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CUENTO La hormiguita Juanita

¿Amigos?, hasta por ahí nomás

De la vez que el elefante, sin querer, de un pisotón casi mata a la protagonista de este cuento y de lo que sucedió luego


Usted las ve y cree que todas tienen que ser iguales, que no debe haber diferencias entre ellas, que son fungibles o se cambian como si fueran medias. Y no, señor, eso es lo mismo que suponer que un perro vale lo mismo que el del vecino o el del señor de la otra cuadra. Que es igual un gato u otro. Que los caballos son copias al carbónico de otros caballos que son copias de otros y así hasta el infinito. Porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
El caso es que Juanita era la más popular de todas. Por eso, entre el millón o quizás trillón que poblaba la selva, era una de las pocas que el resto conocía y llamaba por su nombre de pila. Los demás animales también la reconocían como una de las mejores, al menos la más jovial. Y la consideraban. Cuando volvía cargando palitos, hojas, pedazos de escarabajos muertos o quizás un restito de boñiga de vaca, pongalé, las guardianas de la entrada la saludaban con cariño.
Era la única que no se reía del coyuyo que les alegraba el verano con su guitarra.
— Afuera hace un tornillo que te la voglio dire, deberíamos darle algo de calor o, aunque sea un poco de comida, una camiseta para que se ponga— pedía a las jefas, dolida por la suerte del cantor de las tardes calurosas.
—¡Es un vago!, ¡es un vago!, ¡que se muera de frío afuera!, ¡si le gusta la fiesta que se embrome!— repetían sus hermanas.
—Me parece que el arte no es vagancia sino otra forma de trabajo— respondía.
Esa era entre muchos otros motivos, la razón de que las demás la quisieran mucho, aunque estuvieran en desacuerdo por su manera de pensar, un poco liberal, digamos.
Por eso llamó la atención la respuesta del elefante cuando el león lo agarró para retarlo, la vez que sucedió aquel incidente desagradable,
¿No sabe lo que sucedió? Bueno, le cuento. Resulta que ese día, Juanita venía de lo más pancha por su caminito. Silbaba su melodía preferida. ¿La conoce?
—¡Firiú fifiufuuu!
Todo bien, ¿no? De repente al elefante, que andaba por ahí almorzando, se le ocurrió correrse un tranco para alcanzar un pastito que estaba justo en el caminito por el que venía ella con su carga, su silbo, su melodía y su eterna e inoxidable simpatía a cuestas.
Diga que la aplastó. Pero solo un momentito.
Quedó hecha pupa, descuajeringada, medio muerta y medio viva, a los puros “¡ay!”.
Al rato llegó la ambulancia con los respectivos camilleros, haciendo sonar la sirena, a todo lo que daba, mientras las demás se apartaban a su paso.
—¡No la muevan, no la muevan! — pedían algunas.
—¡No se amontonen, delén aire! — decían otras.
Ninguna creyó que sobreviviría a semejante accidente.
La llevaron al hospital para que la atiendan los médicos. Le pusieron clavos, tornillos, un yeso con el que tuvo que aprender a caminar de nuevo. Primero estuvo en terapia intensiva y después la tuvieron varios meses internada en una sala común. Cuando llegó, sus seis patas estaban afectadas, las antenas maltrechas y por la panza le salía un líquido medio amarillento. Gracias a la habilidad y la sapiencia de los cirujanos, la paciencia de las enfermeras, los remedios que le consiguió la obra social, el aguante de los parientes y amigos y —digámoslo porque corresponde— las enormes ganas de vivir de Juanita, luego de poco menos de un año estuvo de nuevo lista para seguir trabajando. Cualquiera hubiera creído que con semejante accidente no iba a contar el cuento nunca más o que se le iba a agriar el carácter. O que, de última, iba a pedir que la indemnicen y la jubilen. Pero ahí estaba, vivita y coleando, alegre y feliz como siempre.
Pidió la reincorporación y se la concedieron.
Pero, entretanto se curaba, se había reunido el Consejo de Ancianas. Analizaron la cuestión con calma, sin apuro, en reunión plenaria. Digan lo que quieran de ellas, pero laburan año redondo, no tienen siesta ni fiesta. Y todo lo hacen con serenidad, sin prisas vanas, sin los frívolos apuros nuestros, que somos capaces de no ir a nuestro propio casamiento por salir de parranda con los amigos.
En la reunión hubo quienes reclamaron que se envíe una formal declaración de hostilidades al elefante, la guerra, en una palabra. Otras, más moderadas, pidieron que se le haga una reconvención, que se lo cite para decirle lo que pensaban de su descuido. La mayoría se inclinó por la solución más sensata: enviar una delegación para que hablara con el león y expusiera el grave caso de Juanita, para que actuara como corresponde. Digamos, prefirieron seguir la vía jerárquica.
