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CABALLOS El moro del tío

Yeguada del saladillo, foto de ilustración

“Muchos años he vuelto y revuelto a esos tiempos, ya sea soñando despierto o con los ojos cerrados, en medio de la alta noche”


El Petiso Viejo estaba en la escala más baja de los muy buenos caballos maceta que supo tener mi abuelo en el campo. En ese cansado y viejo flete todos habíamos aprendido a montar de muy chicos. De ahí habíamos pasado al Lucero, un oscuro con una estrella en el medio de la frente o al Petiso Nuevo, al que también llamábamos Zainito, que eran un poco superiores al primer grado inferior que significaba el Petiso Viejo.
Cada año, al volver a pasar las vacaciones en el campo, mi abuelo nos aguardaba con la sorpresa de un nuevo caballo en el que jugaríamos nuestras habituales correrías de niños. Como si hubiera sabido, decía: “Juan es grande para el Petiso Nuevo, este año tiene que andar en el Potrillo”. Y uno se sentía feliz por el ascenso, porque montar en el Potrillo era lo mismo que militar en las ligas superiores.
En la cima de todos los caballos que tuvo mi abuelo, estaba el Moro del Tío, al que solamente se animaba a montar el hermano de mi madre. Teníamos a ese color y ese flete en el podio máximo de los caballos del campo aquel. Montarlo o que mi abuelo nos dijera: “Este año vas a andar en el Moro de tu tío”, iba a ser algo más que tocar el Cielo con las manos. Unas vacaciones nos dimos con que aquello nunca sucedería porque se murió o lo vendieron para mortadela, nunca quedó aclarado el punto. Aunque no crea, se nos vino abajo el lejano Everest de los fletes, ya no tendríamos al moro como lejano punto de referencia, como un premio por haber llegado, pongalé, a los entonces lejanísimos 14 años.
Antes de eso mi abuelo había tenido, dicen, una yegua sillonera color huevo de pato, la Cucaracha, de paso y muy buena. Pero nuestra generación al menos no llegó a conocerla, era un animal de la prehistoria de aquel lugar, como tantos otros que habría antes, y aparecían en las fotos con un aire de familiaridad que nos era extraño.
Pero en el medio de aquel lento ascenso la que nos llevaba el crecimiento, mi abuelo se enfermó, lo llevaron a la ciudad y nunca más volvió al pago. Seguimos yendo al campo, ya sin él, pero el asunto de los caballos, las jerarquías y el mundo entero se descuajeringó del todo.
Aparecieron otros, como un tostado quizás con algo de pura sangre un sueño hecho animal, que montaba mi hermano menor, también un tordillo medio chicuelo pero muy bonito de verse, de mi hermano del medio, un tostadito de paso, al que, previsiblemente, llamábamos el Tostadito. Y tres o cuatro más a los que nombrar sería tedioso.
Bueno, para que este escrito no siga siendo un aburrido recuento de los caballos de la infancia, aquí debiera contar alguna anécdota, un chascarrillo o al menos una historia que deje una enseñanza o una moraleja a los pacientes lectores.
Pero no se me ocurre nada, vea. Hay veces que la nostalgia, las saudades se le adhieren a uno en el corazón, como un chicle: por más que se lo trata de desprender, se sigue pegando en los otros dedos. Agita la mano, pensando en que así se irá, y nada, sigue ahí, insistente, terco, porfiado.
Muchos años he vuelto y revuelto a esos tiempos, ya sea soñando despierto o con los ojos cerrados, en medio de la alta noche. He recorrido caminos que ya no están, se hicieron aire en la brisa del recuerdo, abrí la puerta de la casa, recorrí sus habitaciones, el comedor hacia la derecha, de cuyo techo colgaba una especie de abanico gigante —mucho después supe que se llamaba abano, sin hache— y una panera verde de lata, el sombrero mejicano colgando de una pared, las fotos familiares al frente y el invencible hule verde y amarillo que mi abuela había puesto sobre la mesa siguen ahí, intactos, relucientes, mirando el tinajón.
Son tan vívidos esos recorridos que, muchas veces he tenido miedo de ser un espectro dando vueltas por lo que queda —si quedara algo— de la vieja casona. Tengo presente el exacto lugar, bajo dos hileras de palos borrachos, en que mi abuelo dijo que quería ser enterrado el día que se fuera para siempre. Ahí se paraba a veces a mirar hacia el poniente, a ver si venía algún vehículo o simplemente a olfatear si se acercaba la esperada tormenta que salvaría su chacra.
Es posible que mientras escribo estas líneas en el lugar aquel justo bajo esas estrellas que nos enseñó a reconocer mi abuela, sople una brisa del lado equivocado del viento, haciendo levantar a la perrada que seguramente dormitará bajo las galerías y lanzar un ladrido solitario. Mi fantasma les dirá: “¡Salí, perro!”. Y seguirá yendo de la casa al calicanto, bajo el sol de la ardiente siesta santiagueña, sombra de la sombra de una memoria perdida.
©Juan Manuel Aragón

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