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POLICIAL Quién mató a la abuela

Resolviendo un crucigrama

“La vieja resolvía crucigramas”, también podría titularse este cuento que fue enviado a un concurso, pero no salió ni a los veinte

“Anciana es hallada muerta en su casa”, decía el artículo en El Liberal. Era una noticia cualquiera del diario, perdida en la página de Policiales, como tantas otras. Pero daba la casualidad de que esa anciana era mi abuela, la pucha. La hallaron como dormida en su cama, el rostro en paz, el retrato del abuelo mirándola —como nos miraba a los nietos— desde un cuadro ovalado, pintado a mano, sombrero de ala ancha de viejo galán, junto a una Virgen con Niño Dios, una hermosa reproducción que nunca he visto en otra parte. En mitad del pecho, más o menos a la altura del corazón, estaba plantado el cuchillo de cocina que usaba la vieja, nada más que esta vez alguien lo había usado para clavárselo alevosamente, en vez de dejar que ella siguiera cortando la carne bien chiquita para las empanadas que a veces hacía los domingos.
Golpe duro para una familia bien de clase media—media, pero con ínfulas, como la nuestra. Que se muera de vieja, de un síncope, en un accidente doméstico o atropellada en la calle por un auto, vaya y pase, pero ¿acuchillada?, ¡qué horror! Para peor era cierto lo que decía el diario, no faltaba ni una moneda en la casa, no había nada fuera de lugar y lo que más llamaba la atención, según informó la policía días después, fue que el cuchillo no tenía una sola huella digital: quien la mató había usado guantes o lo agarró con una tela o lo limpió prolijamente después o algo. Tampoco había vestigios en los picaportes, en la cama, en la cocina, en la sala, en ninguna parte.
La viejita no nos dejaba nada de herencia porque nada tenía ya: la casa en que vivía era del tío Ramón, que le pagaba las cuentas, le daba plata para la comida, se ocupaba de los impuestos y la visitaba todos los días. Vivía sin ningún lujo, así que no le saldría muy caro mantenerla, pienso ahora que todo ha pasado.
Nos llamaron a declarar a los que teníamos llave porque la puerta no había sido forzada ni había mayores signos de violencia si se obviaba, claro, el cuchillo puesto en el pecho hasta el cabo. Según nos explicaron en la policía, no era que sospecharan de nosotros, sino que alguno, capaz que, sin saber, por ahí les daba una pista que llevara al asesino. Yo también tenía una llave, aunque confieso que no iba de visita muy seguido, últimamente tenía poco tiempo. Antes de ir a la Policía hice un balance de mi relación con la viejita, me caía muy bien, disfrutaba de las comidas exquisitas con que me convidaba. Siempre que tenía nostalgias de algo rico iba a picar algo, porque, como en la casa de todas las abuelas del mundo, supongo, la comida es lo único que no escasea. También iba a hablar de literatura, conversábamos sobre origen de las palabras, asuntos que la apasionaban y con los que, de chico, cuando vivíamos con ella, me había hecho fanatizar también.
Era rara la viejita, según opinaban los parientes. Le gustaba cocinar comida árabe, eso que no era de ese origen y según decían algunos paisanos que habían probado sus esfijas, los niños envueltos, la tripa rellena, el delicioso puré de garbanzo, ¡la baklava!, todo lo hacía muy bien, con propiedad, con enjundia, digamos. Desde la muerte del abuelo había restringido, digamos, su vida social, salía poco, iba a hacer las compras, a misa de 8 los domingos, al médico muy de vez en cuando y pare de contar. Cuidaba el orden en la casa, regaba sus plantas, le encantaban los crucigramas, me transmitió su pasión por resolverlos y me enseñó algunos trucos.
—Río de tres letras de Suiza— le preguntaba.
—Aar.
—¿Aar?
—Claro, tiene dos letras “a” juntas y es la única solución posible cuando a los crucigrameros se les empantana el asunto.
—¿Yunque de los plateros?
