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Ilustración nomás |
Entre actas provinciales y papeles antiguos, un hombre descubre señales que lo vinculan con hechos improbables de otro tiempo
(Cuento)
Anselmo Díaz lo halló buscando otra cosa en lo que había sido el tallercito de su padre, en el fondo de la casa. Debajo de un cajón viejo que ocultaba un cuadro de bicicleta oxidado apareció un folio suelto, escrito en una caligrafía que repetía la suya. Detallaba con minucia una sesión de la Cámara de Diputados de la Provincia del 23 de octubre de 1897, el día en que sancionaron el Código Rural de la provincia, según consignaba. El problema era que el folio, de tamaño más grande que lo normal, estaba fechado en 1723 y anticipaba cada palabra dicha en aquella sesión, cada voto emitido. Hombre de rutinas bien marcadas, en ese momento Díaz intuyó que el tiempo no era una línea, sino tal vez un círculo, quizás un espiral.
Copió el papel y ocultó el original en un viejo escritorio sin uso, después del traspatio de las pajareras. Luego buscó confirmar lo que había leído y consultó un acta de la Cámara de Diputados conservada en el Archivo de la Provincia. Debajo de los sellos y las graves firmas de los diputados aparecía escrito un tal A. Díaz, casi como una casualidad preparada de antemano. Esa coincidencia lo desestabilizó: no era un erudito de los que suelen consultar archivos, y menos aún un genealogista, pero la sombra de su apellido repetido en un documento oficial parecía reclamarlo.
Se presentó ante el jefe de la oficina, un tal Juan Viaña, a quien conocía solo de haberlo visto en las noticias locales. Le explicó que buscaba un edicto de 1723, posiblemente firmado por un A. Díaz, pero reconoció que ignoraba de qué se podía tratar. La reacción de Viaña no fue la de un funcionario sorprendido, sino la de alguien que ya lo esperaba: le respondió con calma, como quien repite un trámite muchas veces cumplido, y lo citó para unos días después.
Cuando volvió le dijeron que el jefe no estaba en su oficina: había viajado a Bolivia, se decía, en busca de papeles que atestiguaban la fundación de la ciudad de Santiago del Estero. Nadie parecía extrañarse de esa ausencia. Sin embargo, lo aguardaba un sobre color madera, grande, con su nombre escrito a mano, que recogió y llevó a su casa.
Al abrirlo encontró un relato que parecía un espejo del primero: narraba la misma sesión legislativa, pero añadía episodios que en el otro documento no figuraban. En particular, se describía el fracaso del tratamiento de la solicitud de un vecino que pretendía autorización para marcar su hacienda, después de que un pícaro hubiera hecho suyas las reses imponiéndoles el hierro candente.
El texto aclaraba que la Cámara había resuelto lo contrario: que, aunque se presume la validez de una marca o señal en un animal, esta presunción puede ser desafiada con evidencia contraria. La formulación era minuciosa, como si hubiese sido transcrita por un taquígrafo obsesionado con la exactitud. Lo inquietante era que la frase se repetía con leves variaciones, como si en cada copia la ley buscara corregirse a sí misma.
Ese enfoque más flexible contrariaba lo establecido en códigos rurales más rígidos, como el de Salta, en el que la marca bastaba como prueba definitiva de propiedad. Aquí, en cambio, la duda parecía institucionalizada. Anselmo se preguntó si ese rasgo jurídico no era en realidad una confesión de la materia misma de la historia: nada es prueba definitiva, todo puede ser impugnado, hasta la identidad de un hombre frente a su reflejo.
En el margen del folio, en letra inclinada, había notas que no recordaba haber escrito, pero que reconocía como suyas. Mencionaban nombres de diputados, fechas precisas y detalles imposibles de haber inventado. Pensó, con una mezcla de temor y fascinación, que no estaba leyendo un documento ajeno, sino corrigiendo una versión anterior de su propia memoria.
Esa noche soñó con un escritorio con infinitos cajones: cada uno guardaba un folio idéntico, pero fechado en años distintos. Comprendió que ninguno de esos papeles era copia ni original, sino parte de un mismo manuscrito que se escribía a sí mismo desde el pasado y desde el futuro.
