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| Ilustración nomás |
Santos del almanaque, series extranjeras y otras fuentes de la elección revelan un modo de entender el mundo y la pertenencia cultural
Marcelo.
Rubén.
Clara.
Alicia.
Ernesto.
Rosa.Más o menos así eran los nombres cuando los elegían comunes, corrientes. Los padres sabían que, siendo un acto fundamental, no debían buscar la originalidad: eso estaba garantizado por la misma esencia humana. Así como no había dos personas iguales, un Juan Carlos no se parecía a otro.Aunque muchos no lo supieran, había conciencia del idioma en que se pronunciarían los nombres de pila. No se trataba solo de gusto o tradición: había una intuición del sonido, de la música del nombre dentro de la lengua materna. Los padres sabían, aunque no lo dijeran o no lo supieran, que un Juan o un María sonaban naturales en español, redondos, familiares. Un Pedro tenía peso; un Ana, dulzura. Cada nombre encajaba como una pieza dentro del idioma, sin chirridos ni extranjerías. Nadie pensaba en cómo lo pronunciaría un extranjero, sino en cómo sonaría en la mesa del domingo, cuando la madre lo gritara desde la cocina o el padre lo llamara desde el fondo del patio.
Por eso el Juan Carlos era Acuña, Fernández o Rodríguez. Cada tanto, alguna novela de moda provocaba el surgimiento de una Clelia, un Romualdo o una Edith, que sonaban exóticos por un tiempo, hasta que los niños crecían y sus nombres se volvían familiares en la boca de todos.
La televisión también tuvo su influencia. Después de Rolando Rivas, taxista, muchas niñas fueron bautizadas María Laura y después con otras, se llamaron Patricia Alejandra. Entre los varones nacieron varios Jorge Daniel, Luis Alberto. Y Miguel Ángel, que sonaba fuerte, artístico y masculino.
Antaño quedaban familias católicas que imponían a sus niños el nombre del santo del día. Si nacía el 24 de junio, era Juan; si el 15 de octubre, Teresa; los Antonio eran del 13 de junio. Otros no tenían tanta suerte: si nacían el 29 de marzo, les endilgaban Eufemiano, mártir cristiano de Antioquía (mi hermano se llama así, por nuestro bisabuelito). También había nombres que pasaban como una herencia: se buscaba honrar a los padres, a un abuelo, a un tío o a un amigo.
Sin que nadie lo supiera, había una proporción. Si se elegía un nombre muy resonante —pongalé Aristóbulo—, el primero o el segundo debía ser suave y cortito: José o Luis. No iba un Aristóbulo con un Eusebio o un Policarpo. Imagine uno que se llamara Hermenegildo Aristóbulo Bustamante: estaba condenado a repetir primer grado, ¡ufa, che!, hasta que aprendiera a firmar.
El Código Civil, incluso después de la reforma de 1969, era un dique que impedía el paso de los nombres “uruguayos”. Los orientales, desde hacía mucho, tenían los nombres en zona liberada, y se hicieron famosos muchos Yamandú, Líber o Tabaré, quizás por influencia de la religión masónica, que abomina de todo lo que huela a catolicismo. Y cuando se les descuajeringó el asunto, surgieron los Champion, los Güiner, los Pawer y muchos más.
Al desmadrarse el asunto en la Argentina, el agua corrió primero hacia el lado anglosajón, y nacieron las Daiana, los Jonathan, los Paul. Después, para cualquier lado: rusos Iván Gómez, franceses Jean Ramírez y Solange Pérez, o italianos Pietro Díaz.
Pero faltaba una vuelta de tuerca. Los padres empezaron a pensar en nombres que no tuviera nadie en la familia ni entre los conocidos. Así vinieron los Kevin, los Lleison, las Mailén, las Yessika (que toda la vida deben aclarar que es con ka) y las Yhoana, siempre con apellidos bien españoles: Bustamante, Sánchez o Carrizo.
Cuando los chicos entraban en la escuela, el problema era para las maestras: tenían una Brenda, una Brendis y una Brendha. La originalidad se terminaba ahí, cuando los padres descubrían que, en su iconoclastia, habían caído todos en lo mismo. Entonces volvieron a estirar el concepto.
Y surgieron las Sáfora, las Jael, los Miqueas y los Abdías, tomados del Antiguo Testamento, quizás por influencia de las iglesias evangélicas, con más fieles activos que los católicos, si se va a decir todo. Entretanto, las clases altas no quieren nombres tan raros, pero sí poco frecuentes: Benicio, Ciro, Renata, Almendra, Delfina, Tadeo (Tadea no, suena a vecina pobre de la otra cuadra). La gente de plata busca que no sean comunes, que vengan de Europa y que se acorten de manera elegante: Beni, Delfi, Almen.
Volviendo a las clases populares, las novelas turcas son ahora una fuente de inspiración cada vez más común. Y todavía no han llegado —o quizás sí— los cubanos como Yusleidis, Marlenis, Yunieskis o Yordanis.
La conclusión de este nuevo batallón de nombres rarísimos —y más raros que rarísimos— es que hoy son tan comunes que los verdaderamente raros son Rafael, María, Esteban o Matilde. Quizás la moda dé otra vuelta de tuerca, y dentro de un tiempo vuelva a ser común poner nombres cercanos, de los que antes se consideraban “normales”. Y se terminen los Merlín Atahualpa, como el chango de Natalia Oreiro. Qué tienen que ver, oiga.
Antes, un José Luis te duraba toda la vida. Y nadie se traumaba porque en su grado hubiera cuatro más que se llamaban igual.
Juan Manuel Aragón
A 18 de noviembre del 2025, en la Bocatoma. Esperando una paloma.
Ramírez de Velasco®



Y ni hablar de la nueva moda, que suma al continuo deterioro del lenguaje y demuestra una cada vez mayor decadencia cultural.
ResponderEliminarEsa moda es la de acortar los nombres ridículamente; Lu, Mar, Del, To, Fran, y así para todos. Muy lamentable muestra de ordinariez.