Vaca y ternero, Aibalito, Jiménez |
Relato de costumbres que terminaron para siempre
En el campo no es como en la ciudad, que poca gente grita. Allá hay que hacerlo, porque si se trabaja arreando vacas no se les puede susurrar para que entienden. O había que hacerlo antes de la llegada de los teléfonos celulares, ahora quizás les manden un mensaje a un chip que les ponen en la oreja y las otras tal vez entiendan la orden.Capaz que ahora las crían en cajas de cartón, envasadas desde que nacen, con un destino de mostrador de carnicería de Córdoba, Rosario o las islas Aleutianas. En el tiempo aquel cada una tenía su nombre y las conocíamos como “la Colorada del Bajo”, “la Chejchila mocha” o “el Toro del Buen Servicio”.Las vacas se arreaban también con un silbido particular: los animales lo oían y sabían que debían rumbear para el lado del agua. En la casa de mi abuelo se les silbaba de una forma y, después me enteré de que en otros lados era muy parecido y en una de esas venía de lejos, cruzando el mar con las carabelas, nunca lo sabremos. Pero eso era allá lejos y hace tiempo, en un lugar que conservo en la memoria pero que no existe más, así que no voy a entregar más referencias.También se llamaba o se ushaba a los perros, a los gritos. Usted lanzaba unos alaridos: “¡Lobit!, ¡Lobit!, ¡Lobit!, ¡Kais!, ¡Kais!, ¡Kais!”. Y era porque estaba llamando al Lobito y al Kaiser, dos buenos perros que supo tener mi abuelo. Si había chanchos ajenos en la chacra, les decía, también bien fuerte, para que oyeran no solamente los perros sino también los vecinos: “¡Ush!, ¡ush!, ¡ush!”. Que venían a ser el: “¡Ataque Sultán!, ¡ataque!”, de los pichichos de ciudad. Y allá iban a perseguir a esos cerdos ajenos.
En el corral, cuando había enlazada para marcar la hacienda, descornarla o castrar, también se debía gritar. Casi siempre era un clima de fiesta: “¡Te has pelao, mierda!”, le decían a uno cuando erraba la tirada del lazo. Si enlazaba una vaquillona y la sujetaba bien, aullaban: “¡Esa no pare más!”. Y uno se sentía orgulloso, porque los grandes, los jueces máximos en ese tipo de justas informales, daban su veredicto inapelable.
Las cuadreras, cuando largaban los parejeros, era otra ocasión en que los campesinos vociferaban sus preferencias. “¡Metele, querido!”, “castigue ese zaino”, “¡meta miurda!”, “¡no puede ser más lerdo el nuestrito!”, nomás se oía cuando venían corriendo. Y era un solo griterío el que se armaba cuando ganaban los otros y nosotros quedábamos en silencio, abochornados, tristes, mustios.
Mi abuelo tenía su grito de guerra para llamar a la gente que estaba lejos, pongalé a 200 metros de la casa. Sostenía que a esa distancia no se oía lo que decía el otro sino solamente el sonido ahogado. Entonces, a los alaridos clamaba: “¡Matíííaaasss!, ¡dice mi tata que traigás el burro pardo y… y… y… que vengááásss!”.
Y al rato Matías venía. No fallaba.
Pero en el habla cotidiana la gente hablaba bajito, la ausencia de ruidos en el ambiente hacía que unos a otros se oyeran claro, aunque estuvieran más lejos. Las palabras permanecían en el aire más tiempo, dando exactamente la razón de su sentido y significado a quienes las oían. No se usaban más que las justas y necesarias para hacerse entender con exactitud. En la ciudad para decir lo mismo siempre había más palabras que las necesarias, no se economizaba el ruido que sale de la boca cuando no se tiene qué decir.
Báh, digo. Capaz que estoy idealizando un orden que se fue para siempre la tarde que esperaba el ómnibus en la parada y sabiendo que me iba para no volver, los eucaliptos de la casa no se dignaron a decirme adiós. Quizás estén todavía ahí, qué me importa.
©Juan Manuel Aragón
Los eucaliptos te mandan mensajes a través del viento que arropa las ventanas de tu casa, esperando entrar para inspirarte tus escritos.
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