Carroza fúnebre (foto archivo) |
Los velorios de antes, sus costumbres, sus ritos, el luto, las carrozas, la viuda, los chistes y cuentos, el tarjetero y, por supuesto, el folklore
En aquellos tiempos (in illo tempore), uno se enteraba de que en una casa había un finado porque en la puerta instalaban un tarjetero con una lapicera para que cada uno fuera poniendo su nombre y dejando constancia de que había estado. Una tarde cualquiera, a medida que iba llegando, se alarmaba:
—Ahí vive Albertito, ¿será él? —pensaba.Cuando estaba ahí, desde la entrada nomás averiguaba:
—Pero, ¿qué ha pasado?
Alguien, con voz resignada, le informaba:
—Se nos fue Alberto.
Preguntaba entones:
—¿Albertito?
—No, el papá, don Cacho.Mis padres alquilaban una casa, que se conserva tal cual, en el barrio San Martín, de La Banda, Belgrano 1357. Entre los borrosos recuerdos de la infancia, una tarde vi pasar la carroza de la pompa fúnebre, tirada por al menos cuatro caballos y un señor vestido de negro en lo alto de la carroza. Si no cree, no me importa, pero es uno de los más viejos recuerdos que guardo de mi infancia, tenía entonces cinco años, alguien avisó que llevaban un finado y me dio mucha impresión. Después las empresas de pompas fúnebres incorporaron los automóviles, mucho más limpios y menos costosos que mantener una tropilla de percherones negros. Después me enteré de que, cuantos más caballos llevara, más caro era el servicio. Van quedando pocos que recuerden el folklore que rodeaba la muerte en la antigua sociedad de Santiago, y quizás de todo el norte.
A pesar de lo repentino de algunas muertes, los vecinos rápidamente se organizaban, hacían una vaquita para comprar bebidas blancas, café, azúcar y tener qué convidar a la gente que iría llegando. Una vecina se hacía cargo de tender las camas, limpiar el piso y preparar la comida para la legión de parientes que llegarían de todas partes porque, imaginesé, la viuda no estaba con ánimos de hacer nada. Se mandaba a los chicos a la casa de los amigos, que ese día hasta los dejarían meter un gol para hacerles pasar la tristeza. En el fondo de algunas casas humildes, las mujeres teñían la ropa en grandes ollas, porque durante un año redondo habría que usar riguroso luto, después vendría el medio luto otro año y terminado ese tiempo se pondrían ropa blanca. De ahí saldrá el que a algunos morochos les dicen “Negro como calzón de viuda”, porque se suponía que habían teñido toda la ropa. (Una vez mi abuela tomó a una chica como empleada doméstica cama adentro y a los tres días la corrió. Mi madre le preguntó por qué, pues parecía una chica trabajadora. Mi abuela descubrió que en la soga para secar la ropa había colgado una bombacha roja. “No debe ser una mujer honesta si tiene ropa interior de ese color”, dictaminó. Cierro paréntesis).
Muchos años después de ver el primer coche fúnebre fui a Salta. Al frente de la plaza 9 de Julio, la principal, hay un edificio, dicen que era el antiguo cabildo y ahora es un museo. Había una carroza fúnebre negra, reluciente y otra más chica, blanca: “Era para los chicos”, me informó un guía, a esas no las vi nunca en acción, digamos, pero tengo amigos más grandes que sí las recuerdan. Lo que no sé es si las de chicos eran tiradas por caballos blancos, los mismos percherones negros o de cualquier otro pelaje.
Decían que había una ley que pedía que los velorios durasen al menos 24 horas. Pongalé que uno moría a las 8 de la noche, entonces lo velaban hasta pasado mañana, porque no iban a enterrarlo cuando estaba oscuro, sino que aguaitaban hasta el día siguiente y el cuerpo, a pesar de las flores, empezaba a heder. Casos se contaban de finados que habían despertado en el cajón porque les agarró catalepsia y, dicen, murieron de la desesperación, la falta de aire o vaya uno a saber qué. Por eso, por las dudas, se esperaba un día, si no respiraba, entonces es porque estaba bien muerto y no había peligro de que se despierte encerrado, a dos metros bajo tierra.