—Si tiene tres letras es “tas”, si tiene ocho es “cabruñar”— respondía.
Decía que las más difíciles eran las telegrillas del diario Clarín, aunque las de La Nación también eran jodidas. Pero cuando uno conocía al que los hacía, después de varios años de resolverlos, ya los manyaba, como que le adivinaba el proceso mental del razonamiento para ir descifrando sus intenciones y sabiendo qué palabras correspondían.
—Abuela, ¿si te resultan fáciles, por qué los sigues haciendo?
—¿Quién te ha dicho que son fáciles? No queridito. Lo que pasa es que esos tipos siempre te tienden nuevas trampas, celadas a tu inteligencia, emboscadas del lenguaje. A veces te hacen pensar una semana en una definición, te acuestas a la noche pensando en qué puede ser, te levantas y sigues en lo mismo. ¡Y la solución es una palabra fácil, que usamos todos los días!
Una vez le compré una revista de crucigramas, acertijos, adivinanzas, razonamiento de pensamiento lateral, enigmas, esas cosas:
—Ahí tienes para divertirte de lo lindo— le avisé.
—No hijo —replicó— la gracia es leer un diario de Buenos Aires, que cuando era chica demoraba como tres días en llegar a Santiago. Resolver el crucigrama es una diversión, un descanso de las noticias. No soy una profesional, che. Llevate esa revistita, no me hagas basura en casa.
—Pero, abuela, cada vez que quieras descansar o cuanto tengas un rato libre, haces uno como quien no pierde la mano.
—No querido, no soy una experta de los crucigramas ni lo quiero ser. Es un pasatiempo, nada más. Lo más lindo que tienen es que me cuesta resolverlos. Si me resultaran fáciles no los haría. Resolvelos vos.
Me los tuve que llevar.
Soy el único de la familia al que le transmitió esa pasión por el idioma, las etimologías raras, rebuscadas, inesperadas. Pero las palabras cruzadas, las telegrillas de los diarios de Buenos Aires eran su debilidad y son las mías. Nadie más en la parentela entiende siquiera de qué se trata el asunto.
En la policía me trataron bien. Me pidieron el documento, me preguntaron la edad, domicilio, parentesco con la occisa. Qué raro que sonaba “occisa”. Averiguaron por qué tenía las llaves, cuándo había sido la última vez que había ido de visita, si me llevaba bien con ella, cómo era la relación con mis tíos. Mientras uno me hacía preguntas, otro andaba por ahí como buscando algo en unos cajones. Estoy seguro de que entre los dos me observaban para ver si me ponía nervioso. Que sospechen lo que quieran, pensé. Estoy tranquilo. También me consultaron qué me daba de comer la viejita, de qué hablábamos, si era el nieto preferido o no, si me gustaba tomar bebidas alcohólicas, si me drogaba, si tenía novia, como me ganaba la vida, un montón de otras referencias que para mí no venían al caso. Me averiguaron cuántos años tenía ella cuando nací y tuve que hacer cálculos, porque nunca había sacado cuentas. Mirá las cosas que preguntan estos, pensé.
Después hubo una o dos tertulias familiares en lo del tío Ramón.
—Dicen que no hay nada, que este caso los tiene desconcertados— largó el tío en la primera reunión para tratar, entre otras cosas, la repartija de las cosas de la abuelita. Todos dijeron que no necesitaban esos muebles viejos, esos trastos.
—A mí no me den nada de todas esas maderas que no sirven para nada, unos palos inúiles—, dijo la tía Arminda, pero igual pidió el juego de living, aunque luego recordó que no tenía dónde ponerlo.
