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Fotografía de Jorge Llugdar |
Un gringo de apellido italiano, dueño de una empresa de colectivos de Tucumán, compró San Isidro
Yo he conocido San Isidro, en el departamento Jiménez, de Santiago del Estero, del Bobadal al naciente, ahicito nomás. Pago lindo, tenía tres o cuatro casas. Una siesta con los amigos, fuimos a un campeonato de fútbol. Yo no jugaba, soy muy patadura, así que aproveché para mosquetear por todos lados. Había corrales, dos o tres cercos de ramas sembrados con maíz, anco, sandía, divisé al menos un potrero y también un surgente cerca de la cancha, donde los changos se bañaron después del último partido.A la noche hubo un baile bastante concurrido. Fue gente de todas partes. Hubo un detalle curioso, no se alumbraron con lámparas Radiosol, sino que llevaron un generador para tener electricidad y con eso tenían buena luz, música y bebidas frías. Estuvo lindo, como a las tres de la mañana volvimos.Después anduve otra vez, en la casa de un viejo que hacía obras. Le compré unas hermosas riendas que me duraron muchísimos años y durante toda la hora observé disimuladamente a la hija del hombre, una morocha que nos cebaba mate y que partía los quebrachos con solo mirarlos. El lugar estaba igual a como lo recordaba, casas más, casas menos, como dicen.En eso, la vida me distrajo en otros paraderos y no regresé durante veinte años a los lugares que antes habían sido míos. Cuando volví estaba todo cambiado, había nueva gente, los amigos solteros en aquel tiempo ahora tenían hijos grandes, nietos, una vida hecha y derecha, todos viejos como almanaque de ferretería. Igual que yo, por otra parte.
Un día tuve que ir al naciente y me llevaron en camioneta. Pregunté por San Isidro. “Acabamos de pasar por ahí”, me dijo uno. Pero no recordaba haber visto nada. Me contaron entonces que todo ese lugar ahora era soja. Las casas, los horcones, los chiqueros, los patios, los cercos, los sembrados, el guayacán a cuya sombra se sentaron generaciones a matear, la cancha de fútbol, los corrales, los palenques, las majadas, las tropas de vacas que iban al surgente a tomar agua, los caminitos que iban de casa a casa, todo se había convertido en filas interminables de un sembrado casi infinito de soja en verano y trigo en invierno. En la única cortina vegetal que habían dejado, vivía un encargado con la familia y nadie más.
Un gringo de apellido italiano, dueño de una empresa de colectivos de Tucumán, compró San Isidro, les regaló a los ocupantes, como les dijeron entonces, una pequeña lonja de tierra, alambró el resto y en más de mil y pico de hectáreas de tierra no dejó un árbol en pie, siquiera para que hicieran nido las palomas. Hasta las referencias toponímicas del lugar se borraron para siempre, pues hoy lleva por nombre el apellido del tano aquel.
No quedó ni el recuerdo de lo que antes era. Después no hubo ni siquiera una señal para acordarse de que aquí vivía el abuelo, más allá los tíos y del otro lado del montecito los vecinos, la represa, el cerco del abuelo, el chiquero de las cabras, el corral donde la madre iba a sacar leche a las vacas. En un mar verde, verdísimo, de una soja siempre extraña y ajena, se habían esfumado cientos de miles de recuerdos que quizás venían desde el tiempo de los indios. Se marchó para siempre jamás una historia que nunca se recuperará ni volverá a repetirse.
De golpe, alguien nacido en ese sitio ya no tenía de dónde ser, dónde mentar su nacimiento, su pertenencia más íntima. Le habían quitado la casa de sus padres, la sombra del algarrobo, el vuelo de la urpila, el susto de la corzuela, las lagañas pegadas cuando iba la escuela, el mate cocido de la abuela, las alpargatas agujereadas, la zorra en que su madre iba al pueblo a hacer las compras, el guayacán en que hondeó esa primera charata de su vida, que luego fue escabeche, el peine colgado de unas cerdas de vaca. Ya no tenía ni el rastro del camino de vuelta como para fijar un lugar bajo las estrellas y sentirlo propio.
Ahora pienso en una mentira poética del Martín Fierro cuando dice “hasta el pelo más delgao hace su sombra en el suelo”. No es verdad, amigos, la sombra de un cabello, como los recuerdos de los pobres, disuelven su existencia en pocos centímetros, si no, haga la prueba y verá.
Los más humildes santiagueños han sufrido la expoliación de su propia historia por una lógica del mercado que precisaba las tierras, ¡los bosques!, en que caminaban libres, para sembrar un poroto que venden para forraje de los chanchos de la China. Sus saudades y añoranzas ni siquiera tienen como consuelo un regreso al barrio de su infancia, que les quitaron en nombre de un avance cuyos frutos no vieron, no ven, no verán.
Malaya triste destino, los paisanos argentinos.
(Abajo tiene lugar, si quiere, para tirar con posta).
©Juan Manuel Aragón
Cuál es el apellido del Gringo ?
ResponderEliminarIngalina...
ResponderEliminarSoy Lus Alberto Llanos
Una de los mejores relatos de vida que lei
ResponderEliminarCierto y triste.
Te felicito amigo
Arq lopz ramos
Lula dijo que la soja era una maldición para Brasil. El problema es que Lula es zurdo...entonces lo que diga es dudoso...no? Digo... Bueno mejor hacernos los tontos, como perro al que estan...
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