Ingenio Ledesma, en Jujuy |
Cómo se llaman las cosas y los caprichos de los que quieren cambiarles el nombre es de lo que trata esta nota
Mal que mal uno se acostumbra, antes vivía en la calle Bolivia, antes de eso viví en la Buenos Aires, y antes en el barrio Belgrano. Uno va cambiando, no tanto como para ser otro, pero sí lo suficiente como para no lo tengan por el mismo. Lo que no cambia es el lugar, está ahí, presente en la memoria, con sus rincones, sus plazas, sus árboles, su perfume y sus calles, por supuesto.El pueblo Ledesma, en Jujuy, parte ineludible del ingenio del mismo nombre, un buen día fue absorbido por lo que en la década del 60 le decían “el pueblo” y era Libertador General San Martín. Ahora Ledesma es un apéndice de Libertador, un barrio más, pero no ha perdido su esencia porque, para empezar, se sigue llamando igual, lo mismo que sus calles.Si bien los nombres de las cosas no son parte de su misma esencia, sirven como parámetro de referencia para que todos sepan a qué se refiere cualquiera cuando dice “silla”, “árbol”, “montaña”, “mujer”, “flecha”, entre tantos sustantivos como los que designan las casi infinitas cosas que hay en la Tierra, debajo de ella, en el Cielo y en el alma de los cristianos también.
Así, uno podría decir que no le gusta llamar “sombrero” al sombrero, porque además de dar sombra es un elemento que hace a la elegancia de quien lo usa, protege la calva, otorga otra mirada. Pero ahí está su nombre designándolo. A nadie se le ocurre la idea de cambiar los nombres de las cosas, porque, entre otras cosas, nadie lo entendería y si todos hicieran lo mismo, el mundo se convertiría, en ese instante, en un verdadero y total caos.
En cada hombre hay un Adán escondido, todos tienen la posibilidad de asignar un nombre a sus hijos en ejercicio de su patria potestad. La primera patria de todos los hombres, además de su propia casa, es su nombre. La ley solía ser rigurosa para cambiárselo, justamente para evitar confusiones, así si uno tenía un juicio contra un Alberto Gómez, después no vería desbaratadas sus pretensiones de ganarle, sólo porque al otro se le ocurriera llamarse Pedro Infante. Habría que hacer otro juicio para determinar que uno y otro eran misma e idéntica persona.
Otra ocasión en que la gente puede bautizar, por así decirlo, algo en el mundo, es cuando lo eligen concejal y con un simple papel, sumando la voluntad de una mayoría, decide asignar nombre a un puente que se acaba de construir, a una nueva plaza o a las calles de un barrio. Tarea jodida, primero se debe fijar que no haya otro lugar que se llame igual, porque podría llevar a confusión. Y también porque en lugares como Santiago, casi todos los lugares públicos tienen nombre, calles, plazas, paseos, veredas, bibliotecas, villas, caminos, esquinas, curvas, barrios, accidentes geográficos, puentes, avenidas, elevaciones, sendas, estaciones de tren, todo.
Lo que no se entiende muy bien es el afán por cambiar los nombres de calles porque hay otro más bonito, adaptado a los nuevos tiempos que corren o que pretenden homenajear nuevos próceres o directamente porque los concejales se despertaron con odio por los antiguos, establecidos, conocidos y adaptados.
Es muy antipático andar diciendo vivo en la calle Fulanito de Tal, que antes se llamaba Menganito. Los comerciantes, que muchas veces hacen su papelería con una dirección, deben cambiarla toda, con las molestias y el gasto de dinero que ello ocasiona.
Me sucede a mí, y perdone el uso de la primera persona del singular, que vivo en la calle Urquiza. Gracias a mis lecturas históricas, de chico me hice seguidor de la corriente historiográfica que el Revisionismo, que puso de manifiesto, contra lo que se decía hasta ese entonces, los valores de Juan Manuel de Rosas, a quien ayudó a derrocar Justo José de Urquiza, junto a una manga de brasileños e ingleses, ávidos de gloria en tierras ajenas, y de sus riquezas.
Siempre lo tuve a Urquiza como un infame traidor a la patria, un tipo preocupado por su bienestar personal más que por los afanes de la Confederación Argentina, cuyos destinos presidió.
Pero, así y todo, no se me ocurriría pedir a nadie que cambien el nombre de esta calle. Primero porque ya hay una inveterada costumbre de llamarla así, segundo por respeto a mis vecinos y tercero porque si bien lo considero un hijo de una Tal por Cual, considero que bien puedo estar equivocado y en una de esas los que piensan distinto también tienen su parte de razón o toda.
Pero si usted es de los que considera que los nombres se ponen para ser cambiados cada vez que asumen nuevas autoridades, entonces se debería asumir el caos como asunto propio y este escrito que usted está leyendo que sea una silla, la mesa es pared, la gorra es pájaro carpintero y que se haga agua el helado.
Dicho de otra forma, al pan, pan y al vino, vino.
Juan Manuel Aragón
©Ramírez de Velasco
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