La alojera, de Absalón Argañarás |
Una vieja tradición cuenta que los indios peruanos sabían leer y escribir antes de la llegada de los españoles, conocimiento perdido por culpa de un amor indebido
“Aquí donde me ve, he criado ocho hijos, con mi finado marido, que en paz descanse” nos contó esa tarde bochornosa de enero de hace unos diez años. Un tiempo se había terminado para siempre y otro seguía amaneciendo, con esta cuestión de las computadoras, internet, los teléfonos móviles, pero todavía no nos dábamos cuenta. Prudente, no le pregunté la edad, pero arriba de 70 largos, seguro.“No tenga dudas de que la historia se repite”, nos dijo, sentada al lado del brasero, mientras cebaba mates de leche con amchi, bien dulces. Estábamos en Punta Toro, departamento Silípica, del histórico sur de la provincia. Sitio poco conocido, salió en el Nuevo Diario y en El Liberal una sola vez en la vida, cuando los vecinos dijeron haber visto un ovni, pero al lugar nadie sabía señalarlo en los mapas. Le cuento, llegamos de casualidad, con el amigo Chito Cáceres, un fin de semana que andábamos cazando.Sabía muchas cosas doña Ferro, según dijeron los únicos vecinos del lugar, la familia Almada y los Salvatierra. Más por curiosidad que por otra cosa, nos acercamos a su casa, las paredes de ladrillo, el sitio perfectamente barrido, aljibe bien tenido, un gran algarrobo en el centro del patio, un sulky abandonado y una pirhua vacía eran los únicos detalles que llamaban la atención de una casa que se mantenía por haber pasado mejores tiempos.Hablamos de asuntos generales, la vida que se había puesto tan cara, la juventud que ya no sabía ni ordeñar una cabra, las maestras que ahora no enseñaban a cubicar, como antes: “En el almacén voy haciendo la suma de lo que voy comprando y antes de que me digan cuánto es, ya estoy sabiendo”, dijo y agregó: “Yo he ido solamente hasta tercer grado reforzado, cuando los maestros enseñaban, como debe ser, ahora los chicos salen de la secundaria y no saben sumar, restar ni leer”.
Después de un rato de hablar, largó: “Mi tata contaba que el abuelo le había contado que por aquí pasaban los bolivianos, así les decían antes a los arrieros que llevaban mulas a Bolivia”. Supe que ahí estaba el nudo de lo que iba a narrar y encendí el grabador.
“Dicen que dicen que necesitaban las mulas para hacerlas trabajar en las minas de plata de Bolivia; las engordaban en Santa Fe y las llevaban arriando hasta esos cerros. Lejos, ¡oh! Sabían pasar por aquí, mi tata tenía un boliche, que quedaba allá, ¿ve?, todavía quedan las paredes en pie.
“Una vuelta llegó un tropero, por la pinta era boliviano, pero boliviano en serio, porque a los otros les decíamos así, pero no eran. Este hablaba raro, con algunas palabras que no se entendían. Se quedó dos noches haciendo arreglar la rueda de un carro en que cargaban los avíos para el camino.”
Doña Ferro hablaba y cebaba,hablaba y cebaba, hablaba y cebaba, sin parar, casi sin respirar en el medio, entonces nos sorprendió: “El boliviano nos contó de la maldición del Inca. ¿Usted ha sentido hablar de ella?” Le dije que no. Recordó: “Antes esto era puro jumial y pastos, después llegó el monte, quizás por eso las carretas venían por aquí, imaginesé, no iban a andar abriendo camino en el monte, tumbando quebrachos, algarrobos, churquis si hachaban el camino todavía iban a estar viajando”.
Cuando empezó a hablar, nos sumimos con Chito en un silencio casi religioso:
“Al parecer los peruanos aprendieron a leer y escribir unos 400 o 500 años antes de la llegada de los españoles. Hacían como rayas más largas y más cortas verticales y horizontales, formando palabras para dejar mensajes en el barro, en la chala del maíz y en los cueros de coy, porque ellos comían coy sí como nosotros comemos gallinas, ¿ha visto?
“El sistema de escritura fue inventado por los sabios que miraban las estrellas y predecían el tiempo, y servían para sus cálculos astronómicos, de otra manera hubiera sido imposible no solamente la astronomía incaica sino también la ingeniería, entre otras artes”, dijo, y me percaté de que era una mujer culta y léida.
Continuó la narración:
“Pronto ese conocimiento pasó al pueblo raso, lo aprendieron los mayores y fue bajando hacia el pueblo, de tal suerte que en cincuenta años todos lo sabían. Primero se usó para instruir a los más jóvenes sobre las semillas, el cuidado de los sembrados, el uso del agua, la fabricación de flechas, el conocimiento del trabajo con el cuero de los animales, en fin.
“Fue en ese tiempo que los indios peruanos llegaron a su esplendor y comenzaron sus grandes construcciones, pues no tuvieron que recurrir solamente a la memoria de los sabios para pasar conocimientos, cultura, tradiciones, matemática, sino que podían guardarlo escrito para las próximas generaciones.”
Con Chito estábamos embelesados, nos habíamos olvidado de la cacería, las perdices que llevaríamos de vuelta a Santiago, el guiso de corzuela que pensábamos hacer si pillábamos una. Doña Ferro nos había cautivado. Se notaba que había sido buenamoza en su juventud, con el rostro poco sufrido por cocinar a la orilla de las brasas, mantenía la tersura de la piel y parecía fuerte todavía: no usaba bastón ni se quejaba de sus dolores como suelen hacer otras a su edad.
