Luminosa Edad Media |
“En la Edad Media los monjes católicos resguardaron de los bárbaros, no solamente las viejas Biblias sino todos los saberes del mundo antiguo”
Entre las muchas maravillas del mundo moderno, figura la de penetrar en los pensamientos de otra gente —viva o muerta— para saber qué opina u opinaba sobre diversos asuntos del ayer, de hoy o de mañana. Algunos en este país, tenemos la suerte, todavía, de abrir un grifo en la cocina, el patio o el baño de la casa, y que salga agua. O apretamos un simple botón y se hace la luz en plena noche. Si no le parece un fenómeno casi mágico, piense en que quizás sus abuelos no disfrutaron de esas caricias de la modernidad y que mucha gente hoy no las tiene instaladas en su casa.Usted dice algo hoy, y existe la posibilidad de que aquello que pensó, perdure durante mucho más tiempo de lo que vivirá. Quizás pasa a tres o cuatro vidas posteriores y también muchas más si es que lo dicho es algo interesante, relevante, bello, útil. Es el portento de la escritura.Imagine que usted es un comerciante de Nínive, en la Asiria antigua y quiere pedir aceite de la próxima cosecha de aceitunas a un proveedor de Aššur, por dar nomás el nombre de otra ciudad de aquel reino. ¿Debía recorrer los 100 kilómetros que había entre ambas, con el riesgo de ser asaltado en el camino? No, amigo. Mejor enviaba un esclavo con un ladrillo en el que, cuando estaba crudo, había grabado las cantidades que quería.Los más antiguos versos escritos, de los que nos han llegado a nosotros, empezaban diciendo: “Canta, diosa, de Aquiles el Pelida, // ese resentimiento, ¡que malhaya!, // que infligió a los aqueos mil dolores // y muchas almas de héroes esforzados// precipitó al Hades, // y de sus cuerpos el botín hacía // de perros y de todas // las aves de rapiña”. Es, como lo sabían los chicos de las escuelas del tiempo de las abuelas, el comienzo de la Ilíada, la primera gesta que se escribió en la historia de la humanidad, compuesta apenas entre el siglo X y VIII, antes de Nuestro Señor Jesucristo.
Como decía, la escritura fue el invento más portentoso entre todos los que hizo el hombre en toda su historia, más que la rueda, más que el aparato que mueve las agujas del reloj, más que el descubrimiento del ácido acetil salicílico (la aspirina), más que el martillo y el clavo y, por supuesto, mucho más que las computadoras, los teléfonos de mano, el control remoto del televisor y otros cacharros que facilitan la vida de las amas de casa modernas.
En este mismo instante, lo que pensé ayer, sábado 20 de noviembre, lo está sabiendo usted, sin que nos veamos personalmente, sin que nos conozcamos, sin que sepamos siquiera la existencia el uno del otro. Sólo porque usted aprendió oportunamente a descifrar las letras, el código impreso mediante el cual los hombres se comunican desde que un discípulo de Homero, el rapsoda griego, los puso sobre un papel para no olvidar aquella historia.
Durante siglos la lectura ha sido el modo que dispusieron las minorías para comunicarse y transmitir conocimientos que pasaban de un siglo a otro. En la Edad Media los monjes católicos resguardaron de los bárbaros, no solamente las viejas Biblias sino todos los saberes del mundo antiguo. La astrología, el latín, las matemáticas, la filosofía, la lógica y la religión cómo no, quedaron resguardadas en este luminoso tiempo de la cristiandad.
Esa época vio a los juglares y trovadores salir por los caminos a recitar sus poesías y llevar la música a los rincones más lejanos de los reinos europeos. Cuando llegó la Ilustración, la Edad Media había preparado al mundo, por varios caminos, para el advenimiento de la lectura como fenómeno más masivo. De tal suerte que en el siglo XIX ya casi no se discutía sobre las bondades de saber descifrar las palabras impresas en un papel.
Y el siglo XX fue el del “búm” de las letras. Leer y escribir se hizo tan común, que hasta se usa como unidad de medida para saber la calidad de los gobiernos de un país. Los que lograron que una mayoría apreciable de su gente sepa leer, en principio son mejores o más eficientes que aquellos que no.
Muchos no aprecian la maravilla de poseer una poderosa herramienta entre las manos, como la lectura y la escritura, de la misma manera que no saben todo el conocimiento y el trabajo que hay detrás de su movimiento desenroscando el mecanismo interno del caño para que lo surta del agua con que todas las mañanas se lava la cara. Ha pasado un largo camino desde el abuelo indio que para bañarse debía ir al río a refregarse con arena, hasta usted, que toma el champú y hace mucha espuma cada vez que quiere dejar más sedoso su pelo.
Bueno, ese martillo del conocimiento humano, repita conmigo, la lectura, está dejándose de lado cada vez más aceleradamente, siendo reemplazado por signos antiguos, parecidos quizás a la escritura cuneiforme de los sumerios. Por alguna misteriosa razón, muchos desechan la lectura como manera de comunicarse, prefieren las figuritas, los dibujitos, los ideogramas.
Hay cada vez menos gente leyendo libros, no solamente en Santiago del Estero o en la Argentina, sino en el redondo mundo. Esto ha llevado a que en muchos lugares la discusión sobre política, sociedad, religión, economía, sea en términos gruesos y perimidos. La falta de textos propicia debates que antaño no hubieran pasado el filtro de una mayoría culta y leída.
Para decirlo en términos más simples, las diatribas que se dedicaron Hillary Clinton y Donald Trump o los pobres discursos (ladridos) de Horacio Rodríguez Larreta y Javier Milei, por citar solamente a pocos términos del debate político actual, a una sociedad que leyera un poco más, le parecerían niñerías, infantilismo en polvo, altercados de orates en el manicomio.
Aunque sea una verdad repetida hasta el hartazgo la de la conveniencia de la lectura para avanzar en el proceso de perfección social y personal, mucha gente en estos días prefiere el ladrillo con inscripciones más o menos descifrables. Si los otros no entienden lo que quiere decir, siempre les queda el recurso de partirlo y tirárselo por la cabeza. La civilización, por definición, es enemiga del tiempo de las cavernas, pero, por las dudas, algunos se miden los cueros crudos de vaca como ropa casual, aprenden a hacer fuego con dos piedritas y salen a la calle con un garrote.
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno tu analisis, Juan. Como de costumbre. Abrazo .
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