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Pobre náufrago |
Una reflexión sobre cómo la búsqueda de gozo lleva a consumir la vida, pero nos deja a la deriva en un océano sin faro
La felicidad, ese anhelo antiguo que prometía plenitud, ha sido el motor de innumerables gestas y tragedias. En su nombre se alzaron banderas, se trazaron fronteras y, no pocas veces, se derramó sangre. Porque la felicidad de unos, en su voracidad, a menudo se nutre de la desdicha de otros. Alguien, en algún rincón del mundo, mueve los engranajes del contento ajeno, y en ese girar frenético no hay sosiego, sino un eco de dolor.Con el tiempo, los herederos de esa quimera abandonaron la felicidad como meta inalcanzable. En su lugar, abrazaron la diversión, un refugio más ligero, más inmediato. Llegaron los años 80 y 90, cuando la vida se midió en una dicotomía simple: divertida o aburrida. Nadie, por supuesto, quiso quedarse en el tedio. El jolgorio, las risas, la música atronadora y las luces titilantes se coronaron como el nuevo fin del hombre. Ya no se buscaba la felicidad, que se sabía esquiva, sino el aturdimiento fugaz de una fiesta que durara hasta que las velas se apagaran.Pero en las grietas de ese frenesí, una palabra antigua comenzó a colarse, sigilosa, en el lenguaje y las vidas: disfrutar. No es solo gozar, nos dice la etimología, sino "hacer propios los frutos" de algo, saborear plenamente lo que se tiene al alcance. Y así, el mundo giró otra vez. Nadie vino ya a ser feliz ni a divertirse, sino a disfrutar: de la casa, del auto, de la pareja, de las vacaciones, de los hijos, de la comida, del amor, de la risa compartida o del silencio propio. Disfrutar suena a un acto íntimo, a morder el fruto maduro y dejar que su jugo se derrame en la boca, sin ofrecerlo a nadie más. Es un placer que, en su esencia, puede volverse solitario. El abuelo que "disfruta" de sus nietos teje complicidades secretas, pero ese gozo es suyo, intransferible, como el sabor que guarda el paladar.
Sin embargo, este disfrute, tan personal, tan inmediato, revela una sombra. Es un acto que, al centrarse en el yo, puede olvidar al otro. Comer el fruto implica, a veces, dejar el árbol desnudo. Y el hombre moderno, atrapado en su vorágine de sensaciones, se encuentra a menudo solo, masticando su bolo de placer en un mundo que exige siempre más. Porque el mundo moderno no se conforma con los frutos: quiere el árbol entero, el huerto, el cielo que lo cubre y, de ser posible, las estrellas.
Y aquí yace el dilema del hombre sin ancla, del que navega un mar sin orillas, preguntándose para qué existe en un mundo que ha olvidado a su Creador. Sin un Dios que dé sentido al latir del corazón, busca en lo externo —en las cosas, en los sentidos, en el vértigo de lo efímero — una chispa de plenitud. Pero los frutos se agotan, las fiestas se apagan, y el alma queda a la deriva, buscando un rumbo que no encuentra.
Si esto fuera un púlpito, diría que el retorno a lo trascendente, a los valores que anclan el espíritu, podría calmar esa sed. Pero esto es solo un rincón del vasto océano virtual, un destello entre millones de luces titilantes. Así que, nada de sermones, oiga el consejo de un pobre náufrago: aférrese a la tabla que encuentre, reme con las fuerzas que todavía le queden. Y si llega a una orilla, a cualquier orilla, hombre dichoso, no se olvide de largar una piola a los que aún nadamos, buscando un faro en la tormenta o vaya a saber qué.
Juan Manuel Aragón
A 15 de julio del 2025, en La Fragua. Asando un pichi.
Ramírez de Velasco®
Pensar razonar tener amigos y independencia económica
ResponderEliminarEn su libro "El Milagro de la Luna Creciente" G.K. Chesterton sugiere que «Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que crean en nada, sino que empiezan a creer en cualquier cosa». Es el amplio mar sin costas y sin faro.
ResponderEliminarAcabar con la espiritualidad ha sido la principal estrategia del socialismo (la religión es el opio de los pueblos),, tomada luego por el postmodernismo, que junto con la destrucción del núcleo familiar les ha permitido penetrar con todas las ideologías que hoy se han convertido en nuevas religiones con nuevos dogmas de fe.
Desde las escuelas se implementaron programas para adoctrinar a los alumnos, reducir las exigencias e inculcarles que todo tiene que ser "divertido". Los resultados de una sociedad que ha abandonado los principios y valores cristianos en que se ha fundamentado la cultura occidental están a la vista.