—Pero si el asunto se repite, ¡vamos a la guerra!— tronaron las revolucionarias.
—Sí, no hay problema— respondieron las otras.
Total, era poco probable que hubiera otro roce con el elefante.
Ya en la corte del rey una fue la lenguaraz.
—Venimos a pedirte por Juanita—le dijo.
—Qué le ha pasado a mi amiga—respondió el león.
—El elefante la ha pisado.
—¡Eh! ¡bárbaro!, ¿cómo ha sido?, cuenten che.
—Tranquila venía con su hojita, sin molestar a nadie, vos sabes lo buena que es, y el muy maula la ha pisado.
—¿Se ha muerto?
—Gracias a Dios no. Pero ha estado grave, internada en terapia intensiva, con tubos por todos lados, la hemos tenido varios meses enyesada. Y al principio, por unos días creímos que de esta no zafaba.
—¿Al final cómo ha quedado?
—Bien, bien. Muy bien. Hace un mes caminaba medio renga, pero ahora anda normal. La ves y no vas a creer que esté tan bien. ¡También!, se ha matado haciendo gimnasia con el quinesiólogo, primero andaba en silla de ruedas, luego con muletas, después con bastón y ahora ya camina lo más bien. Es la misma de antes, si la ves, no vas a creer que ha tenido semejante accidente.
—Es que ustedes tienen buenos médicos.
—Los mejores especialistas.
—Y digamén, ¿qué andan queriendo?
—Que lo retes al elefante y le digas que camine con más cuidado porque la próxima lo vamos a hacer cagar si se sigue tirando de malevo. Que le avises también que la selva no es solamente de él. Y que no le pedimos que nos indemnice, solamente porque no tenemos testigos de lo que pasó.
—¿Ustedes están seguras de que ha sido él?
—Segurísimas.
—Entonces demandenlón.
—¿No te estamos diciendo que no tenemos testigos?
—Bueno, no se enojen che, quedensé tranquilas, dejen todo en mis manos, ya va a ver ese desaprensivo cuando lo agarre.
—Decile también que no se vuelva a meter nunca más con ninguna de nosotras porque vamos a hacer que entienda, ese atorrante, cuántos pares son tres botines y que el agua no se masca.
—Vayan nomás. Yo lo arreglo.
—Dejamos todo en tus manos. No nos falles.
—¡Pero!, vayan tranquilas, no sean tan quisquillosas, che.
Volvieron más aplacadas. Refirieron palabra por palabra la conversación en un informe que luego se fueron pasando de mano en mano. Y regresaron al trabajo satisfechas, sabiendo que, si el Rey de la Selva se había comprometido a hablar por ellas, iba a cumplir su palabra.
Y un día, el león lo halló al otro medio de la selva.
—Hola, elefante, qué cuentas.
—Aquí andamos, bien, ¿vos?
—También, tranquilo como agua de pozo.
—Me alegro.
No le iba a decir nada, pero de pronto se acordó de la entrevista de las amigas, entonces le largó:
—Che, tengo algo que preguntarte.
—Preguntá nomás.
—Por qué le has hecho eso a Juanita.
—¿Juanita?, ¿qué pasa con ella?
—Vos la has pisoteado.
—¿Qué yo qué?, ¡estás loco de remate vos! Si es un pan de Dios. Además somos amigos.
—Vos la has pisoteado. No te hagas el tonto.
—No, en serio, yo no la he pisado. No tengo nada en contra de ella, siempre nos saludamos muy bien.
—Vos la has pisado, te repito, no te hagas el tonto porque te puede ir mal.
—¡Te digo que no, chango!, se habrán confundido con otro, capaz que ha sido el rinoceronte.
—Has sido vos, reconócelo.
—¿Al búfalo no le has preguntado?, capaz que sin darse cuenta ha hecho macanas.
—No lo niegues, no me hagas enojar. Ha venido una delegación para reclamarme. Me han mostrado las radiografías, las tomografías, los análisis y lo que han gastado en las operaciones que le han tenido que hacer a la pobre Juanita.
—Pero eso lo puede inventar cualquiera. Te digo que no he sido.
—Dejá de mentir, chango. Saben perfectamente que vos has sido el culpable. A mí no me quieras meter el perro.
El elefante, viéndose perdido, dice:
—¡Y bueno!, ¡y bueno!, ¡ella también!, ¡para qué empuja!, ¿ah?
