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CUENTO La Mercedes

La alojera, óleo de Absalón Argañarás

Este relato fue escrito hace más de 20 años, desde hace varios días lo vengo corrigiendo y acortando, ahí va (si lo leyó antes, es el mismo, pero es otro)

No vaya a creer que es la ginebra la que me hace hablar. Hay momentos en la vida en que uno necesita contarle a alguien lo que le pasa. Que el primer amor es el que no se olvida nunca. Esa mujer es la única que merece que uno la recuerde, las demás son todas iguales. Aunque usted sea un desconocido, alguien que no ha conocido Algarrobal del Norte, le voy a contar lo que es el amor, o lo que ha sido para mí. Algarrobal del Norte, ¿conoce? Pago donde nací, es la mejor querencia.
Contando con la nuestra eran cinco casas. Linda vida.
Sirva otro poquito, hombre. Ginebra sin hielo, porque el hielo le cambia un poco el gusto, ¿no?
Cuando nos hicimos grandecitos mi tata decidió que el Manuel lo ayudaría en el cerco y yo saldría a hachar leña. En el campo uno de chico ya sabe lo que pasa. Cuando nos comenzaron a salir granitos en la cara y a crecer pelos en lugares que antes nunca, no había nada en los alrededores. Los Acosta, que vivían pasando el cerco, iban al pueblo, a la villa, y volvían contando. Iban a la casa de las García: dos hermanas blancas, hermosas. Con mi hermano nos mirábamos. Era cuestión de pagar, y listo. Pasabas a la pieza y ellas hacían todo. Por ese entonces a mí me crecía la idea de que el amor era cuestión de coraje.
Un día cobré de una carga de leña y mi hermano vendió unos lechones. Fuimos al pueblo, tomamos algo en la Parada del Catorce y enfilamos para la casa de las García. Yo no las conocía. Nos atendió una vieja. Manuel se pone a conversar con ella, se van para adentro. Al rato viene otra, peor. Medía el riesgo. Si le decía que sí iba a conocer, pero con esa vieja. Si le decía que no, me iban a tener por maricón. Me animé y le dije que no iba a pasar a la pieza.
—¿Por qué no, papito?
—No, gracias, doña.
—Vos te lo pierdes.
—En serio, doña, muchas gracias, pero no gusto.
Volvía cantando una vidala "¡pa que me han dau corazón!, ¡pa que me han hecho sentir!". Mi hermano me dice:
—Callate. Me has hecho quedar para el diablo con las García. Si no te gustaba, no hubieras ido.
—Disculpame, no sabía.
—Ya sabes para la próxima.
No habría próxima. Me había prometido no ir nunca más. En ese tiempo había días en que no sabía qué me pasaba, tenía ganas de correr, de gritar, de hacer fuerza. Iba al monte y hachaba hasta que no me daban más los brazos. Era verano. Volvía sudado a casa. Andaba callado. No quería ir al pueblo, para no tentarme con las García.
Entonces terminó de crecer la Mercedes Acosta.
Una tarde que llovía, estaba en casa aprendiendo a coser en la máquina de mi mama. Paró la lluvia, salió el sol, y un rayo le iluminó el cuerpo y se le transparentó el corpiño. Estaba tomando mate y la miré. Ella me miró, se prendió un botón de la camisa y se arregló el pelo. Le llevaba dos años. La conocía desde que era niña y hacía tortitas de barro. En un pueblo de cinco casas, todo el chicaje era como hermano. Pero, a veces, cuando estaba hachando, me acordaba de ese corpiño blanco.
La fiesta de Reyes la festejamos en la casa de los Acosta. Cumplía años don Felisardo, el viejito, abuelo de los changos Acosta. Fuimos todos. Mi mama me hizo poner agua de olor. Había gente de la Villa, parientes, y un tocadiscos. Un cieguito ponía la música. Cumbia, pasodoble, tango para los viejos y criollas. Yo estaba comiendo una empanada, solo, mirando cómo bailaban los changos y de repente, ella estaba a mi lado.
—¿Vamos a bailar? —me pregunta.
—Eh, sí... no sé...
—Vamos —me dice, agarrándome la mano.
Dejé tirada la empanada. Había un chamamé. Me indicó:
—Oí la música. Copiale a tu hermano, que baila lindo. Y no te apures.
Sentía la música y le copiaba a mi hermano. Estaba serio, concentrado en los pasos. Era la primera vez que tenía a una mujer tan cerca. Los nervios funcionaban más que las hormonas. Ella me dice:
—Ahora en vez de mirarlo a tu hermano, bailá conmigo.
Y se ríe suavecito.
No podía. Algo me pasaba. La miro. Era la misma que conocía, pero era otra. Terminó el programa y nos fuimos a sentar a la orilla. Ella se vino conmigo. No sabía qué decirle.
—¿Por qué andas siempre callado? —me dice.