Mi prima Inesita se quedó con la mesa de comedor y las sillas, la tía María, esposa de Ramón, dijo que necesitaba la vajilla y el juego de dormitorio para mi primo, que se había ido a vivir con la novia. A mí me dejaron dos reproducciones, la de la Virgen y el Niño y otra de una crucifixión que estaba en la entrada de la casa, recibiendo las visita. Había ido en representación de mi padre, que ya no estaba para pedir nada y de mi madre, que lo acompaña para siempre en Villa Decúbito Dorsal, cada uno con su respectivo cartelito de bronce indicando lo buenos que habían sido en vida. También me dieron el yerbero de todos los días que usaba la abuela, era de latón pintado de verde, media docena de libros, la mayoría de historias de santos y un diccionario Larousse:
—Por ser el intelectual de la familia— me explicaron.
—Ahá— dije, qué otra me quedaba, oiga. Y como siempre en los asuntos de la familia, me tuve que conformar, sobre todo porque no me gusta pelear, andar en líos, tener problemas con gente que uno no sabe cuándo puede necesitar para algo, ¿no?
A la semana, Ramón llamó a otra reunión familiar, pero ya no fueron los primos y la tía Arminda se excusó diciendo que tenía muchas cosas que hacer.
—¿Y, tío, alguna novedad? — pregunté.
—Nada.
Pero se ve que mucho no le interesaba el asunto, porque esa vez me atendió en el almacén mientras despachaba mortadela y galletitas dulces sueltas. Hace años que no las venden en ningún lugar, salvo mi tío Ramón, que además de ponerlas en el viejo papel de envolver, les hace esas orejitas en las orillas, una habilidad que, a esta altura de la kermesse, ya no tiene nadie en el mundo. Ahí, además, hay fósforos de cera en una cajita azul “Ranchera”, como cuando éramos chicos, vendían dulce de batata que sacaban de una lata grande. A veces se me daba por pensar que el día que cerrara su negocio tío Ramón el barrio iba a rejuvenecer, harían edificios altos, los vecinos comprarían celulares nuevos, alguien se quedaría con su viejo teléfono negro de baquelita por el que los padres llevaban a sus hijos al negocio para ver cómo se marcaba antes, usando el disco con un tope.
—A ver Ramón, marcá un número para que mi chango vea cómo hacíamos antes— le pedían. Y Ramón les hacía caso.
Hasta era posible que el día que levantaran el almacén “Rosita”, asfalten la calle, que pongan farolas de neón, que haya negocios con carteles luminosos alumbrando a los viandantes. Quién lo va a hacer en ese entonces, con un almacén en medio de la cuadra, que todavía conservaba en un rincón, entre la harina, el maíz para las gallinas y la polenta, un cartel de latón que decía “Ferro Quina Bisleri, reconstituyente de la sangre”, con un león colorado que más parecía perro asustado que otra cosa.
Como a las dos semanas recibí una citación del juzgado, un papel con un montón de palabras que no entendía. Fui. Cuando llegué, me asusté un poco cuando sentí que un empleado le soplaba a otro:
—Uy. Este se ha venido sin abogado.
Me trataron mal. De entrada, me empezaron a apretar diciendo que iba a quedar preso si no decía la verdad. ¡Macho!, parece que creían que era yo.
—¿Usted visitaba a su abuela?
—Pasando una semana, por ahí.
—Qué es por ahí.
—Bueno, pasando dos semanas pongalé.
—Yo no tengo que poner nada. Le pregunto y me responde. Si sabe bien, si no, ya se va a acordar.
—Está bien, la visitaba pasando dos semanas.
—¿Estuvo con ella el día que murió?
—No, como dije en la policía, estuve ahí dos o tres días antes.
—No importa lo que ha dicho en la policía, ¿estuvo con la occisa dos o tres días antes de su fallecimiento?
—La verdad, qué quiere que le diga, no me acuerdo.
—No es lo que yo quiero que me diga, sino lo que usted está declarando.
—Bueno, tres días antes estuve— hice memoria, pero igual no estaba muy seguro, sobre todo porque uno no anda por la vida fijándose en todo lo que ve, en lo que hace, por si se le muere en forma violenta un familiar y después tiene que andar declarando como testigo frente a gente que no le cree.
Detrás del tipo que tomaba declaración había otro que paseaba por la oficina, parecía tranquilo, hasta que se acerca y me pregunta:
—¿Por qué la has matado, chango?
