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AUTOPERCEPCIÓN La realidad pide disculpas

El impacto de la realidad líquida sobre la iliquidez de la realidad

Las cosas pueden cambiar cuando la sociedad cree que es verdad todo lo que imagina como ideología

La moda de la autopercepción comenzó quizás mucho antes de lo que se supone, con un chascarrillo. En 1993 Enrique Eslovani, al parecer un nombre ficticio, presentó un libro: “El pensamiento vivo de Carlos Menem. Pensamiento estratégico para un segundo período”. El chiste era que el libro traía todas sus páginas en blanco, en alusión a la poca cultura del Presidente de la Argentina, que llegó a decir que leía a Sócrates, un filósofo de la antigüedad griega que posiblemente fuera analfabeto.
En algún punto de la modernidad líquida —quizás en la intersección de un posgrado con un espejo— surgió una doctrina según la cual la percepción individual no solo define la identidad, sino que altera la sustancia misma del mundo. Sus adeptos eran profesores universitarios, es decir, charlatanes con bibliografía. El movimiento nació con un manifiesto solemne, El Yo como fuerza tectónica, en el que se afirmaba que “toda experiencia material no es más que la cortesía que la realidad tiene con nuestras expectativas”. La frase resultó tan rotunda que nadie se atrevió a entenderla.
El supuesto texto de Menem era la nada misma, pero en el fondo quizás hasta al propio Menem le gustara la vuelta que había hallado su autor para situarlo correctamente del lado de los que creían que la política era apenas una referencia, mientras él pensaba en otra cosa. Ese libro tal vez fuera percibido por los lectores como un tratado de Ciencia Política o, más todavía, una guía de acción para la puesta en marcha de políticas pragmáticas, fueran cuales fueren.
El primer experimento fue inmediato. Un joven doctorando se autopercibió genio y envió su tesis en blanco. El jurado, temeroso de parecer obtuso ante tanto minimalismo, la aprobó por unanimidad. La tesis fue publicada, comentada y citada en círculos que la consideraban “una crítica radical al concepto de contenido”. Lo era. Otro decidió autopercibirse inmortal. Murió al tiempito nomás, pero sus colegas insistieron en que su cuerpo no había sido informado de la nueva condición ontológica. Instalaron una placa en su honor: “Aquí yace quien no aceptó yacer y por lo tanto no yace”.
Eslovani, sin proponérselo, terminó inaugurando toda una corriente de pensamiento académico basada en la duda sobre lo obvio: si la realidad existe o simplemente está mal comunicada. A partir de ahí, habría tantas realidades como individuos, lo que en alguna medida es innegable. Lo que sucedió después lo saben todos. Un grupo pequeño de gente quiso imponer sus propias percepciones por encima del resto de la sociedad. “El pensamiento vivo”, o su autor, fue un pionero.
La doctrina creció. Gente con deudas se percibió solvente, gente sin talento se percibió artista y gente con poder se percibió víctima. El éxito fue inmediato, sobre todo en política. Los hechos comenzaron a ser considerados de mal gusto. La verdad, una forma de violencia. La lógica, un residuo patriarcal. La realidad, una falta de imaginación. Los periódicos, adaptándose, reemplazaron las noticias por declaraciones de percepción. Así, el clima dejó de depender de los satélites y pasó a ser una sensación térmica, o lo que es lo mismo, el estado de ánimo colectivo: si el país se sentía soleado, el parte meteorológico lo confirmaba.
Se sabe que Eslovani incluso intentó inscribir la idea para que nadie se la robara. No lo dejaron: era demasiado. El libro, que algún coleccionista debe lucir todavía en su biblioteca, tiene 59 páginas, una por cada año de vida de Menem, y es comparable (o un plagio, si cabe la palabra) a otros libros en blanco como Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el marxismo y nunca se atrevió a preguntar, de Leszek Kołakowski.
El único disidente fue un matemático que insistía en sumar los días como quien cuenta cadáveres. “La autopercepción no cambia la realidad —dijo en la televisión—, solo cambia la manera en que se la niega”. Y el público lo abucheó por retrógrado. Años después, cuando la civilización colapsó por exceso de autoestima, los pocos sobrevivientes redescubrieron el verbo ser. Lo hallaron en un viejo diccionario. Hubo algunos que intentaron autopercibirse lectores para comprenderlo, pero no hubo caso: el lenguaje, ingrato, seguía exigiendo sentido.
Una crítica más o menos seria del libro de Eslovani podría decir que no tiene contenido textual en sus páginas principales, solo una breve introducción irónica que lo presenta como un “homenaje” al pensamiento del presidente Menem. Esta introducción, escrita con tono sarcástico, prepara al lector para la broma: la ausencia de texto simboliza la supuesta vacuidad de las políticas y discursos menemistas. 
Es de tapa blanda, con un diseño minimalista que refuerza el chiste. El título completo es grandilocuente, imitando los nombres de tratados políticos serios, lo que amplifica el contraste con las páginas vacías. El número de ISBN es el 9789879952306, (gugleado oportunamente), lo que permite rastrearlo en catálogos internacionales y librerías de segunda mano.
Se dice que los últimos fieles del movimiento siguen repitiendo, frente a los escombros: “Esto no está pasando”. En una de esas tienen razón.
Pero es su versión del desastre.
Yo tengo otra percepción.
¿Y usted?
Juan Manuel Aragón
A 28 de octubre del 2025, en Monterrico de los Vizgarra. Mirando la luna.
Ramírez de Velasco®

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