Juana de Ibarbourou |
El 15 de julio de 1979 muere Juana de Ibarbourou o Juana de América, poetisa uruguaya y una de las escritoras más populares de Hispanoamérica
El 15 de julio de 1979 murió Juana Fernández Morales de Ibarbourou, conocida como Juana de América. Fue una poetisa uruguaya y una de las escritoras más populares de Hispanoamérica. Su poesía, la primera de las cuales suele ser muy erótica, se destaca por la identificación de sus sentimientos con la naturaleza que la rodea. Fue nominada cuatro veces al Premio Nobel de Literatura. Había nacido el 8 de marzo de 1892, en Melo, Cerro Largo, Uruguay.A pesar de que su fecha de nacimiento a menudo se da como el 8 de marzo de 1895, según un registro civil estatal local firmado por dos testigos, el año en realidad fue 1892.Comenzó sus estudios en el colegio José Pedro Varela en 1899 y se trasladó a un colegio religioso. el año siguiente, y dos escuelas públicas después. En 1909, cuando tenía 17 años, publicó un artículo en prosa, "Derechos femeninos", iniciando una carrera de toda la vida como una destacada feminista.
Se casó con el capitán Lucas Ibarbourou Trillo, en ceremonia civil el 28 de junio de 1913 y tuvo un hijo llamado Julio César Ibarbourou Fernández. En 1918 se mudó a Montevideo con su familia. Como era costumbre, Juana y Lucas se volvieron a casar en ceremonia religiosa el 28 de junio de 1921, en la Iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.
Lucas Ibarbourou murió el 13 de enero de 1942. Su hijo Julio se convirtió en un jugador compulsivo y drogadicto y Juana gastó casi todo su dinero, teniendo que vender sus casas, propiedades y joyas, para pagar sus deudas y los costos de su atención médica.
Fue una de las primeras feministas hispanoamericanas. Su feminismo es evidente en poemas como "La Higuera", en el que describe una higuera como más hermosa que los árboles erguidos y florecientes que la rodean, y "Como La Primavera", en el que afirma que la autenticidad es más atractiva que cualquier perfume. Asimismo, en "La Cita", ensalza su forma desnuda y desprovista de ornamentación tradicional, comparando sus rasgos naturales con diversos accesorios materiales y favoreciendo su cuerpo sin adornos.
Las imágenes de la naturaleza y el erotismo definen gran parte de su poesía.
La descripción que hace Ibarbourou de la muerte en su poesía no fue consistente en toda su obra. En "La Inquietud Fugaz", retrató una muerte binaria y final coherente con la tradición occidental. Sin embargo, en "Vida-Garfio" y "Carne Inmortal", describe su cadáver dando origen a la vida vegetal, lo que le permite seguir viviendo.
En "Rebelde", uno de sus poemas más ricamente construidos, detalla un enfrentamiento entre ella y Caronte, el barquero del río Styx. Rodeada de almas que lloran en el viaje en barco hacia el inframundo, se niega desafiante a lamentar su destino y actúa tan alegremente como un gorrión. Aunque no escapa a su destino, obtiene una victoria moral contra las fuerzas de la muerte. Como la mayoría de los poetas, albergaba un intenso miedo a la muerte.
Así escribía
La fuente de los sapos
(Extraído de “Chico Carlo, de 1944)
De Juana de Ibarbourou
Seis enormes sapos de piedra, agazapados al borde redondo de la fuente parecían clamar en silencio por el agua que sólo en los días solemnes de Año Nuevo o de fiestas patrias, saltaba a chorros alegres de entre sus bocazas.
Un quiosco casi en ruinas cubría la trabajosa maquinaria que elevaba el agua desde el pozo que había debajo de él, por el esfuerzo de los presos de la cárcel del pueblo que transpiraban dando vuelta sus ruedas llenas de herrumbre.
La banda de música, formada por aficionados, solía ocupar el quiosco, alumbrado con un gran farol a kerosene, las noches de retreta.
Cuando mana la fuente, la chiquillería forma a su alrededor una cintura ruidosa y batalladora. Después, bajo la llama humosa de los faroles, entre sapo y sapo se sientan a charlar, con su baja voz de arrullo, parejas de enamorados.
La fuente, callada, guarda muchos secretos: guarda también muchos recuerdos.
Susana le debe un chapuzón magnífico que le echó a perder su abriguito de paño recién teñido de azul por mamá y fue la causa de una encerrona inolvidable toda la tarde de un 25 de Agosto en que se tiraban cohetes, había sortijas en la plaza, y las calles estaban adornadas con arcos de sauce llorón y gallardetes celestes.
Sin la mancha de humedad que Yango el pintor le robara de la pared, la penitencia fue amarga; Susana no podía evadirse por el mundo de los sueños y la fantasía y por fuerza tuvo que recordar continuamente la fiesta de sus pequeñas amiguitas alrededor de los sapos de piedra. Por otra parte, no se siente culpable, pues fue la grandulona Rosalía Smith quien la empujó dentro de la fuente y demasiada penitencia ha tenido ya viéndose obligada a cruzar las calles del pueblo llorando a gritos y chorreando fría agua azul, entre la novelería risueña de todos.