—¿A quién?
—A tu abuela, infeliz.
—Yo no la he matado.
—Decinos la verdad a nosotros y todo termina aquí.
—Qué quiere que le diga, si no la he matado.
—Todo va a ser más liviano para vos si confiesas, chango.
—No tengo nada que confesar.
Y así un buen rato. Ellos decían que sí y yo lo negaba. Ellos decían que sí, yo lo volvía a negar. Ellos decían que sí y yo que no. Uno era más buenito, me hablaba bien, con cortesía, el otro parecía enojado. El buenito le decía al otro:
—No lo molestes, déjame hacer el trabajo, si dice que no ha sido él, no ha sido y listo.
Después me miraba y me preguntaba suavemente:
—¿Has usado guantes?
—Para qué.
—Vos sabes lo que te estamos preguntando, no te hagas el tonto.
Recordé las novelas policiales que leía, en las que uno hacía de bueno y el otro de malo. A pesar de que estaba asustado, por dentro me reía de la situación. Actuaban mal. No les salía. No los hubieran dejado pasar de un pre-casting para “La ley y el orden”, pensaba.
Al final me largaron como a las dos de la tarde. Dijeron que tenía que comunicarles si salía de la ciudad.
—Si sabes algo, cualquier cosa, me llamas a este número— dijo el que escribía la declaración mientras me alargaba un papel en que había escrito también su nombre.
Al día siguiente apareció un suelto en el diario: “Crimen de la anciana: estaría próximo a resolverse”.
Del juzgado lo fui a visitar al tío Ramón, más porque tenía hambre, eran como las dos de la tarde, que por contarle de mi declaración. Pero me recibió fríamente. Muy. Tal vez también creía que era yo. Y sobre que no me dio mucha bolilla, tampoco me ofreció algo de comer.
Entonces me enojé.
En vez de volver a casa, pasé por lo de la abuela. Tenía la llave así que fui a ver qué onda. Habían puesto una faja que estaba a medio despegar. Y usando mi llave, entré.
Salvo la habitación de la viejita, todo estaba igual. Como si todavía viviera. Fui a la heladera, como hacía siempre, pero antes de abrirla me cubrí las manos con un pañuelo:
—No vaya a ser cosa— pensé.
La abuela había muerto un viernes, primero de mes, a la nochecita, según calcularon en la policía. Me fijé que no había encendido la velita de siempre al Sagrado Corazón, como hacía los primeros viernes, sin faltar uno. Salvando la impresión que me daba, entré en su habitación. Todo estaba en su lugar, salvo la cama sin tender y la mancha de sangre seca. Y un vago olor a no sé qué flotando en el ambiente. Faltaba el Rosario que tenía colgado del respaldo de la cama. Qué raro, dónde lo habría puesto. Siempre con el pañuelo en la mano abrí el cajón de su mesa de luz: había estampitas, fotos viejas, un misal antiguo en latín y una vieja carta del abuelo. Me la guardé.
Antes de salir, me fijé que no hubiera nadie en las inmediaciones. Me mandé a mudar. Después de caminar unas cuadras, me detuve en la Placita de las Chismosas a comer un tomate crudo y dos mandarinas que le había sacado de la heladera a la abuela, ahora finada:
—Ya no se va a dar cuenta de que le falta algo, pobre vieja— pensé.
La policía no me molestó de nuevo. Y a la semana me llamó la tía Arminda para decirme que esa tarde se iban a reunir en la casa de la abuela:
—Para ver qué hace hacemos con sus cosas— me dijo.
Como si no lo hubieran tenido decidido.
Fui.
Llegué tarde de gusto. No quería estar mucho con ellos, me incomodaban. Me molestaba que estuviéramos repartiéndonos las cosas de la viejita, porque sabíamos que no merecía morir, menos de esa manera y porque me dolía en el medio del corazón que fuera finada, la pucha. No me hacía a la idea de que estuviera muerta, la repartija me pareció una profanación.
