Uno de los niños del Llullaiyaco |
“Estos son cuerpos conservados por una serie de detalles que quizás sus bestiales homicidas no tuvieron en cuenta cuando los asesinaron”
Los norteamericanos son especialmente comedidos con los sospechosos de un crimen. Casi siempre obtienen sus confesiones por las buenas, no se permiten sopapearlos, maltratarlos, hacerles el submarino, azotarlos, esas cosas y, mucho menos, usar la picana eléctrica, para lograr que canten. Al menos es lo que se ve en las películas y en las series de la televisión.Con la historia sucede algo parecido. Saber qué comían, cómo se vestían, cuáles eran las costumbres de los pueblos antiguos, es tarea que lleva años de investigaciones, descubrimientos, marchas, contramarchas, discusiones. El acuerdo entre los historiadores es tratar con el debido respeto a la gente del pasado.Lo único que no vale en la ciencia, por más que eso ayude a llevar adelante sus conocimientos es, igual que en el fútbol, agarrar la pelota con la mano. Muchas investigaciones médicas exitosas y fracasadas, habrían sido resueltas antes, si se hubiera experimentado con humanos. Hay protocolos que imponen primero hacer experiencias con animales, observar sus reacciones con cuidado y después sí, intentar con gente.Los antiguos pueblos de América, a pesar de gozar, en muchos casos, de avanzados conocimientos y vivir en civilizaciones más o menos organizadas, eran muy sanguinarios y feroces, no solamente con los enemigos sino también con sus propios paisanos. Ofrecían sacrificios humanos a sus dioses, y muchas veces eran niños inocentes sus víctimas propiciatorias. Oiga, primero los drogaban y luego los enterraban vivos para complacer a sus bestiales dioses.
A veces esos rituales se hacían en altas montañas, lejísimos de los lugares de origen. Imaginen el terror de esos chicos que no sabían nada de religión, dioses, ritos, cuando los llevaban en un larguísimo y extenuante viaje, a morir de una manera brutal: asfixiados bajo tierra, en un lugar desconocido, quizás sin su madre cerca, sin sus amigos, sin sus juegos. Como el cabrito que sin saber que luego será degollado, se acerca a los pies del carnicero que, mientras lo mira, calcula su peso, la grasa de los riñones, el sabor de las costillas.
Los conquistadores españoles pusieron rápido fin a estos feroces rituales cristianizando a los indios a todo vapor, antes de que siguieran no solamente matando chicos, sino comiéndose los unos a los otros, a veces luego de engordarlos o conservarlos vivos en especies de zoológicos en que encerraban a los vencidos, como en Méjico.
Cientos de años después, en una expedición financiada por una revista de geografía y el gobierno de Salta, se desenterró a tres de aquellos chicos, que estaban en un alto cerro, el Llullaiyaco, los bajó y los llevó a la capital para estudiarlos, según dicen. Al parecer, su muy buen estado de conservación, en una tierra seca y helada, posibilitó grandes avances en el conocimiento, no solamente del ritual por el que fueron asesinados sino también de su modo de vida.
Los científicos agarraron la pelota con la mano para meter un gol. Profanaron tumbas de chicos inocentes para, con el estudio de sus cuerpitos, sus posiciones, sus vestimentas, averiguar asuntos que, de otra manera hubieran tardado muchos años en saber. Cachetearon al preso para sacarle información y como no quería entregarla, luego lo bolsearon, lo picanearon, le abrieron las uñas con odio hasta que, gritando de dolor, vomitó lo que sabía.
Estudiaron sus estómagos para saber lo que habían comido, es decir, no solamente profanaron su tumba, sino que fueron más allá, en nombre de la ciencia, abrieron sus cuerpos para averiguar el régimen de comida de los incas, estudiaron sus vestimentas, analizaron cada centímetro de los cadáveres buscando detalles que —va de nuevo— de otra forma quizás habrían tardado varios años más en saberse.
Estos son cuerpos conservados por una serie de detalles que quizás sus bestiales homicidas no tuvieron en cuenta cuando los asesinaron, el aire seco, la falta de humedad, la altura, el frío, la ausencia de depredadores. Distinto es el caso de las momias egipcias, que querían conservar su propio cuerpo y esconder en su tumba algunos o todos sus tesoros, con la esperanza de que le sirvieran en la otra vida.
Estos eran niños que fueron sacados de sus casas y llevados a cientos de kilómetros para ser muertos y conseguir el favor de dioses malvados, quizás la Pachamama, a la que reverencian hoy como si fuera un ejemplo a seguir por otras religiones.