Después de llegar había que saludar a los deudos, uno por uno, a la viuda, que estaba cerca del féretro acompañada por las cuñadas, las hermanas, las vecinas. Algún hijo que andaba por ahí, después del inevitable abrazo con sonoras palmadas y un fuerte “lo siento mucho”, informaba que Titola, como le decían al hermano, estaba atrás, con los amigos. Llegabas a la cocina, se hacía un silencio y te abrazabas emocionado con el hijo, unos eternos dos minutos, le palmeabas la cara y le decías: “Bueno, hay que seguir, amigo, qué se le va a hacer”. Después de unos segundos, seguían en lo suyo: hasta que llegaste habían estado contando chistes. Porque siempre en los velorios, lejos de la romería central, se contaban chistes, era como que a uno le daban ganas de reírse, de los nervios o de algo y siempre había un gracioso en el grupo que llevaba la batuta. A veces eran anécdotas del finado o cuentos de esos que circulan de boca en boca, pero muy bien dichos, con una maestría digna de un Luis Landriscina.
Una pregunta que se solía hacer entonces —ahora también —era “cómo ha sido”. Porque más allá de que la muerte es el desenlace más común que tiene la vida, importaban los últimos instantes del finado, qué le había pasado o simplemente de qué había muerto. Una vez que vino mi madre de Tucumán, íbamos caminando y de frente venía una vecina que supimos tener en una de las tantas casas que vivimos en Santiago. Le advertí: “Allá viene doña Fulana, el marido ha muerto hace poco”. Mi madre la saludó, le dio el pésame y preguntó dos o tres veces, “cómo ha sido”, sin que la otra le respondiera. Cuando al fin quedamos solos, le dije: “El marido murió en un hotel alojamiento con una morocha infernal, pero no tuve tiempo de avisarte”.
De rato en rato alguien venía de adelante para informarle a Titola: “Llegó el tío Ernesto”. Titola componía el rostro, endurecía las facciones, y partía a abrazarse con el pariente que luego sería incorporado a la rueda, en la que profusamente circulaba la ginebra. Adelante por ahí la cosa se empezaba a calmar hasta que llegaba un pariente que se abrazaba a la viuda, que volvía a sollozar, lo mismo que las amigas y las comedidas que la rodeaban.
En algunos casos había un hijo que vivía en el sur, en Zapala pongalé. Primero había que avisarle que había muerto el viejo, eran los tiempos de la Compañía Argentina de Teléfonos y no era fácil conseguir una comunicación. Cuando ya iban dos días de velorio, un mediodía de enero, siempre un comedido avisaba:
—Dicen que anoche salió de Zapala, hace un rato se comunicó con mi compadre, que es radioaficionado y dijo que venía por Córdoba, va a llegar entre las 4 y las 5 de la tarde.
A esa altura el hedor de la casa ya era insoportable.
En Santiago, además, existía el folklore del folklore, un condimento extra que no se ve en otras provincias del norte. Hace muchos años, en la administración pública solían dar uno o más días de asueto a quien estuviera de duelo. Si alguien no era hijo, padre, hermano, tío o sobrino del muerto, justificaba la falta poniendo un aviso en el diario. Un día dejaron de darle feriado al supuesto deudo, pero la costumbre ya se había impuesto. De tal forma que hoy mucha gente pone el aviso, pero ni aparece por el velorio, para qué, si ya ha cumplido. A veces, cuando muere alguien importante, muchos se ven en la obligación y mandan publicar en el diario: “Los ex vecinos de la calle Maipú, de su concuñado Horacio” y a continuación un reguero de nombres, pero como ya no se justifica nada, aparecen “Sofi, Michi, Tinguilo, Joshela, Piturro, Negro, Gordi y sus respectivas familias”, total, en el Cielo, el finado va a saber quiénes son.
Por ahí una tía llevaba un sacerdote para que diga un responso. Entonces se arremolinaban las viejas, algunas enarbolando un Rosario, dispuestas a darle al Avemaría hasta que las velas no ardan. Mientras, en la cocina, el tío viejo informaba que no iría a rezar
—No les creo nada a esos pollerudos, el muerto, muerto está —pontificaba contra el cura.
No lo terminaba de decir y aparecía la madre de uno que revoleando los ojos lo conminaba:
—Vamos a rezar por el alma de tu tío.
