honrar a la Virgen del Valle en Catamarca. Era el libro del amor sublime, el de la confirmación de su destino de artista y de hombre. “La Pastora Divina”, poema que entremezcla una amenidad esencial, una poética anagónica y produce enajenamiento del alma por la contemplación de las cosas divinas. Es genuinamente un pequeño tratado ascético-místico, caso singular en la literatura seglar argentina. Y no deja de ser la pluma, que lo compuso, absolutamente civil, sin intentar remedar a escritores eclesiásticos. La primera cualidad señalada, su amenidad, radica en que mientras expone su trayecto para llegar a Catamarca en una descripción larga y feliz, ésta se convierte en páginas de un libro de viajes, de los que nos pasean por épocas que sólo era posible recorrer pueblos civilizados por ferrocarril, libros cercanos a nosotros, pero que conservan el encanto de una época anterior. Así sucede con las páginas iniciales de este libro que cuentan las emociones de un peregrino que avanza desde Santiago hasta Catamarca por el camino de hierro, como se decía entonces. Estas tienen el embeleso de hacernos percibir las horas cambiantes del día, que se sucedían ante la gente que se veía desde las ventanillas del tren o la que se acercaba a él con propósitos diversos. Todos los paisajes son ofrecidos con la exactitud y la alegría del poeta que viaja dichoso con su esposa y su hijo en brazos hacia su romería. Allá por 1925.
Ese viaje no se hace por las Ardenas ni por Suiza, sino por tierras argentinas, que con sus nombres evocan victorias de la patria, recordaciones con toponimias quichuas o de acontecimientos históricos. Yo hice un cuarto de siglo después un viaje menos piadoso por esas estaciones invadidas de historia: se llamaban y se llaman aún, Laprida, Choya, Frías, Recreo, Chumbicha, Catamarca…
Luego se suceden páginas que apuntan a una sociología de la tristeza criolla enlazada con la aparición de grupos de mujeres de la tierra, que se acercan también al tren. “Es la única curiosidad de ellas”, dice Abregú Virreira y agrega: “Lloraron sus primeros desengaños con la mirada en la montaña imperturbable”. Todo esto que rodea es tan desolador como el propio infortunio y páginas después nos ofrece tantos aciertos líricos y de sindéresis en sus observaciones y en las exclamaciones de su alma compungida, atribulada, que se condensan en estallido: “…Y sin embargo, cuánta ternura en la gente nativa!”. Una definición conmovedora, he visto y admirado esta ternura en la gente del norte. Y se va a producir un nuevo cambio en la tesitura espiritual de nuestro católico escritor. Le fluyen reflexiones sobre las montañas, las altas cumbres que todavía lo separan de Nuestra Señora de la Limpia Concepción del Valle de Catamarca. Y dedica páginas a conmovernos con las circunstancias, muchas veces gigantescas, de las cumbres de Ambato, largo cordón serrano de 160 kilómetros de longitud, que se desprende del Aconquija.
La poesía épica argentina nace de esta sección del presente libro, en la prosa de Abregú, al enaltecer las bellezas de la Sierra del Alto, y las de El Atajo y sus minas de cobre y El Clavillo y sus nevados. En la sustanciosa prosa del autor sentimos hasta los rigores del tiempo: “…las montañas son grises y hace frío. Ahora llueve en la montaña…” Describe después la existencia de una gruta desconocida del hombre, desde la cual asoma la mirada de Dios. Desde esa gruta descendió la Virgen hasta el valle, seguida del enjambre de almas católicas que lo hace: la pequeña imagen de la Virgen depositada en una cueva del Ambato, y traída por algún sacerdote, se manifestó a los indios cristianos del Valle y del pueblo de Choya que la confiaron al cuidado de un soldado vizcaíno, Manuel Salazar (1680). Esa gruta se halla en el pueblecito de La Choya en el departamento catamarqueño de El Alto, en los alrededores de la ciudad de Catamarca.
Abregú se enardece y llega a decir, lírica y religiosamente exaltado: “Quien no llegó hasta aquí, jamás debió sentir los verdaderos resplandores de la luz en la soledad reflexiva de los pecados capitales. Aquel que no salvó nunca los caminos enmarañados o las largas distancias para orar a los pies de la Virgen, debe estar poseído de Zupay o de Mikilo…”.
Antes de recibir a Dios en el alma, el poeta vuelca todo en la confesión, “…Ceremonia sencilla y secreta con la que el pecador arranca el enorme cáncer de su espíritu, para que sea lavado por la fe; y Dios baja a la tierra y pronuncia las mismas parábolas del Sermón de la Montaña y el poeta que oye su voz, recita los versículos inefables del Magníficat”.
Así llegamos a esa larga e interesantísima oración final del poeta y que he calificado ascético-mística y digo ahora que es única en la historia de la literatura argentina y se desarrolla en sesenta y cinco puntos de humildad, fe y grandeza del alma, manifestados en una prosa poética y artística sin igual, que cuaja toda la sabiduría humana alcanzable en la tierra.
*Nota aparecida en el Nuevo Diario de Santiago del Estero.
Comentarios
Publicar un comentario