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SILENCIO El otro hijo de mi mujer

Ilustración nomás

Ella le entrega dedicación absoluta y mis intentos de acercarme se arrinconan contra un muro de prohibiciones 

Es el otro hijo de mi mujer, el que nunca reconocerá como tal, pero mis otros hijos y yo mismo siempre hemos sabido la verdad. Lo vigila igual o mejor que a los que tuvo conmigo: una mujer y un varón. Lo contempla con arrobamiento, lo mima con dulzura y se cuida con esmero de que yo intente entablar algún tipo de relación con él.
“Es sólo mío”, me advierte cada vez que puede. E
s blanco, rechoncho, retacón y siempre dispuesto a obedecer; no es díscolo como los otros. Mi hija, la mayorcita, está por cumplir 22 años y me discute sobre religión, política y lenguaje: tres territorios en los que, en otro tiempo, me creí invulnerable.
Mi chango, mucho más chico, es un hincha fanático de Boca: sigue los partidos de su equipo con una pasión que a mí se me escurrió hace rato por las grietas de la paciencia. El otro hijo —el de mi mujer, digo— es indiferente a esos ímpetus terrenales. Él simplemente existe y cumple su faena con dedicación y paciencia; nada más parece importarle de la vida.
Tiene impulsos internos misteriosos, al menos para mí, pues en la relación que lleva con mi mujer soy un tercero excluido. Expresamente, me advierte: “No lo toques, por favor, ni te le acerques; puedes echar a perder todo”. A veces, cuando ella no está, me le acerco, le hablo en voz baja, lo examino sin atreverme al contacto y me pregunto por qué siento que lo ama más que a nosotros.
Mi hija sospecha lo mismo: “Mamá es todo para mí, pero él es más importante en su vida”, dice, no sin un toque de amargura. Y ninguno sonríe, porque ambos sabemos que no es un chiste, sino la pura verdad.
Esta mañana, antes de salir a hacer las compras, mi mujer estuvo en la cocina haciendo cosas con él. No sé bien qué: lo observaba, lo acomodaba, le introducía lo de siempre y se fue. Él quedó entonces casi una hora, ensimismado en un monólogo monocorde que terminó, a su tiempo, cuando llega la hora. Es exacto, preciso, maquinal. No es como los otros hijos que tuvo conmigo: alegres, impredecibles, distintos entre sí, pero siempre cariñosos.
Cuando mi mujer no está, pareciera que él se regodea en su silenciosa espera. Hace unos meses estuvo muy mal: gruñía al ponerse en marcha, hacía unos ruidos raros por la boca. Mi mujer sufría, mis hijos también. Hasta que vino el técnico. Luego de que lo reparara, mi mujer suspiró aliviada. “Por fin anda bien el lavarropas, ¿sientes su suavidad al trabajar?”, me dijo con ojos brillantes.
Feliz.
Juan Manuel Aragón
A 5 de octubre del 2025, en la Belgrano. Esperando el 115.
Ramírez de Velasco®

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