Hablamos de tonterías, llegó Ramón, que me saludó un poco mejor que la vez anterior. Dijo que la policía estaba sobre el rastro “de algo”, mientras me lanzaba una subrepticia mirada. Dijeron que el asunto estaba resuelto como habíamos conversado aquella vez. Querían desalojar la casa para alquilarla, así que había que llevarse las cosas, urgente, antes de que entraran los pintores, los albañiles. Entonces se me ocurrió.
—Me gustaría llevarme el Rosario de la abuela.
—Para qué lo quieres si nunca rezas ni vas a misa— señaló la tía María.
—No sé, quisiera un recuerdo de la viejita.
—Me lo llevé yo— respondió secamente María.
Y dio por terminada la charla.
Esa noche volví a la casa sin avisarle a nadie, por supuesto. No habían cambiado la cerradura. Entré muerto de miedo, porque sabía que no debía encender ninguna luz que alertara a los vecinos. Llevaba una linterna que compré en el centro. No sabía qué hacía ahí. Pero estaba seguro de que, si alguien había matado a la abuela, tenía que ser un conocido. Todo estaba como era entonces. Me sentía un investigador contratado por la rubia hermosa, en esas películas en que uno está más pendiente de no lo descubran al intruso, que en mirar qué busca y qué halla en los cajones de los escritorios. La verdad ni sabía qué hacía ahí. Después de un rato, fui al patio y me senté en un sillón que tenía la vieja para tomar sol en invierno. Las luces de la ciudad aclaraban los contornos de las macetas. Por encima de la tapia subía una vislumbre de los vecinos y un humo fragante a carne quemándose, a chorizos, estaban haciendo un asado. En eso estaba cuando sentí que alguien ponía llave a la puerta. Me levanté de un salto. Me escondí detrás de unas plantas grandes.
Eran los tíos, María y Ramón. Entraron, encendieron las luces y husmearon todo, mirando para todas partes. Desde mi lugar los veía bien. Si encendían la luz del patio, me descubrirían así que me puse cuerpo a tierra, aunque sería inútil porque estaba expuesto y no había dónde esconderse. Daban vueltas por todas partes, buscaban algo callados. Al fin, luego de una eterna media hora, dejaron de hurgar por toda la casa.
—¿Te has fijado en el patio? —preguntó ella.
—Pero, dejate de embromar, qué va a estar ahí— respondió Ramón.
De todas maneras, ella no se conformó, fue al patio, trató de prender la luz, pero el foco estaba quemado, ¡uf!! Se quedó un rato mirando para todas partes, sin animarse a enfrentar la oscuridad. Pasó la vista por donde yo estaba y temí que me brillaran los ojos. Al fin ella le pidió:
—Vamos, tengo hambre.
—Sí, parece que la vieja no era tan inteligente como decían.
Me quedé un rato tirado en el patio, pensando. Temblaba, no sé si de frío o de miedo.
En ese momento recapacitaba ¿por qué parece que la vieja no parecía tan inteligente? ¿quién decía eso?, ¿ellos sabían quién la había matado?, ¿no serían ellos los que la mandaron a matar?, ¿por qué no era tan inteligente?
Me levanté despacito. Agarré la linterna y me puse a investigar en toda la casa. ¿Qué buscaba?, algo, no sabía qué. Recordé un jarrón antiguo en que la abuela guardaba las boletas de las cuentas a pagar. Tenía una boleta de la luz que no había vencido, sin abonar, otra de una tarjeta de crédito, de los usureros de la Tucumán, varios billetes viejos, sin premio a la vista, del Monobingo, boletos viejos de colectivo que para qué juntaría la viejita y la tarjeta de un abogado. Me lo puse en el bolsillo y salí de la casa tratando de no ser visto. Hallé también el Clarín del domingo anterior detrás de la cómoda, parece que se le había caído a la abuela. Tenía el crucigrama a medio resolver. Bajo la campera llevaba una petaca de whisky que había sido del abuelo. Todos creían que la viejita la tenía de adorno, pero de vez en cuando la llenaba y le daba un taco. Mientras volvía a casa en el Chumillero, levanté la petaca, brindé imaginariamente con la viejita y me tomé todo de un saque. Tenía hasta la mitad, así que me quemó la garganta. Y me puse a leer el Clarín que había levantado. Lo bueno de los domingos es que traen noticias imperecederas, de esas que se leen con tranquilidad hoy, mañana, pasado y el año que viene también.
