Amapolas, cultivo prohibido |
Esto le sucedió a un hombre que tenía una afición desmedida por los gallos
Un año descubrimos que el tío Vichi había hecho desmontar media hectárea del campo de mi abuelo, cerca de la casa, pero por un camino que casi nunca usábamos. Dijo que quería sembrar maíz pishinga para los gallos de riña. Como el abuelo, la abuela, mi madre y las tías se opondrían y no quería andar peleando con nadie, dejó el proyecto sin terminar.Con la que menos quería discutir era con mi mamá, que lo tenía cortito para que no se mande macanas, como la vez que quiso cambiar una camionada de leña para panadería que traían del naciente, por el Bonora, el parejero preferido del abuelo. “Decime infeliz, para qué quieres la leña, si no sabes amasar ni para hacer un bollo”, le averiguaba, enojada, mi madre. “Pensaba que por ahí podría empezar a iniciarme en el rubro del pan francés y los bizcochitos”, respondió. Mi mamá contaba después que por un pelito se salvó. “Le iba a desatornillar la cabeza de un solo cachetazo”, advirtió.¿Por qué no había hecho el desmonte a continuación del cerco grande?, porque el abuelo lo usaría para sembrar lo de siempre, maíz, anco, sandías, melones. Y quería un espacio exclusivo para él, para la comida de sus gallos.Cuando se ponía filosófico decía que los gallos propiciaban la unión familiar. “Aquí hay tres diversiones posibles para los hombres, beber, los gallos y pelear con la mujer, si sacan una, hay más posibilidades de que se pongan violentos y crucen palabras con la doña”, calculaba.
La cuestión es que estaba tan a trasmano su terrenito, que era difícil llegar con el arado de mancera, mucho menos con el tractorcito de la casa. Ese espacio abierto en medio del bosque era tan sospechoso, que pasamos a llamarlo el campito de amapolas del tío Vichi, como si hubiera sembrado algo ilegal.
Pero como no se lo cultivaba, al tiempo se hizo un polear tremendo, a los tres años crecían puras breas que, con sus espinas desnudaban al cristiano que intentaba cruzarlo. Y recién a los 10 años empezó a retomar su fisonomía de bosque santiagueño hecho y derecho. Pero ya no importaba porque lo habíamos olvidado debajo de una montaña de otros recuerdos que se iban acumulando en ese tiempo.
Alguna vez le hablaré mejor de aquel tío que aparecía y desaparecía del pago cada tanto. Era mujeriego, tomador, jugador, un maestro en la taba y también un lector voraz y con provecho, porque tenía un vocabulario rico, florido, simpático. Los gallos y las morochas eran sus grandes amores, pero puesto a elegir decía que se quedaba con “los bípedos plumes”, y luego nombraba a alguna que lo había dejado en el camino, como hacían todas, por otra parte, hartas de ese loco, capaz de cambiarlas por un gallo brasileño, ganador acreditado, como lo acusaba la Mabel, una chica buena que se agenció y luego huyó espantada.
Un año que mi abuelo juntó algo de plata, decidió agrandar los límites del cerco primigenio: contrató hacheros en el pueblo vecino, midió el terreno que trabajarían y dejó intocado el campo de amapolas. Nunca supimos si era porque el trabajo se encarecería por lo arduo de aquel bosque apretado o para llevarle la contra al tío Vichi.
Cuando volvió de una de sus andanzas y descubrió que justo en su lote de maíz pishinga seguía creciendo un bosque impenetrable, se largó a reír a las carcajadas. Esa noche estuvo alegre en la cena. A la madrugada llovió, pero ya no estaba en la casa. El agua tapó sus rastros, por eso no supimos que rumbo tomó. Y no lo volvimos a ver nunca más.
Luego, como le conté, siguió creciendo la maraña de recuerdos, uno más grande que el otro. Éramos una familia ensamblada, pero de las de antes: vivíamos en la casa de los abuelos con los padres y las tíasy los primos y los entenados y los agregados juntos, pero no entreverados, y cualquier tía le daba un coscorrón a un sobrino que se portaba mal, porque no había eso de “este hijo es mío y aquel es tuyo”. A veces una se olvidaba del nombre de los propios porque el chicaje siempre andaba mezclado.
Muy de vez en cuando alguien volvía de la ciudad contando que lo había visto al tío Vichi, pero el abuelo trancaba la conversación o cambiaba de tema, hasta que un buen día sacamos cuentas de que hacía como diez años no había noticias de él.
Para eso el abuelo había muerto y quedábamos pocos en el viejo sitio, la mayoría de los hermanos, los primos, estaba viviendo en el pueblo o trabajando en la ciudad. Con sus achaques, la vieja casa seguía siendo la misma, amplias galerías y plantas grandes de lapachos, tarcos, dos olivos, una parra e higuera protegiéndola del calor. Y bajo un paraíso grande se terminaban de podrir las maderas de las jaulas de los animales del tío.
Nunca más nadie hizo topar los gallos en casa, como cuando el abuelo se iba a la ciudad y se armaban unas fiestas de chupandina, música, baile, asado y mujeres de mala fama del pueblo. Al menos los sobrinos, lo seguimos extrañando al tío, si lo ha visto por ahí, cuéntenle que el abuelo se fue para Villa Antarca así que es poco probable que se lo tope por aquí, a menos que se haga fantasma. Pídanle que vuelva.
Lo perdonamos.
©Juan Manuel Aragón
Aquí amapolas un visionario ..lo bello que es tener esa visual y como son de buscadas !! Que libre tu tío
ResponderEliminarUn placer leerte como siempre Juan Manuel
Arq lopez ramos maria
Muy buen relato Juan. Me trae a la memoria las vivencias de todos los lugares del interior en los que me ha tocado trabajar. Riñas, tabeadas y truqueadas de boliche, además de las cuadreras y las celebraciones patronales, han sido siempre las diversiones y pasatiempos que de alguna manera ayudan a nuestra gente de campo a matizar el sacrificio de la labor campestre de surco, hacha y laboreo. Reflexionando sobre el tema, y especialmente sobre las riñas, es fácil para el ciudadano activista conservacionista protector, que trabaja de 8 a 5 desde una oficina aclimatada y que goza de todas las diversiones, espectáculos, y modos de esparcimiento que ofrece la vida de ciudad, decidir que varias de esas costumbres deban eliminarse para protección de los animales.
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