Cuando despertó fue a buscar el sobre de Viaña. No lo halló. En su lugar, sobre la mesa, había un folio nuevo fechado el 22 de agosto del 2025, con las mismas palabras que ahora estaba leyendo. Más aún: la última línea decía, con la misma caligrafía inclinada, que Anselmo Díaz terminaría de leer ese documento a las cuatro menos un minuto de la madrugada y que en ese instante su corazón se detendría.
Juan Manuel Aragón
A 22 de agosto del 2025, en el Vinalar. Esperando el 17.
Ramírez de Velasco®
Copió el papel y ocultó el original en un viejo escritorio sin uso, después del traspatio de las pajareras. Luego buscó confirmar lo que había leído y consultó un acta de la Cámara de Diputados conservada en el Archivo de la Provincia. Debajo de los sellos y las graves firmas de los diputados aparecía escrito un tal A. Díaz, casi como una casualidad preparada de antemano. Esa coincidencia lo desestabilizó: no era un erudito de los que suelen consultar archivos, y menos aún un genealogista, pero la sombra de su apellido repetido en un documento oficial parecía reclamarlo.
Se presentó ante el jefe de la oficina, un tal Juan Viaña, a quien conocía solo de haberlo visto en las noticias locales. Le explicó que buscaba un edicto de 1723, posiblemente firmado por un A. Díaz, pero reconoció que ignoraba de qué se podía tratar. La reacción de Viaña no fue la de un funcionario sorprendido, sino la de alguien que ya lo esperaba: le respondió con calma, como quien repite un trámite muchas veces cumplido, y lo citó para unos días después.
Cuando volvió le dijeron que el jefe no estaba en su oficina: había viajado a Bolivia, se decía, en busca de papeles que atestiguaban la fundación de la ciudad de Santiago del Estero. Nadie parecía extrañarse de esa ausencia. Sin embargo, lo aguardaba un sobre color madera, grande, con su nombre escrito a mano, que recogió y llevó a su casa.
Al abrirlo encontró un relato que parecía un espejo del primero: narraba la misma sesión legislativa, pero añadía episodios que en el otro documento no figuraban. En particular, se describía el fracaso del tratamiento de la solicitud de un vecino que pretendía autorización para marcar su hacienda, después de que un pícaro hubiera hecho suyas las reses imponiéndoles el hierro candente.
El texto aclaraba que la Cámara había resuelto lo contrario: que, aunque se presume la validez de una marca o señal en un animal, esta presunción puede ser desafiada con evidencia contraria. La formulación era minuciosa, como si hubiese sido transcrita por un taquígrafo obsesionado con la exactitud. Lo inquietante era que la frase se repetía con leves variaciones, como si en cada copia la ley buscara corregirse a sí misma.
Ese enfoque más flexible contrariaba lo establecido en códigos rurales más rígidos, como el de Salta, en el que la marca bastaba como prueba definitiva de propiedad. Aquí, en cambio, la duda parecía institucionalizada. Anselmo se preguntó si ese rasgo jurídico no era en realidad una confesión de la materia misma de la historia: nada es prueba definitiva, todo puede ser impugnado, hasta la identidad de un hombre frente a su reflejo.
En el margen del folio, en letra inclinada, había notas que no recordaba haber escrito, pero que reconocía como suyas. Mencionaban nombres de diputados, fechas precisas y detalles imposibles de haber inventado. Pensó, con una mezcla de temor y fascinación, que no estaba leyendo un documento ajeno, sino corrigiendo una versión anterior de su propia memoria.
Esa noche soñó con un escritorio con infinitos cajones: cada uno guardaba un folio idéntico, pero fechado en años distintos. Comprendió que ninguno de esos papeles era copia ni original, sino parte de un mismo manuscrito que se escribía a sí mismo desde el pasado y desde el futuro.
Cuando despertó fue a buscar el sobre de Viaña. No lo halló. En su lugar, sobre la mesa, había un folio nuevo fechado el 22 de agosto del 2025, con las mismas palabras que ahora estaba leyendo. Más aún: la última línea decía, con la misma caligrafía inclinada, que Anselmo Díaz terminaría de leer ese documento a las cuatro menos un minuto de la madrugada y que en ese instante su corazón se detendría.
Juan Manuel Aragón
A 22 de agosto del 2025, en el Vinalar. Esperando el 17.
Ramírez de Velasco®
Excelente.
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