Vea usted la respuesta del elefante. Semejante animal quejándose porque Juanita, que es así de chiquita, lo había pechadiado, como quien dice. Una tontería la excusa del trompudo. Pero ya se sabe, entre los grandes animales del bosque hay una especie de camaradería implícita. Como si se tuvieran recelo, porque si se arma lío puede ser que uno u otro ganen la pelea, pero suelen quedar todos maltrechos. Además, para que uno lo ataque al otro tiene que haber mucha hambre en el bosque, algo que sucede en tiempos de sequía o de inundaciones. O tenerse mucha rabia, como los leones y las hienas, que no se pueden ni ver. Si no, acuerdan pactos de no agresión. Vos no te metes con lo mío yo no me meto en lo tuyo, dicen. Este era un caso difícil y todo quedó ahí nomás.
La cosa es que la vida del bosque siguió marchando. Cada uno ocupándose de sus cosas, como siempre, los monos en las lianas, las cebras corriendo de aquí para allá, los chanchos hozando y tratando de andar siempre sucios para no adelgazar, las catitas fabricando nidos en lo alto de los quebrachos, los yañarcas asustando a los caminantes desprevenidos.
Un buen día, Juanita venía por el camino trayendo una hojita, cantando sus dulces canciones, alegre y feliz como siempre.
—¡Firiú fifiufuuu!— silbaba.
El elefante, que andaba cerca, la alcanza a ver y le pega el grito:
—¿Así que vos eras la picarita que me ha hecho quedar mal con el Rey de la Selva?, ¡ya vas a ver tu atorranta!, ¡sinvergüenza!, ¡caradura!, ¡descarada!
Muy enojado estaba. De todo le ha dicho.
—Yo no he hecho nada, Elefantito, han sido las ancianas las que han ido con el cuento al León.
Pero al otro le había agarrado mucha rabia. Y la pisó.
—¡Paf! — sonó contra el piso como un golpe seco, cortante, afilado.
De tal manera que quedó hecha una estampilla contra el suelo. Finada, es decir muerta, lo que se dice redonda. completa y totalmente cadáver. Aplastada, quedó finita como hoja de papel, contra el suelo. Casi irreconocible. Parecía un mazacote. Una porquería, cómo será, que la velaron a cajón cerrado para no dar espectáculo a los parientes que fueron a saludar a los deudos. Parecía que le había pasado por encima una aplanadora gigante.
Le dieron cristiana sepultura, como corresponde.
Las demás quedaron asombradas por lo que había ocurrido. Al hacer la reconstrucción del crimen, se dieron con que había huellas del elefante que andaban de aquí para allá. Hasta que se detenían en un claro del bosque. Luego había una pata, la de la vil felonía, estirada y, ¡buuummm…!, el rastro claro del pisotón aleve. Traidor. Abuso. Una cosa de no creer, vea.
Fue un asunto fácil para las investigadoras policiales. El elefante la había matado de puro gusto nomás, por hacer daño. Llegaron a la conclusión de que el móvil para matarla había sido la venganza por el bochorno pasado con el león.
Después de las exequias, fueron a dar cuenta a la Asamblea de Ancianas, reunida para tratar esta grave cuestión. Había que dar un corte definitivo para que no se repitieran estas historias.
Esa vez primero hablaron las prudentes. Intentaron calmar las aguas, no pasar a mayores, como se dice:
—Tenemos que ir a ver al león para que lo rete de nuevo al grandote. Después de la segunda advertencia ya podemos tomar cartas en el asunto personalmente. No nos conviene iniciar hostilidades contra el elefante, que tanta boñiga nos da de comer todos los días— dijo una de las más viejas.
Luego, hablaron las menos prudentes:
—¿Y si vamos nosotras nomás y lo charlamos un poco para que no vuelva a hacerlo?, es buen tipo, siempre fue amigo nuestro, capaz que por ahí discutieron con la pobre finada y discusión va, excusa viene, se fueron a las manos. Ustedes han visto como es, una palabra trae la otra, luego otra y otra más y llega un momento en que la situación se sale de control...
Después fue el turno de otras, menos juiciosas todavía:
—Una de nosotras debería retarlo a duelo y matarlo.
—¿Cómo es eso, che? — les preguntaron.
—Tenemos que agarrar a la que pique más fuerte de todas nosotras, a la más pulsuda, a la mejor entrenada y mandarla a pelear con ese sotreta.
Y capaz que esta moción triunfaba, porque se saben bravas. Pero les saltaron a la yugular, como quien dice, las fanáticas:
—Qué león, qué duelo ni qué ocho cuartos. Tenemos que ir a la guerra. ¡Guerra a muerte al elefante maldito!
—¡Nooo!, miren que es un bicho muy grande, de un soplido nos barre— advirtieron alarmadas las otras.