Esos días andaba con mucho trabajo en el taller, me entraban motos de todas partes. Así que medio me olvidé de lo de la abuela. Siempre llega uno a último momento pidiendo que le cambien la transmisión o le averigüen por qué está perdiendo aceite del motor. Más mi novia, que a cada rato hablaba para preguntar dónde andaba, con quién estaba, qué hacía.
Una semana después, estaba por tirar el diario, cuando vi el crucigrama que no había resuelto mi abuela. Estaba mal. Pero no es que tuviera una respuesta equivocada, estaba todo mal. La definición de la primera, horizontal, decía “Piedra del altar”. Con su letra pareja y bien clarita ella había puesto “Nom”.
—¿La vieja se había equivocado tanto que en vez de “Ara” había puesto “Nom”?, ¿me estaba cargando desde el más allá?
—Después venía “Planta del África”, pero escribió “Ramerei”.
Me pregunté:
—¿Ramerei?
Ahí iba “Euforbio”.
¿Cómo podía ser que la abuela se equivocara tanto?, ¿qué había querido decir? Busqué en el diccionario, a ver si existía esa planta del África. Y no, no había. Después seguía una palabra que nunca había visto en ningún mataburro: “Ratamaqui”.
Toda la tarde del domingo estuve con eso. ¿Cómo podía ser que la viejita, que me había enseñado la magia de resolver crucigramas, el placer de adivinar las negras intenciones de sus autores, hubiera hecho tan mal el último de su vida? ¿Qué era eso de “Nom”, “Ramerei”, “Ratamequi”? Eso que eran las tres primeras palabras que puso. Todo el resultado estaba mal, ninguna palabra coincidía. Consulté en el diccionario etimológico de Roque Barcia, en cinco tomos bien grandotes que me había regalado ella en vida. Nada. El lunes temprano fui a la biblioteca 9 de julio. Pedí el Espasa. Busqué las palabras. Menos. Pregunté a los amigos, a una profesora de lengua de la secundaria. Seguía sin darme cuenta.
Al asesino lo descubrí en el taller, aunque no crea. Teníamos una cocinita en la que calentábamos el agua para el mate cocido. Estaba por abrir la llave de paso de la garrafa de gas, y ahí me di cuenta cabal de cómo había sido todo. “¡Rosca inversa como la del gas!”, pensé, entonces me vino como una súbita iluminación, una revelación.
A los dos o tres días nos encontramos con el tío Ramón, en un barcito de la calle Roca. Era tarde, como la una de la mañana, cuando apareció. Lo había citado a la medianoche para tomar unas cervezas, recordar los viejos tiempos y “hablar de algo”, le dije. Llegó, le mentí que yo también recién llegaba.
—¿Qué vamos a pedir?
—Cerveza— respondió.
Vino el mozo, sirvió un porrón. Estuvimos un rato callados. Justo cuando estaba manoteando un puñadito de maní, le largué:
—Estuve pensando en la abuela, mucho.
—¡Ahá!, ¿y yo?, ¿qué te crees?
—Me imagino.
—Vos la veías todos los días, ¿no?
—Todos, sin faltar ni uno.
—¿Qué estaba haciendo la última vez que la has visto?
—Nada… cocinaba.
—¿No andaría haciendo un crucigrama, como siempre?
—Ahora que me haces acordar, ¿sabes que sí?
—Qué bien. Murió en la suya, entonces.
—Nada de “en la suya”, acordate de que la mataron.