El gobierno de Salta ha gastado una ponchada de plata en construir una morgue especial para estos cadáveres, con una temperatura y humedad parecida a la del cerro del que salieron, científicos que trabajan todo el día investigando a estos chicos, aparatos y chirimbolos quizás muy costosos de mantener. Pero los cuerpos han empezado a podrirse, más que nada porque es imposible copiar exactamente las condiciones del cerro que los mantuvo incorruptos durante varios siglos.
Quizás ha llegado la hora de que los devuelvan al mismo lugar del que salieron o los entierren en otra parte, aunque se terminen de descomponer. Dejar de manipular esos cuerpitos de inocentes infantes peruanos sería una buena manera de mostrar respeto por los muertos. Alguien debería mostrar la valentía necesaria para dar por terminada la morbosa investigación científica y devolver esos chicos a la tierra, si es que queda en Salta algo del respeto cristiano por los que no tienen cómo defenderse.
Después, si se quiere averiguar cómo vivían los indios antes de la llegada de los españoles, quizás podrían seguir buscando —y hallando— fabulosas ciudades enterradas o escondidas en medio de la selva, investigando antropológicamente a sus descendientes, estudiando antiguos documentos españoles, descifrando sus inscripciones.
¿A usted le gustaría que desentierren a su madre, a sus abuelos, para ver cómo vivían, de qué manera estaban vestidos, qué rituales se usaron el día que finaron, qué clase de dentadura tenían, qué había en su estómago, cómo cuidaban su hígado, los riñones, los pulmones?
Bueno, entonces hagamos fuerza para que no sigan manipulando los muertos de los incas. También son nuestros, qué tanto.
©Juan Manuel Aragón
Huyamampa, 4 de noviembre del 2022
Interesante artículo. Respecto de la inmolación a "los dioses" o "diosas", hay antecedentes, desde milenios, en casi todas las poblaciones del mundo. Desde los sumerios y babilonios, pasando por cananeos, griegos, romanos, germánicos, anglos, sajones, pictos, vikingos, eslavos... etcétera. Pocas culturas estarían en condiciones de tirar una primera piedra acusadora. También -bueno es decirlo- hubo miles de poblaciones que vivieron en paz, armonía, respeto mutuo, comunidad de bienes. Por mi parte, estimo interesante considerar las doctrinas o especulaciones metafísicas, que también, a lo largo de milenios, hemos acuñado los humanos, respecto de planos evolutivos que existirían luego de que nuestras almas y espíritus abandonan el cuerpo. En tal sentido, un filósofo dinamarqués, de origen alemán -Max Heindel-, considera que los niños que mueren vuelven a nacer en la Tierra poco tiempo después. Para completar su ciclo existencial en este plano del Universo. Cito debajo un fragmento de sus afirmaciones:
ResponderEliminar"Hay cierta clase que lleva especialmente una vida hermosísima: los niños. Si pudiéramos verlos siquiera, cesarían todas nuestras penas. Cuando un niño muere antes del nacimiento de su cuerpo de deseos, lo que tiene lugar alrededor de los catorce años, no va más allá del primer cielo. Porque no es responsable de sus actos, como tampoco es responsable el aun no nacido del dolor que causa a su madre moviéndose o saliendo de la matriz. Debido a ello, el niño no tiene existencia en el purgatorio. Lo que no ha sido vivificado no puede morir. Por lo tanto, el cuerpo de deseos de un niño, junto con su mente, persistirá, hasta el nuevo nacimiento. Y por tal razón esos niños son muy aptos para recordar las encarnaciones anteriores [...]
"Para tales niños, el primer cielo es una sala de espera, donde permanecen desde uno hasta veinte años, hasta que se presenta una nueva oportunidad para renacer. Sin embargo, es algo más que una sala de espera sencillamente, porque se progresa mucho durante la estada en ella."
(Max Heindel, Concepto Rosacruz del Cosmos o Ciencia Oculta Cristiana, páginas 103 y 104. 1ª edición en español, Librería Kier, Buenos Aires, 1913.)
Toda la razón en general muy buena Juan Manuel 👍
ResponderEliminarArq Maria aurora lopez ramos
Es totalmente cierto el artículo de Juan. Y justa la propuesta de devolverlos a su lugar de origen o sepultura. Son seres humanos que vivieron en una civilización 2500 años atrasada.
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