Susana está furiosa y piensa muy mal de la justicia divina y de la humana. Además no es generosa. Todavía en ella priman los instintos sin el control de la conciencia y puede tranquilamente ser egoísta.
Con gusto taparía la boca de los sapos para que esa tarde no diesen agua, o haría caer un buen chubasco sobre la multitud que se divierte en la plaza.
Pero, excepcionalmente, el sol de agosto brilla de un modo descarado y Susana tiene que conformarse agrandando con su dedo irritado el pequeño agujero que ha descubierto en el asiento de esterilla del sillón de mamá.
Después, en el intervalo de gritos rabiosos que luego derivan en las notas del “Himno a María” que acompaña desentonadamente en el coro de niñas de la Capilla, sueña con una venganza que haga arrepentirse a mamá de su crueldad al dejarla encerrada, en penitencia.
Resuelve dejarse morir de hambre. Mamá tendrá luego un remordimiento muy grande y Susana, estirada en su caja blanca cubierta de coronitas de novia y alelíes dobles, estará contenta de oírla llorar. El resentimiento la hace feroz. No se compadece de mamá. De quien empieza a sentir una piedad inmensa es de sí misma. Tan pequeña y tener que dejarse morir de hambre. Vendrá la maestra con todos los niños de la escuela a acompañar su entierro, como lo hizo cuando murió Araceli, la hija del jefe de Correos. De todos lados mandarán flores para cubrir su caja, y mamá, tirándose los cabellos, dará unos gritos horribles que Susana, muerta, ha de oír con verdadero deleite.Todos estos pensamientos concluyen por conmoverla de veras y se pone a sollozar con desconsuelo, tirada de bruces sobre la cama. Llorando se queda dormida. Sueña que los seis sapos de la fuente, lentos, enigmáticos y pensativos, van tirando del carro fúnebre que la conduce al cementerio.
Susana va muy alegre en su caja blanca tapada por las flores, y un dulce calorcito se le expande por el cuerpo aterido. Siente que mamá se inclina sobre ella, la besa con cuidado y aprieta contra sus piernas la manta de los alelíes dobles y las coronitas de novia, para que no sienta frío. Mamá le dice a doña Cándida, la buena vecina que le hace a Susana los vestidos de presumir y que ahora no tiene más que un solo ojo que echa llamas y una cabeza que llega al techo:
–Por fin se ha dormido esta pícara. Está helada. Entre sueños le da un manotón rabioso y cree que grita:
–No es cierto, no estoy dormida, sino muerta.
Cae en una especie de abismo oscuro que la absorbe, hasta que Feliciana aparece entre su bruma llevando en sus manos lustrosas y rollizas el tazón de café con leche que Susana merienda golosamente todas las tardes. Su estómago vacío, entonces, la despierta imperioso y borra en ella toda voluntad de morir. Susana, atravesada boca abajo en la cama, como un gracioso fardo, se vuelve de espaldas abriendo con pereza sus ojos oscuros. En la redonda mejilla, roja como la grana, le ha quedado profundamente marcado un pliegue de la colcha. Siente en el cuerpo el dulce calor de la frazada de lana con que Genoveva de Brabante la cubrió mientras estaba muerta. Se sienta lentamente, recuerda que tiene hambre, y olvidada de la fuente de los sapos, del chapuzón en el agua bajo los chorros helados, de su abriguito echado a perder, de la maligna cara de la ruda Rosalía Smith, de su penitencia, de mamá, de su muerte y de su entierro, prorrumpe en gritos furiosos:
–¡Mamá, quiero pan! ¡Mamá, quiero pan!
Y en el espejo del armario de luna que está enfrente de la cama, Susana ve su boca enorme y redonda como la de los sapos de la fuente. Pero esta reflexión que la hace callar un minuto asombrada, no tiene fuerza para más. Y nuevamente grita con toda la fuerza de sus pulmones, esforzándose por parecer de veras un sapo, para lo cual, con las dos manos, se estira sin misericordia la comisura de los labios:
–¡Feliciana, negra fea, dame café!
Juan Manuel Aragón
Ramírez de Velasco®
Un quiosco casi en ruinas cubría la trabajosa maquinaria que elevaba el agua desde el pozo que había debajo de él, por el esfuerzo de los presos de la cárcel del pueblo que transpiraban dando vuelta sus ruedas llenas de herrumbre.
La banda de música, formada por aficionados, solía ocupar el quiosco, alumbrado con un gran farol a kerosene, las noches de retreta.
Cuando mana la fuente, la chiquillería forma a su alrededor una cintura ruidosa y batalladora. Después, bajo la llama humosa de los faroles, entre sapo y sapo se sientan a charlar, con su baja voz de arrullo, parejas de enamorados.
La fuente, callada, guarda muchos secretos: guarda también muchos recuerdos.