—Ah, sí.
Lo fui llevando despacito, arreando, como quien dice. Por ahí le comentaba cosas del fútbol, de Mitre, de Central Córdoba, para disimular. Y después seguía, monotemático, hablando de la abuela.
Ha pasado tanto tiempo, he contado tantas veces esta historia, que de tanto recordarla, me olvido de algunos detalles. La cuestión es que al final lo hice calentar, diciéndole en la cara que él la había matado.
—Para mí que vos has sido— largué en un determinado momento, haciendo como que me había emborrachado con la cerveza.
Se enfureció. Empezó con el clásico “qué te crees, quién te crees que sos, pendejo del diablo, ¿te tiras de detective privado ahora?” Se quiso levantar de la mesa. Lo atajé.
—La vieja me dejó un mensaje.
Se quedó parado, duro, mirándome.
—Sí. Sentate y te lo muestro.
Pelé una fotocopia del crucigrama mal resuelto. Y se lo mostré. Mirá lo que ha escrito: leyó en voz alta.
—¿Qué quieres que lea?
—Meta, leé las primeras palabras del crucigrama.
Leyó:
—Nom, Ramerei, Ratamequi.
—¿Ves?— lo azucé.
—Esto no quiere decir nada, no es nada, es un invento tuyo.
—Ese “NomRam”, es “Ramón”, al vesre. Y el “Ramerei Ratamequi” es “Me quiere matar”. Después sigue explicando por qué.
Se paró, se alisó el pelo, se sentó de nuevo. Acercó la cara hasta centímetros de la mía y me habló en voz bien bajita, con odio contenido pero feroz.
—Yo la cuidé los últimos 30 años, todos los lunes hablaba para pedirme plata. No salí jamás de vacaciones, algo que me merezco, porque laburo como un animal. Rara vez me compro ropa, vivo pobremente a pesar de que gano relativamente bien ¿Y todo sabes por qué?, por mantenerla a ella. Y sí, pendejo de miércoles, mal enseñado y peor aprendido, cuando pude, le clavé el cuchillo para librarme de esa vieja que lo único que quería era que le dé más dinero...
Nublado en rabia, no oí lo que dijo después. Algo así como que siempre discutían por cuestiones de plata, porque ella tenía gustos caros como comprar el Clarín o la Nación día por medio, que a mí me quería más que a sus hijos, eso que no iba nunca a verla.
En eso se levantó para mandarse a mudar. Y lo agarró la policía. El escribano salió de atrás del mostrador, se había hecho pasar por el encargado del bar. Me sacaron los micrófonos que me habían puesto, parecía matambre de tantos piolines que tenía en todo el cuerpo. Se lo llevaron.
Luego, lo que todos saben. El asunto salió en los diarios, incluso en el Clarín y La Nación de Buenos Aires. Me quisieron sacar fotos, pero le adjudiqué todo el mérito a la policía. Al tiempo vino el juicio, en el que tuve que declarar como testigo. Desde lejos mirándolo de reojo vi que Ramón estaba demacrado. La familia sigue sin hablarme, por supuesto.
No lamento que por el fallecimiento de la pobre vieja y los acontecimientos que sucedieron después nunca más vaya a ver ese cartel de “Ferro Quina Bisleri”. El otro día lo busqué en internet, pero no está. Hay otros parecidos, pero ese, justamente ese, no figura. Una lástima.
Un vecino de los tíos me contó que la Municipalidad va a pavimentar la cuadra en que estaba el almacén. La gente progresa.
El Rosario con una mancha negra que solamente yo sé que es sangre de la abuela, preside mi tallercito. La gente me pregunta por qué no cuelgo otro más bonito. Nunca respondo.
Juan Manuel Aragón
A 7 de marzo del 2025, en el Caburé. Trampeando zorros.
Ramírez de Velasco®

Comentarios

  1. Muy bueno el cuento Juan. Eufemiano.

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  2. Muy bueno el cuanto, nada más que un poquito largo como el mio.

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