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CUENTO El asesinato de la Pulga Loca

Presos todos

Esta narración fue publicada por primera vez en el libro “Platita” de 1999

Amaneció de la siesta tirado en su cama con cuatro cuchilladas malditas reluciéndole en el pecho. Con la cara un poco menos colorada que de costumbre, los ojos azules mirando al techo, sus cartas de tarot desparramadas por el piso y una expresión de dolor que le deformaba un gesto que siempre había sido pintoresco.
La Pulga Loca era —y seguirá siendo si todavía está ahí— una pensión de la calle Catamarca. Diez piezas en las que vivían malevos personajes salidos de las oscuridades de Santiago y de otros lugares. Su dueña, la Lali, estaba abombada del miedo. Recién a las siete de la tarde atinó a llamar por teléfono a la seccional. Demoró porque no estaba Ricardo, que era policía, paraba en la piecita del fondo y podría haber hecho el trámite antes.
El que trajo la noticia fue Miguelito, el hijo de la Lali. Estábamos tomando mate y llegó corriendo a decirnos que el Hugo no se despertaba, que estaba lleno de transpiración roja.
—Este Miguelito siempre con sus ocurrencias— dijo alguien.
Miguelito pasaba a segundo jardín, era comprensible. Pero cuando la Lali fue a despertarlo a Hugo, se dio con que efectivamente su transpiración era roja y una mosca negra la miraba desde el blanco del ojo de Hugo.
¡Cómo gritó esa mujer! ¡Señor!
Para qué voy a contar que nos llevaron a todos en cana. A los que habíamos dormido la siesta en la pensión y a los que habían estado afuera a esa hora, como Ricardo. Hasta él fue preso, ni uno se salvó.
Quedó pegado Cacho. En fin. Era el compañero de pieza de Hugo. Y tenía un sueño tan liviano que parecía insomnio. Pero en la seccional juró primero y no se retractó después que cuando se levantó, a eso de las tres de la tarde, lo había visto a Hugo durmiendo.
—¿Usted durmió la siesta?
—Sí, porque me tomé un calmante— le dijo Cacho al sumariante.
—¿Igualmente se despertó alrededor de las quince?
—Ahá, porque sufro de insomnio, ya le dije.
Y a pesar de que las declaraciones coincidían, Cacho se quedó encanutado.
—Pero, si yo soy amigo de la víctima, señor comisario— aumentó galones Cacho con su tonada cordobesa. Quedó adentro y a otra cosa.
Cacho y Hugo eran cordobeses, vendedores profesionales de rifas. La policía al parecer, ya tenía al culpable.
—Hay una pista— dijo el comisario.
Me acuerdo de que llegamos a la Pulga como a las doce de la noche, no nos demoraron más porque todos trabajábamos al día siguiente, porque nos conminaron a que no cambiáramos de pensión, porque Ricardo era amigo del comisario, porque —me pareció— no había lugar para tantos y porque la Lali gritaba, lloraba y pataleaba como chancho que lo han atado con alambre.
Éramos como quince o veinte en la Pulga. Todos varones porque la Lali no quería mujeres y vete a saber por qué.
Esa noche, entre la Lali que quiso cocinar para todos, una vaca que hicimos para la damajuana de tinto, el termeño que templaba la guitarra porque era lo único que sabía y la excitación por el asesinato, nadie durmió y nos quedamos conversando hasta la madrugada. Después me fui al trabajo y los otros aprovecharon para seguir meta velorio.
La pieza de Hugo quedó cerrada y a la mañana llegaron los de la policía con máquinas de fotos y otros aparatos, según me contaron.
