Imagen de ilustración, Dalí |
Uno de los múltiples ensayos de realidad paralela o quizás de un futuro no tan lejano, presentado de la única manera posible: contado como ficción
Apenas sales a la calle te das cuenta de que has cometido el peor pecado que un hombre puede cometer, te has olvidado las llaves de identificación en el dormitorio asignado. ¡Pucha!, pocas veces sucede, desde que al nacer te las entregan con una práctica cadena, para que no las pierdas jamás. Vas a tu trabajo, pero cuando quieres subir al ómnibus, te das con que también las necesitas para viajar. Te dispones a caminar, sabiendo que en cualquier parte un policía tendrá derecho a detenerte, averiguar adónde vas y, si no le muestras las llaves, serás encerrado en las mazmorras más profundas del régimen.Todo se puede hacer en este país, hasta robar un banco a mano armada dejando un tendal de muertos, la condición es no olvidar la cadena con las llaves de identificación. Quieres creer que quizás el portero de tu edificio las encontró, vuelves sobre tus pasos sabiendo que las cámaras de identificación ya deben haber detectado que no estás haciendo lo correcto, que es ir hacia tu trabajo. El portero te avisa que no ha visto nada, no sabe de tus llaves. Estás por insistir, porque en una de esas sí las vio, cuando observas una mirada de terror en sus ojos, sabe que al perderlas te has convertido casi en un apestoso. Te pide que te retires y te marchas más rápido que inmediatamente, a buscar uno de los tantos puntos ciegos que tiene la ciudad. El más cercano es el parque Aguirre, cerca del busto de Dante Alighieri, te sientas a pensar, en un banco, detrás de un gran eucalipto. No te relajas, cualquiera de los que pasan a esa hora corriendo, caminando, haciendo gimnasia, podría denunciarte. Sacas unos papeles del portafolios y te haces el de revisarlo.Recuerdas la pelea que tuviste a la noche con tu mujer. Ella te dijo que no te importaba nada, ni ella ni la casa ni los hijos ni tu futuro ni el de la relación. Enojado, antes de dormirte, te sacaste las llaves de identificación y las pusiste sobre la mesa de luz. A la mañana ella ya se había despertado y, antes de marcharse rumbo a su trabajo, te dedicó un insulto. Los hijos no sintieron nada, o se hicieron los de seguir dormido. Sin bañarte, saliste un rato antes, esa mañana habría inspección en el trabajo. Las llaves quedaron en la mesa de luz y recién esa noche quizás tu mujer, tal vez uno de los hijos se daría cuenta. Y no importaba lo que lloraran, sabrían que estás perdido y ninguno haría el más mínimo esfuerzo para hallarte, sabían dónde estarías.
Después de que pasa la Brigada de Inspección, al mediodía, caminas rápido por la Urquiza primero y la Pedro León Gallo después, rumbo a la plaza Absalón Rojas. Alguna vez salió en la pantalla universal de noticias, que ahí se reunía un grupo de disidentes sin llaves de identificación, pero como no eran violentos, al final el Concejo Mayor de la Ciudad había decidido no molestarlos, aunque sí mantenerlos bajo vigilancia. Además, era otro punto ciego, sin cámaras, salvo las de algunos negocios adyacentes.
Ya tienes algo de hambre, pero sin la llave no te darán comida en ninguna parte. Ves las horas pasar, mientras a tus espaldas, los autos se suceden sin solución de continuidad, alguna gente camina por ahí apurada, todos hacen como que no te ven. De vez en cuando te levantas, caminas unos pasos y cambias de banco, no debes caminar mucho sin rumbo fijo, te podrían tomar como un elemento subversivo, alguien con intenciones malévolas.
Has sido educado para vivir siempre del lado de la legalidad, no sabes qué hacer en esta nueva situación, sientes algo como una difusa expectativa en el estómago, algo malo te va a ocurrir y te tiene mal la promesa de la Autoridad Máxima a quienes no cumplen con la promesa: las mazmorras del régimen los esperan con un castigo inimaginable.
Cuando comienza a oscurecer, piensas en entregarte a la Policía Mayor del Régimen, avisar lo que te ha sucedido, contar tal cual, cómo fue tu pecado, aguaitar el castigo y luego de un tiempo, si haces lo que te dicen, encerrado entre cuatro paredes, puede que te permitan volver a tu posición anterior. Tal vez te asignen otro estado, algo que ya ha sucedido a otros, como que te hagan parte de una familia distinta, con otra mujer asignada, con hijos de otro que se fue a vivir en el mundo de la intemperie, se murió, lo encerraron, desapareció, algo.
Eso le pasó a Carlitos, un amigo del trabajo, antes de eso se había llamado Horacio y vivía en Córdoba, hasta que un día le dieron a elegir, entre esta vida con la que podría volver a la superficie, o quedarse en las mazmorras hasta que le hallaran algo similar. Se arriesgó y dijo que no le iba mal, tampoco bien, pero al menos comía bien y dormía en un lugar seguro.
Mientras piensas estas cosas, observas que un hombre, desde un banco cercano, te mira y te sonríe. Te das vuelta para el otro lado, seguro de que la sonrisa era para alguien más, a tus espaldas, pero no. Te quedas serio, quieto. ¿Y si es una trampa para descubrirte?, quién sabe los métodos que tiene el Régimen Supremo para detectar nuevos disidentes. Pero vos no sos un disidente, no sabes qué es eso, ni siquiera tienes idea de con qué hay que disentir.
