La avenida Núñez de Prado y el estadio |
"Tenía algunos episodios en la mente: el descanso de las tropas españolas en la plaza Libertad, la entrada triunfal al barrio 8 de Abril con el sonido de los tambores"
Se ubicó en el escritorio, frente a la computadora. Esa madrugada comenzaba el resto de su vida escribiendo la postergada novela que venía pensando desde hacía años. La enviaría a un concurso de Buenos Aires que cerraba en tres meses, tiempo más que suficiente, pensó. No le importaba si le daban el primer premio, el segundo, el tercero, una rasposa mención especial o le pedían que se dedicara a otra cosa. Sólo quería librarse de aquella idea que le daba vueltas en la cabeza desde hacía varias décadas.Tenía una obsesión con la historia que se le había ocurrido cuando trabajaba en el Museo Histórico. En una galería estaban a la par, las inmensas cabezas de Juan Núñez de Prado y Francisco de Aguirre. Hermanados y amigos al fin, a pesar de los cronistas, en la fundación de esta ciudad que para ellos sería quizás, varias leguas más allá del otro lado del mundo. Y la yapa.El que más lo obsedía era Núñez de Prado. En la novela lo haría llegar a Santiago por la banquina de la ruta 9. Una historia genial, no le preocupaba incursionar en el realismo mágico cuando ya casi todos los creadores de esa forma de contar las maravillas americanas estaban muertos. Si la novela es buena, quién se fija en esas cosas, pensó.Tenía algunos episodios en la mente: el descanso de las tropas españolas en la plaza Libertad, la entrada triunfal al barrio 8 de Abril con el sonido de los redoblantes de las murgas de la indiada del corso de carnaval, la fundación propiamente dicha, el reclamo a los caciques para que rindieran acatamiento a su Majestad, el Rey Felipe de VI España, el solemne Tedeum en la Catedral, el café en los alrededores, el panchúquer a la orilla del mercado Armonía.
Después arreglaría detalles que le habían preocupado las veces anteriores cuando quiso encarar la tarea, ¿en primera o en tercera persona?, ¿un yo reflexivo, un fiel testigo periodístico, un narrador omnisciente?, ¿el Santiago real o el imaginario que todos llevan dentro?, ¿la historia cerca de la verdad o lejos?, ¿radicales o peronistas?, ¿los Manseros o Coplanacu?, ¿Central Córdoba o Mitre?
Además, ¿debía explicar quién era y de dónde venía este Juan Núñez o empezar la historia cuando ya estaba llegando, si total todos saben quién era?, ¿la novela llegaría hasta la irrupción de Francisco de Aguirre poniéndolo preso a Núñez o se detendría antes?, ¿adónde ubicaría a los sacerdotes Gaspar Carvajal y Alonso Trueno que habían venido con Núñez?, ¿y si uno de ellos contaba todo en primera persona? Esas cuestiones las había ido dejando para después, y hoy justamente, era el día.
La noche anterior, sábado, puso el despertador a las seis de la mañana. El silencio del domingo lo ayudaría a inspirarse. Cuando se levantó, observó que no haría frío ni calor. Un día templado, ideal para ponerse a escribir. Pensó en la paradoja de Núñez, llamando Barco, a una ciudad que durante mucho tiempo andaría sin timón, en un mar de salitre y tristes desolaciones. “Linda imagen para las primeras líneas”, pensó.
El principio de la novela debía ser sencillo e impactante, tipo Gabriel García Márquez: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Había pensado también en un modelo clásico, al estilo de Miguel de Cervantes, más pausado, sinfónico y elucubrado, pero igual de impresionante: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Había que ver, ¿no?
La noche anterior soñó con un mar de pasto seco agitado por el viento, a la orilla de la ruta, por la que pasaban cientos de automóviles, con choferes curiosos y extrañados, observando su tropa de jinetes españoles, los cuatrocientos indios cuzqueños por detrás y más atrás las ovejas, cabras y burros que llevaban para matar el hambre. De fondo, el Flecha Bus, pasando a toda velocidad, con las narices de los pasajeros pegadas a las ventanillas, mirando la curiosa escena. Hermosa imagen, restaba hallar las palabras justas para escribirla, trabajarla un poco, darle la vuelta una y otra vez.
Al pasar rumbo a la cocina para hacerse el desayuno, encendió la computadora. Pensó en lo que dirían los amigos cuando se enteraran de su novela. Los ganadores de ese concurso tenían asegurada la publicación en una editorial de Buenos Aires, de fama mundial. Con el primer premio bajo el brazo iría a disertar a Madrid, Bogotá, Ciudad de Méjico y Estados Unidos, quién sabe. Ya se veía siendo condecorado por la Universidad de California en Berkeley, en una emotiva ceremonia que luego pasarían por la CNN en español, para envidia de los conocidos del barrio y de la oficina.
Suponía que el argumento que había venido ideando durante tantos años no era malo. Faltaba escribirlo, pulirlo, dejarlo decantar, volver a toquetearlo, enviarlo a una profesora amiga para que le diera el visto bueno, mandarlo al concurso y finalmente aguaitar el resultado.
Esa madrugada, sentado frente a la computadora, mientras esperaba que le llegara la inspiración, para entretenerse un poco comenzó a jugar al solitario. “Una o dos partidas”, pensó, hasta que lleguen las palabras justas.
Seis horas después seguía jugando en la máquina, mirando Feibu de vez en cuando, aburrido como vaca en cancha sintética, cuando la señora lo llamó para el a almuerzo. Entonces tuvo la certeza de que el mundo acababa de perder a un gran novelista. Ya habían llegado hacía rato la suegra y el cuñado a comer ravioles con tuco.
©Juan Manuel Aragón
👏👏👏👏👏👏
ResponderEliminar¡Espectacular, como siempre amigo Juan Manuel! Soy David Bukret.
ResponderEliminar¡Un abrazo!