La historia de Cassius Clay
Si venía la policía de Santiago se pasaban a Tucumán, lo mismo si era al revés. Un fenómeno ese Cassius Clay, al negro los rivales no le duraban hasta el primer baño. A lo sumo antes de la media hora ya había liquidado el asunto. La vez que le digo, fue gente del Arenal y de Piedrabuena la que organizó la riña, justo en la raya. Abrieron un portillo en un cerco de ramas que partía al medio las dos provincias. Se pusieron de acuerdo los dos comisarios y los rodearon. No solamente se llevaron los animales, sino que les pusieron multas a los infractores, qué injusticia, amigo. Después, algunos dicen que los vendieron, otros que se los quedaron, pero si le digo le miento.Esa vez que pelearon en el límite, el Zurdo Contreras, que era el dueño, estaba para Tucumán, en la zafra, por eso se salvó Cassius Clay de que se lo llevaran. Capaz que estaba entrenado o sería la mano del Zurdo, porque esquivaba los golpes, se agachaba y hasta llegaba a recular, igual que el norteamericano. También era bravo, si no, no hubiera ganado semerenda fama como la que tuvo.
Si venía la policía de Santiago se pasaban a Tucumán, lo mismo si era al revés. Un fenómeno ese Cassius Clay, al negro los rivales no le duraban hasta el primer baño. A lo sumo antes de la media hora ya había liquidado el asunto. La vez que le digo, fue gente del Arenal y de Piedrabuena la que organizó la riña, justo en la raya. Abrieron un portillo en un cerco de ramas que partía al medio las dos provincias. Se pusieron de acuerdo los dos comisarios y los rodearon. No solamente se llevaron los animales, sino que les pusieron multas a los infractores, qué injusticia, amigo. Después, algunos dicen que los vendieron, otros que se los quedaron, pero si le digo le miento.Esa vez que pelearon en el límite, el Zurdo Contreras, que era el dueño, estaba para Tucumán, en la zafra, por eso se salvó Cassius Clay de que se lo llevaran. Capaz que estaba entrenado o sería la mano del Zurdo, porque esquivaba los golpes, se agachaba y hasta llegaba a recular, igual que el norteamericano. También era bravo, si no, no hubiera ganado semerenda fama como la que tuvo.
Una vez lo vi topar en la Isla Mota, en lo de un tal Galván, `Comegente´ le decían y tenía pinta de buena persona. Como a las cuatro de la tarde largaron al negro con un cenizo de los Bracamonte, de Bajo Alegre, con el que habían igualado peso. Algo superior, viera. En 8 minutos y medio clavados, los Bracamonte levantaron al cenizo porque si no, era una masacre.
Fue la vez que se armó un lío, puros ellos, entre los bajoalegreños, todo porque habían llevado a uno que les terminó apostando en contra. Nadie se metió: era barullo ajeno. Después cuentan que el negro quedó tuerto, lo hicieron topar una o dos riñas más, ya no era el mismo y al final lo dejaron para padre. Cada tanto corre la voz de que han sacado un hijo o un nieto que pelea igual. Pero no se ha vuelto a ver nada parecido.
(Artículo 31 del Reglamento de combate para el deporte de los gallos, en uso en Santiago del Estero: “Una vez desinfectados los gallos por el juez, únicamente se utilizará fricción, agua, toallas que provea el club”).
Fue la vez que se armó un lío, puros ellos, entre los bajoalegreños, todo porque habían llevado a uno que les terminó apostando en contra. Nadie se metió: era barullo ajeno. Después cuentan que el negro quedó tuerto, lo hicieron topar una o dos riñas más, ya no era el mismo y al final lo dejaron para padre. Cada tanto corre la voz de que han sacado un hijo o un nieto que pelea igual. Pero no se ha vuelto a ver nada parecido.
(Artículo 31 del Reglamento de combate para el deporte de los gallos, en uso en Santiago del Estero: “Una vez desinfectados los gallos por el juez, únicamente se utilizará fricción, agua, toallas que provea el club”).
El Sapo en el Barquito
Hace un año, cuando el mundo también despedía otra medida de tiempo hecha a su antojo, el Sapo me invitó una sangría, en los restos del naufragio del Barquito, que seguirá siendo el bar más tradicional de Santiago por más que le cambien el nombre. Los tiempos ya habían cambiado, tuvimos que decirle a la chica que le transmitiera al cantinero, que no pedíamos mucho: vino tinto, jugo de naranja, limón, azúcar, hielo, una jarra, algo para revolver y tres vasos, dos para nosotros y otro por si llegaba alguno. Santiago sudaba bajo mil soles del verano acompañando otra Navidad repleta de Papás Noeles abrigados y renos imaginarios pasando por las cocinas en que, a esa hora del 24 de diciembre, las mujeres sufrían horneando lechones, pollos y pavos para agasajar a la familia de la única manera que sabemos, dándole de comer hasta el hartazgo. A la una de la tarde, cuando la mañana ya parecía del todamente liquidada, sobre la borra de azúcar que había quedado de la primera jarra, pedimos otra. Sospeché que la Navidad estaba a punto de naufragar, la salvación era —vaya paradoja, ahijuna— arrojarse del Barquito hacia el vacío de las dos de la tarde en las desiertas calles del centro de Santiago. Sentados en el exacto lugar en que se ubicaba Montero, un viejo mozo de los que no han de volver, ni reflexionábamos ni conversábamos sobre las cosas de la vida.
Silenciosos, nos concentrábamos en lo que hacíamos. El vino dulce tiene un algo que convida a la reflexión. Luego de pagar las dos sangrías, rebuscamos en los bolsillos y como no había más dinero, nos tomamos los últimos vasos, con la delectación de los que saben que algo se está acabando.