A la noche de nuevo estábamos reunidos, nos acordábamos de Hugo y de sus ocurrencias. "Soy un vendedor de primera", decía y era cierto. A todos nos había vendido un número de su rifa que tenía sorteos mensuales, semanales y diarios. Al Noli le vendió un número. Noli era el hermano sordomudo y medio tonto de la Lali. Hugo se pasó una tarde de lluvia entera explicándole que todos esos autos y aparatos y piletitas de lona y casas de fin de semana y chicas en tanga de la rifa iban a ser de él. Además le tiró las cartas. Nadie sabía cómo, pero le había hecho entender algo tan difícil como leerle la suerte en sus cartas de tarot. A Noli le salían cosas tan maravillosas en los naipes, que no comprarle un número a Hugo hubiera sido un crimen. Era el único que había comprado la rifa al contado, los demás habíamos pagado la primera cuota y nada más.
Esa noche cuando llegó Ricardo, nos dio la nueva
—El Cacho no es el asesino— y tiró la gorra sobre la mesa de planchar. ¡Macho!, el asesino era uno de nosotros.
—A Cacho lo largan mañana— dijo Ricardo mientras apoyaba las manos sobre la mesa del comedor sucia de grasa, mirándonos fijo con cara de yo sé quién es.
Se me atragantó la mortadela que estaba comiendo. César mi compañero de pieza, un negrito hosco y callado tinquió una miga y se quedó duro como los demás.
Pucha. A la mañana siguiente tendríamos que declarar de nuevo. Ahí sí que —según Ricardo— nos íbamos a quedar hasta que saliera el culpable. Y como a la mañana había que levantarse temprano para ir a la comisaría, todos se fueron a dormir temprano y con la llave echada en las puertas por las dudas. Con Ricardo nos quedamos despiertos y compramos unas cajitas de vino. Lo que me llamaba la atención era que el asunto no haya salido publicado en el diario. Don Manuel había influido para que no se publicara nada.
Don Manuel era ordenanza en el diario, pero quería hacernos creer que escribía. Llegaba todos los días con un ejemplar bajo el brazo, se lo pasaba a alguno y decía
—Lea el editorial, mire lo que le decimos al gobierno. Eso les pasa por ladrones.
Con eso quería engañarnos para que creamos que él lo había escrito al editorial.
—Es uno de los principales sospechosos— calculó Ricardo.
—Sí, porque decía que Hugo les vendía espejitos a los indios.
—Che, pero eso no es motivo para matarlo.
—Lo que vos no sabes es que el otro día han tenido una discusión —me contó Ricardo—. Casi se han agarrado a las piñas y el día del asesinato don Manuel se paseaba por el patio retándolo bajito. Es un loco.
Ya había un sospechoso.
Pero había otro y era César, mi compañero de pieza. Esa siesta había estado lavando la ropa y parece que también lo tenía entre ojos a Hugo, porque el finado le había reclamado que pague las cuotas de la rifa. Y con César una vez se habían dado unos buenos sopapos.
El otro que podía ser era Fabián, un estudiante de ingeniería de la Nacional que no tenía nada contra Hugo y que casi no se metía con nosotros. Pero era porteño y con los vinos que íbamos tomando eso bastaba para que lo tengamos de sospechoso con Ricardo.
En eso estábamos cuando llegó la madrugada. Ya habíamos llorado por la suerte de Hugo cuando se despertó la Lali nos mandó a darnos un baño de agua helada. Después nos dio café bien negro y una aspirina.
Ricardo se dio una cachetada en la frente.
—¿Sabes quién es?
—No.
Me lo dijo.
Y la mirábamos a la Lali que también nos miraba mientras caminaba de un lado al otro poniendo la pava para el mate y despertando a los muchachos.
—Lali, no le vamos a decir a nadie.
—Ahá, a nadie.
Al rato en la comisaría el comisario pudo sacarle con sonrisas y señas al asesino los móviles del crimen.
En una hoja de papel Noli escribió
Hugo mentiroso
Hace mucho que no vivo en la Pulga, pero cuando me encuentro con alguno de los muchachos nos acordamos siempre que Hugo le había prometido al pobre Noli que las minas en tanga de la rifa iban a ser suyas. Y no le había explicado que en los sorteos casi siempre se pierde.
Un error que a la postre sería fatal.
©Juan Manuel Aragón



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