—Qué nos importa, nosotras somos trillones. Ya va a ver ese, cuando lo agarremos, lo vamos a malmatar— se envalentonaron.
—¿No será mucho? — dijo una prudente de la primera hora.
—Qué mucho ni qué niño envuelto. Nosotras somos más y también tenemos nuestra honra que defender.
—Pero, miren que hay que tener una tropa bien entrenada y pertrechada.
Las más compadronas convencieron al resto de la asamblea.
Y se armó la gorda.
Esa vez primaron el coraje, la temeridad y —por qué no decirlo, la insensatez— por sobre la cordura y la discreción, que siempre han sido prenda característica de esta especie. Y la sabiduría, ¿no?, porque siempre han estado al margen de los dimes y diretes del bosque y tienen una organización parecida en todo el mundo, una forma de gobierno que desde afuera puede parecer autocrática, pero que permitió, como se ha dicho, que sobrevivieran durante millones de siglos sin cambiar la esencia de su ser, siendo fieles a sí mismas. Dicen que cuando no quede un solo hombre sobre la Tierra, ellas seguirán existiendo, comiendo nuestros restos y después —por las dudas— dando cuenta de los gusanos también.
Empezaron los preparativos para ir a la guerra. Formarían un ejército de tres millones de soldados divididos de la siguiente manera:
a) ala izquierda,
b ala derecha y
c) centro.
Establecieron un orden jerárquico también. Primero debían responder a la voz de mando de un general en jefe designado entre todas. Después seguían los coroneles y sargentos. Y al final, como un enorme ejército, tipo soviético pongalé, con las obreras, que serían la carne de cañón del combate, como siempre.
¿Plan de batalla, pregunta? Sencillo, perseguir al elefante a como diese lugar por toda la selva, esperar que se acueste a dormir y cuando esté echado, subirse encima y picarlo hasta que se muera. Calculaban que una multitud tan numerosa, lo mataría de dolor en apenas unos segundos.
A la madrugada del día señalado, se reunieron en formación de batalla. Cada ala con sus jefes, dando las órdenes para que todas cumplieran perfectamente su misión. Estaban las encargadas de pasar los partes de guerra con su clarín, las abanderadas, las porta—estandartes, las encargadas de los tambores, las que transportaban las vituallas, las enfermeras, en fin, el personal que hace falta para entrar en una batalla. No sería difícil que acataran lo que se les mandaba, sabido es que no hacen otra cosa más que obedecer, desde que nacen hasta que se mueren. Es características de estos regímenes, que se cumple una sola voz de mando y se actúa como si el mundo fuera cuadrado y no tuviera matices ni colores, el blanco y el negro son los únicos que se permiten.
La selva vivió ese día un vaivén de tres millones de individuos siguiendo a uno solo por todas partes. El elefante comía un pastito por aquí, seguía unos pasos más adelante, volvía a ramonear donde había estado antes, se desplazaba hacia un costado, luego hacia el otro, caminaba una legua para allá, otra para el otro lado. Se cruzaba con un jabalí, conversaban un buen rato. Mientras, el enorme ejército avanzaba y retrocedía a su compás.
—¡Avancen!, ¡retrocedan!, ¡a la izquierda!, ¡derecha, dré!
Así toda la mañana.
A la siesta, de repente el elefante bostezó:
— ¡Aaahhh…!— dijo.
Entonces supieron que la hora se acercaba.
Buscó un claro en el bosque, se desperezó, se estiró bien y con la panza llena se acostó a dormir la siesta.
¡La hora de la verdad había llegado!
Avanzaron a toda velocidad, cruzaron por encima de un tronco caído, rodearon un gran árbol que estaba en el camino corrieron por el claro de la jungla, se le subieron encima al mismo tiempo y empezaron a picarlo con toda la furia. Sin piedad. Sin dar ni pedir cuartel. Todo el cuerpo del bicho se puso colorado, como si de repente se hubiera tapado con una sábana de ese color. Eran ellas, furiosas, decididas a tomar venganza por la muerte de la pobre Juanita.
Pero, usted habrá observado, amigo, que los elefantes tienen un cuero así de grueso, como de veinte centímetros. Para peor durísimo, un fierro es. No le dolió nada, apenas sintió un leve escozor en todo el cuerpo. Se levantó despacito, notó que tenía cada centímetro del cuerpo cubierto con las bravas, pisó fuerte con una pata, luego con la otra, la otra y la otra:
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
Cayeron todas al suelo.
Menos una que quedó prendida del cogote. Allá arriba, enrabiada, única esperanza de toda la colonia
Desde abajo, las camaradas le gritaban con desesperación:
—¡Ahorcalo!, ¡ahorcalo!
©Juan Manuel Aragón

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