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Caballo tordillo |
Mucho antes había tenido de sillonero al Potrillo, un bayo de paso, muy brioso, con el que viajé varias veces
Entre los caballos que tuve en la casa que había sido de mi abuelo, recuerdo al último de todos, el “Tortugón”, un tordillo que tenía un lejano parentesco con algún criollo de raza. Le decíamos así porque era lento para disparar. Me gustaba, porque tenía un hermoso andar y un trotecito marchado suave.Mis hermanos tenían caballos hermosos, José un tostado muy brioso, de nombre “Cuál”, que vuelta a vuelta se largaba bellaqueando. El de Eufemiano era tordillo, como el mío, de un andar muy elegante al que una de mis hermanas bautizó como “Putilo”, porque la primera vez que salió a pasear, la previnieron de que era un animal peligroso, que tenga cuidado, no se confíe, y resultó muy manso.El mío era medio tropezón, dos o tres veces me dejó tendido en el suelo cuán largo soy (esta frase, “cuan largo soy”, siempre la quise ubicar en un escrito y nunca calzaba, hasta hoy), porque de un estar yendo a cualquier parte, rodaba con mucha alharaca, casi siempre en lo parejo. Si bien me molestaban sus tropiezos, en aquel tiempo pensaba que, con el tiempo podría hacer como los gauchos de antaño que, cuando el flete se les derrumbaba, caían parados y riéndose a las carcajadas, no como yo que, después del susto por el traspié, siempre me enojaba mucho. Me faltó estado físico y tiempo: calculaba que, montando todos los días, quizás en cuatro o cinco años tendría esa habilidad, aunque no sabía para qué me podría servir, si el circo no ha sido nunca mi afán.Mucho antes había tenido de sillonero al Potrillo, un bayo de paso, muy brioso, con el que viajé varias veces, en periplos que duraban de la mañana a la tarde o visité amigos que vivían lejos, para regresar al día siguiente o al otro. Me dije que después de un amblador, nunca más querría uno que no tuviera ese don. Pero, lo que son las cosas, cuando se le terminaron los pashucos a mi abuelo, tuve varios trotones y me acostumbré tanto que pensaba al revés: nunca más uno de paso, tan incómodos que resultan ser al final de cuentas, terminaba con los riñones a la miseria.
A veces observo a los modernos gauchos salteños disfrazados con botas y bombachas que se reúnen para pasar frente a los turistas como fenómenos del palanganeo más cerril del norte argentino, y pienso en qué habrían dicho si los hubieran visto los verdaderos “Infernales” de Martín Güemes al notarlos tan acicalados, con esas prendas raras de cuero graneado, sombreros aludos, botas acordeón, bombachas batarazas y campera al tono.
Como le decía, después del Tortugón, cuando aquel tiempo se terminó de caer del todo, jamás tuve caballo ni pretendí volver a montar. Para ir adónde, me pregunto a veces cuando vuelvo al pago y me ofrecen uno: ¿para pavonearme en el pueblo chalaneándolo como hijo de recién llegado? Mejor no, muchas gracias, siga su camino, agradezco. Y me quedo tranquilo.
Me duele, eso sí, no haber visto envejecer al “Tortugón”. Quizás las viejas telarañas del olvido que se apoderaron de aquel lugar lo dejaran envejecer y morir sosegado en el pago, pero, quién le dice, ¿no? en una de esas lo vendieron para mortadela y un buen día lo comí en un sánguche de pan francés bien crujiente. Capaz que estaba rico y todo.
Malhaya, triste destino, los caballos argentinos.
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno. Imagino que lo has escrito de un galopito. Por mi parte, solamente monto en Cólera a veces, y tengo muy buenas caídas.
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