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Hombre con libros |
Cómo era, qué libros guardaba aquel cuyo nombre sería impuesto a una placita cuando finalmente se muriera
Si al Profe le preguntaban de su biblioteca, él que era todo un poeta hubiera tenido mil respuestas para dar. Podría haber dicho que era el tesoro de su hogar, la luz de su inteligencia, la flor del corazón de sus pensamientos. Miles de alabanzas o descripciones hay sobre ese lugar de la casa de uno al que uno recurre cuando está aburrido o precisa un dato que solamente se ha visto en aquel libro del que no recuerda nombre ni autor, pero sabe que lo reconocerá apenas divise su lomo entre los demás.El Profe leía las clases, dejaba una copia en la rectoría, entregaba una a sus alumnos y se guardaba la tercera para él. No lo hacía porque no supiera de qué hablaría sino porque tenía un miedo visceral a decir macanas. Que eso es un meticuloso, el tipo que, de tanto, tanto, tanto miedo, hace las cosas bien. O tal vez era un burócrata, esos que no solamente se aprovechan de los trámites, los papeles, el sellado que se deben llevar siempre a mano, sino de los que creen que es justo y necesario que la vida sea un expediente con espacios vacíos para llenar.En mi biblioteca, por caso, hay media docena de primordiales diccionarios, entre los cuales el Etimológico de Roque Barcia es el rey indiscutido, después vienen los libros de Santiago, los del norte y en la alacena, arriba de las copas y los platos viene el resto, entreverando El Capital con Mi Lucha y Arturo Jaureteche con – al decir de Ignacio Braulio Anzoátegui– ese gringo pajarón y medio avivado que era José Ingenieros a quien releo solamente para seguir detestando.
De pura casualidad fui compañero de trabajo del Profe. Cuando llegó la democracia, los que entraron no lo quisieron echar. Creían que para ser prócer de las letras santiagueñas solamente se debía acumular papeles y como el Profe tenía parvas de antecedentes en cientos de miles de carátulas, supusieron que habría un escándalo si lo dejaban afuera. Y lo enviaron a mi oficina castigado.
Porque uno no es un sistema de pensamientos y en esos estantes que ha reservado para tener a mano la erudición provinciana (usted es un aldeano, suele decir un amigo cuando quiere ofenderme), de la que hace gala de tarde en tarde, reposa el fundamento de sus gustos literarios, políticos, económicos y de la traza de una provincia perdida en el mapa de un país del fin del mundo, como ha sido bautizado de forma poco caritativa por un santón de la religión new age mundial de este momento.
Ninguno de los que le debían cientos de favores al Profe, fue a verlo en su exilio de la oficina en que se cobraban las multas que labraban en las calles de la ciudad los zorros grises, que ahora son verdes, a los automovilistas. No le dieron tarea, solamente un escritorio, una silla y toda la mañana para no hacer nada. Buscó entonces las leyes, los decretos de regulación del tránsito y se puso a hacer un programa en la radio, recitándolos como loro. Terminaba los carbónicos de la oficina de tanto usarls. Uno lo dejaba en mesa de entradas, otro para que quedara en la radio, otro para el secretario, otro iba a tránsito y el último para él.
Varios textos antiguos piden su turno para ser releídos, algunos comprados en esas instituciones del saber antiguo que hay en Buenos Aires, las librerías de viejos, en medio de otros más modernos y con tapas plastificadas que seguramente no han de durar lo mismo que aquellos, simplemente porque lo nuevo no está hecho para durar. Y lo mismo que los autos, el motor de las nuevas ideas se gasta rápidamente y pasa de moda y no permanece, no como aquello que se impuso hace cien años o más, que sigue teniendo valor, como un Ford T que fuera o fuese.
Después la vida lo llevó por otros caminos, siempre con su maletín repleto de papeles que acreditaban su amor por ellos, como una autofagia externa, si eso es posible. Al final, le digo, al final de cuentas, con los muchachos de la oficina calculábamos que al morirse le darían su nombre a una plaza, a una placita, a una plazoleta, a un rincón cualquiera de la ciudad. Pero ni eso tuvo, pobre.
A todo esto, ¿qué respondía el Profe cuando le preguntaban cómo era su biblioteca? Que medía tres metros de alto por siete de ancho. Para simplificar, los muchachos sacaban cuentas y decían que era “veintiuno”. Quizás no andaban lejos.
Pero cuando se murió ya andaban todos en otra cosa, olvidados del único fiel de la religión de la burocracia que tuvo Santiago, enamorado de los papeles, los formularios, los documentos, los pliegos, los legajos, los mamotretos, los folios y los rituales que rodean al vademécum medicinal de las oficinas públicas, templos actuales del dios Escritorio, que manda a que se haga su santa voluntad aquí y en todo lugar. Per sécula seculorum.
Juan Manuel Aragón
A 10 de marzo del 2025, en el bajo de La Mesada. Viendo pasar la vida.
Ramírez de Velasco®
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