La del cuento es la pícara que está de espaldas |
Dos historias que sabía contar Matías, antes de que apareciera la televisión por el pago y lo echara todo a perder
Matías sabía historias que ya no se cuentan en el pago desde que entró la televisión, mucho menos desde que todos tienen un telefonito encargado de dirigirles la vida. Hasta doña Eulalia, que pasa de los 80 largos, cada vez que la visitan los bisnietos toma una selfie, manda un guasáp al almacén para que le manden medio de grasa que le hace falta para la tortilla, esas tonteras.Contaba cuentos viejos Matías, algunos muy conocidos, otros no tanto, pero todos divertidos, sobre todo en esas mañanas de lluvia, cuando no había nada que hacer, más que matear y mirar el agua corriendo entre el corredor y la pirhua.El de la rubiala era uno de los más bonitos. Es un pájaro que en otras partes le dicen chajca, guira—guira, cuco guira, serere, machilo, piririta. Es bonito y suele vérselo cerca de los cercos de rama y tiene un vuelo que a veces parece torpe. Bueno, va el cuento.Estaban bañándose la rubiala y el zorro. Éste, que se pavoneaba de todo, dijo:
—No hay mejor nadador y zambullidor en el mundo que yo; desafío a cualquiera a estar debajo del agua.
La rubiala se dio por aludida y aceptó el reto. Entonces jugaron cuchillos, aperos, caballos y se dispusieron a la prueba. Después de zambullir la rubiala salió afuera, se sacó una pluma y la clavó en la arena dando la impresión de que estaba bajo el agua y le sobresalía la cola. Se apoderó de todas las prendas apostadas y huyó, dejando al rival bajo el agua.
Después de un rato largo, cuando los pulmones parecían estallar, sacó el hocico el zorro y respiró con la intención de hacer trampas, y vio que la rubiala parecía seguir zambullida. Nuevamente se metió dentro del agua; repitió lo mismo dos o tres veces. Después de mucho tiempo, y alarmado pensando que la rubiala se habría ahogado, resolvió salvarla: quiso sacarla y se encontró con una pluma en la mano.
Salió del agua y se dio con que había huido llevándose toda la apuesta. Enfurecido, resolvió perseguirla. Llegó a la casa de su amiga la comadreja y le preguntó si la había visto a la rubiala. Le contestó que sí, que la noche antes pasó por ahí, que iba bien cargada. Corrió el zorro hasta lo del conejo y le preguntó lo mismo: sí, hacía unas doce horas que pasó. Y siguió averiguando y acercándose, hasta que por fin la encontró trepada en un árbol.
Saltó el zorro queriendo pillarla, pero ella voló a un palo; se trepó el zorro más alto para saltarle encima, pero justo cuando saltó, la rubiala voló y él se rompió la cabeza contra el palo.
Después, cuando el cuento había terminado, Matías repetía: “No hay que ser vanidosos, amigos, porque nos va a pasar como al zorro de la historia”.
Y nosotros respondíamos: “Ahá”.
La Telesita
A veces contaba lo de la Telesita. Dijo que circulaban muchas historias y que algunas las decían en la radio, pero no eran ciertas.
En los montes vivía una mujer enigmática. Morenita, delgada, inocente y alegre, de unos dieciséis años. Humilde y sencilla. Se llamaba Telésfora Santillán, pero era conocida por la Tele, o la Telesita.
Nadie sabía su origen ni el lugar exacto en que vivía. La Telesita era infaltable de los velorios y de los bailes, de los velorios de angelitos y de las alojeadas, de dónde hubiera una pena que mitigar o una alegría que compartir.
—Imata rúas purinqui, Telesita? (¿Qué andas haciendo, Telesita?)
—Caipi purini. (Aquí ando).
—A ver, dansapaya, Telesita. (A ver, bailámelo Telesita).
—Bueno, dánsaj puscaiqui. (Bueno, te lo bailaré).
Era una bailarina incansable e incansable bebedora. No había nadie que resistiera como ella las danzas y las libaciones. Hacía el bien y nada pedía; se conformaba con lo que le dieran, un pedazo de tortilla, un poco de chicharrón, miel silvestre, vino y aloja. Con las primeras luces del alba se marchaba a su ignorado rincón de la selva.
Una vez se velaba a un angelito. Las libaciones y los bailes duraron hasta la madrugada. Los padres y los invitados iban quedándose dormidos. De pronto el viento llevó a una cortina la llama de una vela y se incendió la casa.
Todos huyeron despavoridos. Pero la Telesita, recordando que adentro había quedado durmiendo una criaturita, entró en seguida. Un solero dio con ella en tierra y las llamas envolvieron su menudo cuerpo.
Apagada la hoguera, sólo se halló un dije de plata que la Telesita llevaba en el pelo.
Después de que contaba esta historia, un rato largo quedábamos callados, pensativos. Alguien salía rumbo a la cocina a traer más brasas para seguir mateando. La mañana permanecía gris.
©Juan Manuel Aragón
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