Susana le debe un chapuzón magnífico que le echó a perder su abriguito de paño recién teñido de azul por mamá y fue la causa de una encerrona inolvidable toda la tarde de un 25 de Agosto en que se tiraban cohetes, había sortijas en la plaza, y las calles estaban adornadas con arcos de sauce llorón y gallardetes celestes.
Sin la mancha de humedad que Yango el pintor le robara de la pared, la penitencia fue amarga; Susana no podía evadirse por el mundo de los sueños y la fantasía y por fuerza tuvo que recordar continuamente la fiesta de sus pequeñas amiguitas alrededor de los sapos de piedra. Por otra parte, no se siente culpable, pues fue la grandulona Rosalía Smith quien la empujó dentro de la fuente y demasiada penitencia ha tenido ya viéndose obligada a cruzar las calles del pueblo llorando a gritos y chorreando fría agua azul, entre la novelería risueña de todos.
Susana está furiosa y piensa muy mal de la justicia divina y de la humana. Además no es generosa. Todavía en ella priman los instintos sin el control de la conciencia y puede tranquilamente ser egoísta.
Con gusto taparía la boca de los sapos para que esa tarde no diesen agua, o haría caer un buen chubasco sobre la multitud que se divierte en la plaza.
Pero, excepcionalmente, el sol de agosto brilla de un modo descarado y Susana tiene que conformarse agrandando con su dedo irritado el pequeño agujero que ha descubierto en el asiento de esterilla del sillón de mamá.
Después, en el intervalo de gritos rabiosos que luego derivan en las notas del “Himno a María” que acompaña desentonadamente en el coro de niñas de la Capilla, sueña con una venganza que haga arrepentirse a mamá de su crueldad al dejarla encerrada, en penitencia.
Resuelve dejarse morir de hambre. Mamá tendrá luego un remordimiento muy grande y Susana, estirada en su caja blanca cubierta de coronitas de novia y alelíes dobles, estará contenta de oírla llorar. El resentimiento la hace feroz. No se compadece de mamá. De quien empieza a sentir una piedad inmensa es de sí misma. Tan pequeña y tener que dejarse morir de hambre. Vendrá la maestra con todos los niños de la escuela a acompañar su entierro, como lo hizo cuando murió Araceli, la hija del jefe de Correos. De todos lados mandarán flores para cubrir su caja, y mamá, tirándose los cabellos, dará unos gritos horribles que Susana, muerta, ha de oír con verdadero deleite.Todos estos pensamientos concluyen por conmoverla de veras y se pone a sollozar con desconsuelo, tirada de bruces sobre la cama. Llorando se queda dormida. Sueña que los seis sapos de la fuente, lentos, enigmáticos y pensativos, van tirando del carro fúnebre que la conduce al cementerio.
Susana va muy alegre en su caja blanca tapada por las flores, y un dulce calorcito se le expande por el cuerpo aterido. Siente que mamá se inclina sobre ella, la besa con cuidado y aprieta contra sus piernas la manta de los alelíes dobles y las coronitas de novia, para que no sienta frío. Mamá le dice a doña Cándida, la buena vecina que le hace a Susana los vestidos de presumir y que ahora no tiene más que un solo ojo que echa llamas y una cabeza que llega al techo:
–Por fin se ha dormido esta pícara. Está helada. Entre sueños le da un manotón rabioso y cree que grita:
–No es cierto, no estoy dormida, sino muerta.
Cae en una especie de abismo oscuro que la absorbe, hasta que Feliciana aparece entre su bruma llevando en sus manos lustrosas y rollizas el tazón de café con leche que Susana merienda golosamente todas las tardes. Su estómago vacío, entonces, la despierta imperioso y borra en ella toda voluntad de morir. Susana, atravesada boca abajo en la cama, como un gracioso fardo, se vuelve de espaldas abriendo con pereza sus ojos oscuros. En la redonda mejilla, roja como la grana, le ha quedado profundamente marcado un pliegue de la colcha. Siente en el cuerpo el dulce calor de la frazada de lana con que Genoveva de Brabante la cubrió mientras estaba muerta. Se sienta lentamente, recuerda que tiene hambre, y olvidada de la fuente de los sapos, del chapuzón en el agua bajo los chorros helados, de su abriguito echado a perder, de la maligna cara de la ruda Rosalía Smith, de su penitencia, de mamá, de su muerte y de su entierro, prorrumpe en gritos furiosos:
–¡Mamá, quiero pan! ¡Mamá, quiero pan!
Y en el espejo del armario de luna que está enfrente de la cama, Susana ve su boca enorme y redonda como la de los sapos de la fuente. Pero esta reflexión que la hace callar un minuto asombrada, no tiene fuerza para más. Y nuevamente grita con toda la fuerza de sus pulmones, esforzándose por parecer de veras un sapo, para lo cual, con las dos manos, se estira sin misericordia la comisura de los labios:
–¡Feliciana, negra fea, dame café!
Juan Manuel Aragón
Ramírez de Velasco®
Comentarios
Publicar un comentario