—No sé. ¿Qué tengo que decir?
—Nada. Vos no vas mucho a la villa, ¿no?
—¿A qué tengo que ir?
—No, nada —me dice.
Se ríe.
—Sos el más lindo de todos.
—Dejá de embromar. ¿Qué tengo de lin...?
No pude seguir porque me llevó a bailar de nuevo. Ahora ponían cumbias. Fuimos los que más bailamos. Era hermosa, tenía una risa musical cuando estaba alegre.
Sirva más ginebra, amigo.
A los pocos días estaba hachando ramas para el cerco, cuando llega la Mercedes.
—¿Qué haces?
—Te lo he venido a traer un poco de matecocido con pan.
—¿A mí?
—Sí. ¿Por qué?
—No, nada.
Estaba sudado, con camisa de lonilla y una gorra gris. Ella andaba con vestido colorado y el pelo recogido. Me averigua:
—¿Me vas a decir algo?
—No, ¿por?
—Porque me miras y no hablas.
—¿Qué tengo que decirte?
—No sé, contame algo.
—No sé.
—¿Soy linda?
—Claro que sos linda.
—Entonces decime algo lindo.
—Sos hermosa.
No sabía qué hacer. Me acerqué y le toqué el pelo. Lo tenía lisito. Me agarró la mano y se apoyó en mí. Lloraba. La abracé. Entonces se oyó que la madre le gritaba:
—¡Mercedeees…!
Agarró la pava, el jarro y la servilleta, y salió disparando.
Me quedé solo. Al otro día, a la siesta, estaba afilando el hacha y llega ella. Saluda, pasa a ver a mi mama. Conversan un rato, sale y se me acerca.
—Te espero en la represa —me dice.
—Ahá —le digo.
Se va. Entro a casa, me pongo una camisa, me miro en el espejo. Mi mama me dice:
—Cómo será el barrial pa que el chancho pase al trote.
Llego a la represa y ahí estaba.
—Qué haces.
—Quería conversar con vos.
—Yo también.
—¿Qué tienes para decirme?
—Que sos hermosa.
—¿Sabes besar?
—No.
—Besame.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
No me gustó. Sus labios eran blanditos, como los míos. Abría los ojos, no sabía que había que cerrarlos. Besaba como en el cine de la escuela, cerrando los labios. Ella me tocaba la cara. Me dieron ganas de tocarle los pechos. Se los toqué. Me agarró la mano para que no se los suelte. Me estaba comenzando a gustar. Mi pierna tocaba las de ella. Ella respiraba fuerte. Yo también. Las manos iban y venían. Cuando mi mano derecha subía por su rodilla, se sintió el grito:
—¡Mercedeees…!
Era la madre. Se arregló, sacudió su ropa, se acomodó el pelo y salió disparando.
Ese verano fue el mejor de mi vida. Recuerdo los olores, los ruidos del monte. Unos días después, tardecita, estaba en el monte. Me doy vuelta y ahí estaba ella, con una bolsa.
—¡Qué haces!, ¿sales de viaje? —le digo.
—No, tonto, vengo a verte.
Solté el hacha y la abracé. Estaba llorando.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Besame. No dejes de besarme.
Ya sabía lo que era un beso. Abrí la boca para pasarle la lengua. Ella también. Era un fuego la tarde, era un fuego la Mercedes, era un fuego yo. La quiero acostar en el suelo.
—Esperá —me dice. Saca una colcha y me pide que busque un lugar en la sombra.
Caía un rayo de sol por entre las ramas y le daba en la cara. No dejaba de abrazarme. Y el amor se nos derrumbaba encima. Era una explosión, una liberación. No había nada más allá de sus ojos. Chiquita, cómo te quiero, yo también, sos hermosa, vos también sos lindo. Ya han pasado tantos años y nunca más he vuelto a Algarrobal, nunca más, y allá se quedó nuestro amor, perdido entre los cercos.
Ese verano pasó como un suspiro, de diciembre a marzo. Su risa retumbaba en mi corazón. El amor cubrió de colores aquel pago, salitre, soledad y caminos cenicientos. Se puso bellísima la Mercedes, con su sonrisa que me traspasaba el alma.
Cuando le llegó el tiempo, todos sabían que no iba a llegar a los veinte, eso decían los viejos y no se equivocaban. Miremé ahora, llorando como un chico por ella, que quedó en ese camposanto bendito. Lo único que tengo suyo es esta cadenita que me dio un día cuando me dijo:
—Siempre te voy a querer. Cuando estés triste, acordate de mí y ya vas a ver cómo te ríes.
Más de cuarenta años después, me sigo acordando. Sirva un poco más de ginebra, amigo. Qué sería la vida sin el recuerdo de una carrera ganada, una madre buena y un amor perdido.
Qué dice usté.
Juan Manuel Aragón
A 13 de julio del 2025, en la Costanera. Yendo al estadio.
Ramírez de Velasco®

 

Comentarios

  1. Melancólico y muy lindo, de una suavidad increíble, felicitaciones Juan Manuel, gracias!!!

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