Hace tres o cuatro meses, alguno contó que el Sapo se había muerto y lo sentí mucho, eso que no lo había conocido en sus tiempos de gloria, cuando tenía el negocio de traer a conocidos galanes de Buenos Aires a que bailaran el vals de los quince años, con las chicas más humildes de Santiago. Ese mediodía de flechas, con la transpiración empañándome la vida, volví a casa a dar explicaciones. A la hora de los retos pensaba en una frase que me dejó el Sapo, “la década está perdida”.
Y era verdad.
Referí
Llegué a tiempo para la final. Los changos jugaban contra los de un pueblo vecino y, quizás porque creían que yo era alguien importante, me ofrecieron hacer de árbitro. En mi vida he sido inspector de rentas, bibliotecario, cadete, escritor de notas policiales. Mi mayor acercamiento al mundo de los deportes fue la vez que me hice redactor de la revista “Así es Mitre”, del amigo Richard Ramendo.
A pesar de mis escasos antecedentes, acepté encantado de la vida. Por esos días salía a hacer fútin por el parque, así que entrenamiento tenía. Esa tarde habían dirigido unos gordos que no se movían de llenos y supuse que haría mejor papel. Cuando fuimos al centro de la cancha a sortear de qué lado empezaría cada equipo, hablé con los capitanes para decirles que trataría de ser justo, considerando que no había jueces de línea, así que “si veo orsai, lo cobro, pero si no lo veo, lo lamento”. Esto lo advertí mirando al capitán del equipo del pago en que me había criado y con el cual me siguen uniendo profundos sentimientos de patria chica.
Comenzó tranquilo el partido. Disparaban de un lado para el otro, los muchachos y por detrás iba yo, tratando de ver qué hacían. Por ser la final se jugaba con la última gota de luz que quedaba de aquella tarde de enero. En una jugada linda, uno de los changos del pago, va y hace un gol. Muy bien, faltaban diez minutos para que terminara todo. A esa hora había corrido mucha cerveza por las inmediaciones. La gente empezó a gritar: “¡La hora, referí!”. En un momento recuerdo que miré mi reloj y faltaban cuatro minutos: tenían que seguir.
Justo después de que un pariente me gritara “¡la hora!”, que no va uno de los contrarios y mete un gol. Me empezaron a gritar “¡vendido!”, “¡bombero!”, y se acordaban de mi madre.
Puse la pelota en el centro de la cancha. Empezaron de nuevo las acciones, con tan mala suerte que los contrarios, digamos, hicieron una jugada hermosa que terminó en otro gol. Se armó una que ni le cuento. ¡Querían lincharme los de mi pueblo!
Hace poco regresé, varios me preguntaron si era yo. Di el nombre de mi hermano. Pero se acordaban.
©Juan Manuel Aragón
Hace tres o cuatro meses, alguno contó que el Sapo se había muerto y lo sentí mucho, eso que no lo había conocido en sus tiempos de gloria, cuando tenía el negocio de traer a conocidos galanes de Buenos Aires a que bailaran el vals de los quince años, con las chicas más humildes de Santiago. Ese mediodía de flechas, con la transpiración empañándome la vida, volví a casa a dar explicaciones. A la hora de los retos pensaba en una frase que me dejó el Sapo, “la década está perdida”.
Y era verdad.
Referí
Llegué a tiempo para la final. Los changos jugaban contra los de un pueblo vecino y, quizás porque creían que yo era alguien importante, me ofrecieron hacer de árbitro. En mi vida he sido inspector de rentas, bibliotecario, cadete, escritor de notas policiales. Mi mayor acercamiento al mundo de los deportes fue la vez que me hice redactor de la revista “Así es Mitre”, del amigo Richard Ramendo.
A pesar de mis escasos antecedentes, acepté encantado de la vida. Por esos días salía a hacer fútin por el parque, así que entrenamiento tenía. Esa tarde habían dirigido unos gordos que no se movían de llenos y supuse que haría mejor papel. Cuando fuimos al centro de la cancha a sortear de qué lado empezaría cada equipo, hablé con los capitanes para decirles que trataría de ser justo, considerando que no había jueces de línea, así que “si veo orsai, lo cobro, pero si no lo veo, lo lamento”. Esto lo advertí mirando al capitán del equipo del pago en que me había criado y con el cual me siguen uniendo profundos sentimientos de patria chica.
Comenzó tranquilo el partido. Disparaban de un lado para el otro, los muchachos y por detrás iba yo, tratando de ver qué hacían. Por ser la final se jugaba con la última gota de luz que quedaba de aquella tarde de enero. En una jugada linda, uno de los changos del pago, va y hace un gol. Muy bien, faltaban diez minutos para que terminara todo. A esa hora había corrido mucha cerveza por las inmediaciones. La gente empezó a gritar: “¡La hora, referí!”. En un momento recuerdo que miré mi reloj y faltaban cuatro minutos: tenían que seguir.
Justo después de que un pariente me gritara “¡la hora!”, que no va uno de los contrarios y mete un gol. Me empezaron a gritar “¡vendido!”, “¡bombero!”, y se acordaban de mi madre.
Puse la pelota en el centro de la cancha. Empezaron de nuevo las acciones, con tan mala suerte que los contrarios, digamos, hicieron una jugada hermosa que terminó en otro gol. Se armó una que ni le cuento. ¡Querían lincharme los de mi pueblo!
Hace poco regresé, varios me preguntaron si era yo. Di el nombre de mi hermano. Pero se acordaban.
©Juan Manuel Aragón
Que lo parió!
ResponderEliminarMucha gente dice que los malos recuerdos nos causan dolor, pero en realidad son los buenos recuerdos los que nos vuelven locos.
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