Todo se trató de una triste equivocación, nada más. Un malentendido, sólo eso, pero muchos dicen que esos malos entendidos, en el fondo esconden un deseo de escaparse. No son deseos de fuga los que te han llevado hasta ese banco de la plaza, sino una confusión, la furia que sentiste anoche contra tu mujer. Pero ahora sabes que, si vuelves a tu casa, por unos días todos te mirarán distinto, quizás tu hija te acaricie, tu mujer te mire de otra forma, es posible que tu hijo quiera conversar de nuevo. Cuando te das cuenta de que nada de eso va a pasar sientes un escalofrío recorriéndote el cuerpo. A esa hora recién piensas que esa noche vas a dormir ahí, en esa plaza, con el riesgo de que alguien te denuncie.
El hombre del banco vecino camina unos pasos y se sienta a tu lado. ¿Estás prófugo?, te pregunta. No, sólo olvidé la llave, respondes. Es lo mismo, dice. Hay un silencio espeso entre ambos. ¿Tienes adónde dormir?, vuelve a la carga el vecino de banco. No, pienso dormir aquí. Pero, no, te van a agarrar, vení conmigo, lo invita. Al salir caminando de la plaza, el otro te dice que vayas por detrás, conoce bien los puntos ciegos de las veredas y cómo hay que hacer para cruzar la ciudad de un lado al otro sin ser visto por las pantallas detectoras. Caminan más de una hora, dando vueltas, como si Santiago fuera un laberinto.
Al fin llegan a un sitio en la calle Pellegrini tercera cuadra. Un largo pasillo lleva a una casa abandonada. El hombre dice algo, es como un santo y seña. Adentro, alrededor de una fogata hay varios hombres y mujeres que te miran con curiosidad. El tipo te presenta y avisa a los demás que has olvidado la llave en tu casa. Bienvenido, te dicen todos. Te preguntan si has comido, respondes que no. Te entregan una ración y piensas que debe ser hurtada, porque la Autoridad Máxima siempre explica en las pantallas que todas están contadas, pesadas y medidas.
La mitad de los que están en esa casa, te cuentan, es por decisión propia, al resto, eso te parece increíble, le sucedió lo mismo que a vos, perdieron la llave, se les rompió, se les cayó en una alcantarilla. No son muchos, menos de diez calculas, porque detrás del grupo de cuatro o cinco que está adelante en la fogata, hay otros que se mueven, van y vienen entrando y saliendo del círculo de luz.
Te explican algunas reglas de esa vida en los márgenes de la vida, son los parias de la sociedad, los huidos, los escapados, errores del sistema. Pero no entiendes mucho, tienes sueño. Te dan una bolsa de dormir. Te acuestas. Pronto te vence el sueño. Piensas, mañana será otro día. Sabes que vas a soñar con tu casa, tu mujer, tus hijos.
Te duermes profundamente.
Mañana será otro día.
Juan Manuel Aragón
A 1 de junio del 2024, en el puente de la Solís. Pedaleando a San Esteban.
Ramírez de Velasco®
1977/78 leímos 1984. Como ciencia ficción entonces. Qué loco este don Orwell pensaba en mí ingenua incipiente juventud. Solo no entendía demasiado el piso que tocaban mis pies. Qué genios los que observan ( como don Orwell y Usté amigo)
ResponderEliminarEl relato - muy orwelliano aunque no tan surrealista hoy en día - da pie para reflexionar sobre la verdadera situación que se vive en la actualidad.
ResponderEliminarNada más parecido a lo que plantea el relato se vivió hace poco tiempo cuando uno solo tenía derechos y era aceptado por la sociedad si tenía el carnet de vacunación de COVID y también el permiso de "trabajador esencial" para salir a la calle.
Todo "disidente" corría el riesgo de ser apresado por la autoridad, privado de sus derechos fundamentales, y no sólo denostado por la sociedad sino además denunciado por sus propios amigos y vecinos.
Ese suceso puso en evidencia toda la miseria humana y cómo la sociedad puede llegar a actuar cuando su juicio ha sido doblegado moralmente por un régimen de gobierno.
Exactamente lo mismo pasó en Alemania con el "carnet de salud" de los judíos y las denuncias de los ciudadanos para que la autoridad actuara en consecuencia. Un caso similar se vivió en la Italia de Mussolini.
Desde donde vivo insistí permanentemente en estos temas para tratar de que los conocidos (incluso médicos) reflexionaran sobre tan peligrosa actitud, pero más que nada recibí críticas y rechazo, con muy pocos dispuestos a siquiera considerar el tema.
Hay estudios de comportamiento que demuestran que cualquier persona normal, tiene la posibilidad de convertirse en guardacarcel, torturador y verdugo en un campo de concentración Nazi, si se lo condiciona sometiéndose a la influencia de una autoridad que considere de superior jerarquía.
El más famoso fue el experimento de Milgram. Sugiero leerlo para reflexionar sobre cómo se puede manipular la mentalidad y voluntad de las personas, convirtiéndolas en ovejas complacientes que convencidas de estar haciendo un bien altruista.