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Un mal de este tiempo |
YouTube y los algoritmos revolucionan el periodismo, polarizan las audiencias y capturan mentes con contenido instantáneo, sin matices, desde cualquier dispositivo
Cualquiera puede tener (en realidad, cualquiera tiene) un canal periodístico de streaming (pronúnciese "estrimin"). Se hace de YouTube en tres pasos facilísimos y, al toque, transmite contenido noticioso, informativo o de análisis. Se vé en cualquier parte del mundo en ese instante o después, a través de internet, sin necesidad de descargar el material. Ofrecen programas, entrevistas, debates o coberturas en vivo, accesibles desde telefonitos, computadoras o televisores.La palabra "streaming" viene del inglés y significa "flujo continuo", refiriéndose al envío ininterrumpido de datos digitales. En el contexto periodístico, se dice también "transmisión en línea". Dicho en criollo, por si no lo entendió: agarra su celular y, luego de suscribirse gratis a YouTube, conduce un programa noticiario desde su casa sobre lo que se le ocurra. Tan fácil como eso.El "streaming" es, en gran medida, el culpable de la muerte de casi todos los medios habituales de comunicación, al menos como eran conocidos hasta hace unos 20 años, cuando empezaron a decaer. ¿Cómo ver algo por esta plataforma? Fácil: va a YouTube y, en la parte de buscar, pone lo que quiere ver, lo que se le ocurra, e inmediatamente tendrá a disposición varios canales hablando de esos asuntos. ¿A favor o en contra? Como quiera, amigo. Hay unos que lanzan pestes del presidente Javier Milei y otros que lo tratan con una dulzura digna de causas más elevadas; también están los que dicen las peores cosas de Cristina Fernández y los que la defienden a capa y espada. Y así con todo.
Algunos tienen programas conducidos por periodistas hechos y derechos, y otros son de gente común, como el vecino de la otra cuadra o yo. Los que son más vistos ganan más plata con la publicidad que meten, cada tanto, las plataformas que los albergan. Algunos son muy exitosos y los ven millones de personas alrededor del mundo; otros apenas pagan el puchero, y la mayoría no hace ni para la sal.
Y ahí entra a tallar el algoritmo, que viene a ser la verdadera inteligencia, digamos, de su teléfono móvil. Cada vez que entra a ver algo, lo detecta y lo va calando. Si tiene, pongamos, más de 60 años, no le mandará publicidad de baberos o biberones, sino de pañales descartables para mayores. Se sorprendería de la cantidad de cosas que sabe —sin entender nada realmente— de su comportamiento, amigo, amiga. Eso lo tienen presente los que hacen los programas que tratan de estos asuntos, pues funcionan bien y tienen muchos adherentes.
Los que se dedican al periodismo por estos sitios, en general, no son periodistas profesionales en el sentido antiguo, sino repetidores de fórmulas mágicas destinadas a captar y retener su audiencia. Para tener éxito, no deben ser ecuánimes y justos, sino exactamente lo contrario.
Usted sabe que la sociedad argentina se divide entre los A, que odian a los B, y los B, que odian a los A. Ellos también. No hacen lo que haría cualquiera: tratar de unir ambos extremos para hallar un punto medio o, al menos, comprender cómo se piensa en ambos extremos del arco político, social y económico de la Argentina. Quieren solamente que el algoritmo de todos los dueños de teléfonos celulares los conduzca a ellos.
Si tienen razón o no, es otro problema que no se detienen a analizar; es un drama ajeno. No les interesa escudriñar bajo la piel de la realidad para estar al tanto de lo que está sucediendo; es un asunto que les es ajeno. Solo quieren ganar lectores que tienen una idea formada de esa misma realidad y captarlos como rehenes intelectuales de su ideología: A o B.
Sin grises.
Sin matices.
Sin peros.
Qué más querían los periodistas de antes que entrevistar a uno que no pensaba igual, para desentrañar los secretos de una ideología con la que no concordaban. Se enriquecían como profesionales de la información y aprendían a convivir con el que tenía otra concepción del mundo. La lógica actual es contraria a eso.
Baja desde el poder el tufo de un dibujo con tinta china negra, a mano alzada, que estereotipa al que piensa distinto: en el mejor de los casos, como un mandril; en el peor, como un hijo de puta. Pero, sin el arbitraje de los buenos modos, el juego se desmadra y va para cualquier parte. Cuanto más pensamiento binario hay, más se solaza en su propia ideología y más odia a los contrarios, con el aborrecimiento simplón de los ignorantes.
Si tiene un tiempito libre en su casa, en la sala de espera del médico, en la confitería mientras espera a alguien y agarra su celular, verá que, ahí nomás, le sale un lugar cuyos conductores tienen, casualmente, sus mismas ideas, don, doña.
¿Qué se propone aquí para huir de esos pensamientos simples y destructivos? Como primera medida, volver a los libros que, contrariamente a lo que dicen por ahí, sí muerden, punzan, avivan, aguijonean, provocan, desgastan, consumen, incitan, comen, flagelan, maltratan, trituran, carcomen, estimulan, fustigan, zarandean, inducen, excitan, agitan, roen, pican, desmenuzan, espolean, revuelven, apalean, provocan, pulverizan, machacan, vapulean, sacuden, corroen, muelen, pegan, golpean, entre otras cosas, claro.
Como segunda, callarse cuando surjan estos asuntos como tema de conversación entre conocidos, y leer mucho antes de decir "esta boca es mía".
Informarse de lo último que está ocurriendo en el mundo actual leyendo los clásicos no es mala idea, si quiere un consejo. Si no, siga envenenando el alma con los telefonitos. Insista, insista, insista hasta que se convierta en un tonto completo, hecho y derecho.
Y atragántese con su propia tontería.
Juan Manuel Aragón
A 28 de julio del 2025, en el Tenemelo. Bailando chamamé.
Ramírez de Velasco®
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