Siguió contando:
“Un buen día, otro Inca, hijo o nieto del primero, hizo un grave descubrimiento. La hija mayor, que estaba destinada a casarse con un jefe del norte, de lo que hoy es el Ecuador, se mandaba mensajes con un guerrero de su propia guardia personal. Hizo llamar a los demás jefes para saber qué debía hacer con aquel atrevido.
“Cuando llegaron sus lugartenientes, luego de plantearles la situación, le avisaron que sus hijos hacían lo mismo, todos se enviaban mensajes con todos y reinaba un gran desorden en la sociedad, culpa de esa escritura. Preguntó si debía mandar a matar a aquel guardia y respondieron que como Hijo del Sol podía hacer lo que quisiera, pero sería inútil, pues aquella peste se había extendido por todas partes.
“Durante varios meses el Inca formó ejércitos que salieron a los cuatro vientos de su imperio a destruir todo lo que hallasen escrito, la orden era no dejar ni el más mínimo rastro, que nadie nunca supiera que por tal vergüenza su imperio había empezado a corroerse desde adentro. Hallaron a tiempo el problema y encararon su drástica solución, en una palabra.
“Después de mandar a matar al guardia que se mandaba mensajes con la hija, ella lo maldijo: ´Nada prosperará en estas tierras si lleva tu nombre´. Y el anatema de la hija se viene cumpliendo desde entonces.”
Se detuvo doña Ferro y nos miramos con Chito. Entonces ella remató:
“Por eso, cuando hablan de que la juventud está perdida con esos nuevos aparatos, los teléfonos, los mensajitos, que viven agachados mirando las pantallas sin ver el mundo que tienen a la vuelta, me acuerdo del Inca y pienso que la solución es quemarlos a todos, de una forma prolija y salvaje, para que no queden rastros de su existencia y el mundo empiece a recuperar de a poco, algo de la cordura que antes sabía tener”.
Quedaban cabos sueltos en su historia.
—Disculpe, pero ¿cómo se cumple la maldición de la hija del Inca?— le averiguamos.
—Todo lo que lleva un nombre del idioma peruano, está destinado a tener corta vida.
—¿Cómo dice?, no entendemos.
—Si usted tiene un negocio y le pone un nombre quichua, el negocio no va a durar.
—¿En serio cree eso?
—Miren, mi tata se estaba por fundir, todos por aquí le debían, había habido muchos años de malas cosechas, la gente evitaba pasar por frente a casa de la vergüenza por deberle y no tener con qué pagarle.
—¿Y de ahi?
—Cuando le contaron esta historia le cambió el nombre al boliche: en vez de llamarse “Toro Huasi”, pasó a llamarse “Ferro Quina Bisleri”, con un gran cartel al frente.
—Ahá, ¿y qué ha pasado?
—Al día siguiente empezaron a pagarle los fallutos, llovió lindo en el pago, al tiempo compró una camioneta y traía él mismo la mercadería de Santiago.
Chito se tocó la frente:
—¡Por eso le dicen doña Ferro!
—¡Claro!, antes me decían “Manacasúcoj”, porque de chica había sabido ser muy desobediente. Tenía un novio pobre y pilpuncho. Cuando me empezaron a decir “Ferro”, cambió todo, me puse de novia con un policía que llegó a comisario, murió joven y me dejó una muy buena jubilación. Por eso vivo bien, tranquila, sin problemas.
—¿Usted cree que es por la maldición del Inca?
—Por supuesto, nómbrenme un negocio con nombre de la lengua traída del Cuzco que le vaya bien.
—¡El bazar Ollantay de la 24 de Septiembre!— pegué el grito.
—¿Qué tal le está yendo?— averiguó doña Ferro.
—¡No…!, cerró hace mucho.
—¿Ha visto?
Cuando volvíamos a Santiago, sin haber cazado ni un mosquito, jugamos con Chito a decir lugares con nombres incaicos.
—¿Heladería Kakuy?
—Cerrada.
—¿Inti Club?
—No existe más.
—¿El Llajta Súmaj?
—Muerto hace cuánto.
—¿El festival Pockoy Pacha que se hacía en La Banda?
—Finado.
—¿El Dúo Shunko?
—Hundido.
Le pregunté si valía la pena contar lo de doña Ferro en una nota en el diario.
—Ni te molestes, nadie te va a creer— respondió.
—Además la vieja tenía cara de mentirosa— agregué.
©Juan Manuel Aragón
HERMOSO.!!!! ME ACUERDO DEL OLLANTAY AL FRENTE DE LA PLAZA. ARRIBA VIVIA CARLITOS AREAL.
ResponderEliminar¡Ancha súmaj!.. Perdón: Muy lindo.
ResponderEliminarLa Favorita. Tanzan Checo. El viejo hospital Diego Alcorta donde Papilo regalaba revistas los domingos ( pa los locos, vio?
ResponderEliminarHermoso relato !
ResponderEliminarExcelente relato
ResponderEliminarNo ´ai ser. La Isla Tara Inti de Las Termas tiene mucho público. Está pelechando lindo. No ´ai ser cierto ooohhhh....!!! Ancha llulla don Aragón...!!
ResponderEliminarY Atamisqui, Salavina, Guasayán
ResponderEliminarJajajajajaja atrapante ....
ResponderEliminarMuy bueno ese relato, entonces en lugar de decir : Cuentitut ancha sumaj , voy a decir: Very good tale ¡ Ja ja ja !!
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