Y en el camino lo iba retando porque las risotadas se oían hasta el comedor donde velaban al pobre Alberto.
Y uno se encaminaba con algo de temor, porque medio punteado ya, tenía miedo de tentarse con semejantes cuentos que acababa de oir, un papelón, oiga.
Cuando aparecieron las salas velatorias, estas reuniones sociales se redujeron al máximo. Ahora al fiambre lo tienen a lo sumo seis horas y chau, al cementerio, si no, te cobran una fortuna, además los médicos se cercioran bien de que el muerto está muero. Hasta hace un tiempito si se cortaba a las 7 de la tarde, lo velaban pongalé hasta las 10 de la noche, luego todos se iban a dormir, lo dejaban solo al fiambre y al día siguiente volvían a enterrarlo. Nada de pasarse toda la noche alrededor del cajón.
En algunos casos había un hijo que vivía en el sur, en Zapala pongalé. Primero había que avisarle que había muerto el viejo, eran los tiempos de la Compañía Argentina de Teléfonos y no era fácil conseguir una comunicación. Cuando ya iban dos días de velorio, un mediodía de enero, siempre un comedido avisaba:
—Dicen que anoche salió de Zapala, hace un rato se comunicó con mi compadre, que es radioaficionado y dijo que venía por Córdoba, va a llegar entre las 4 y las 5 de la tarde.
A esa altura el hedor de la casa ya era insoportable.
En Santiago, además, existía el folklore del folklore, un condimento extra que no se ve en otras provincias del norte. Hace muchos años, en la administración pública solían dar uno o más días de asueto a quien estuviera de duelo. Si alguien no era hijo, padre, hermano, tío o sobrino del muerto, justificaba la falta poniendo un aviso en el diario. Un día dejaron de darle feriado al supuesto deudo, pero la costumbre ya se había impuesto. De tal forma que hoy mucha gente pone el aviso, pero ni aparece por el velorio, para qué, si ya ha cumplido. A veces, cuando muere alguien importante, muchos se ven en la obligación y mandan publicar en el diario: “Los ex vecinos de la calle Maipú, de su concuñado Horacio” y a continuación un reguero de nombres, pero como ya no se justifica nada, aparecen “Sofi, Michi, Tinguilo, Joshela, Piturro, Negro, Gordi y sus respectivas familias”, total, en el Cielo, el finado va a saber quiénes son.
Por ahí una tía llevaba un sacerdote para que diga un responso. Entonces se arremolinaban las viejas, algunas enarbolando un Rosario, dispuestas a darle al Avemaría hasta que las velas no ardan. Mientras, en la cocina, el tío viejo informaba que no iría a rezar
—No les creo nada a esos pollerudos, el muerto, muerto está —pontificaba contra el cura.
No lo terminaba de decir y aparecía la madre de uno que revoleando los ojos lo conminaba:
—Vamos a rezar por el alma de tu tío.
Y en el camino lo iba retando porque las risotadas se oían hasta el comedor donde velaban al pobre Alberto.
Y uno se encaminaba con algo de temor, porque medio punteado ya, tenía miedo de tentarse con semejantes cuentos que acababa de oir, un papelón, oiga.
Cuando aparecieron las salas velatorias, estas reuniones sociales se redujeron al máximo. Ahora al fiambre lo tienen a lo sumo seis horas y chau, al cementerio, si no, te cobran una fortuna, además los médicos se cercioran bien de que el muerto está muero. Hasta hace un tiempito si se cortaba a las 7 de la tarde, lo velaban pongalé hasta las 10 de la noche, luego todos se iban a dormir, lo dejaban solo al fiambre y al día siguiente volvían a enterrarlo. Nada de pasarse toda la noche alrededor del cajón.
Pero con la cremación, se terminó hasta el velorio. Te mueres, te llevan a cremar, sin cajón, total, para lo que va a servir, le entregan las cenizas a un pariente, siempre que las pida y ya está. El llanto, si es que alguien le llora, lo hace cada uno por su lado, se reparten las cositas del finado y listo. Si tenía muchos bienes, al día siguiente nomás empieza la pelea por las propiedades, la fábrica, los campos, las joyas, con larguísimos juicios sucesorios y abogados metidos en el medio, tiros, líos y cosha golda. También hay otro folklore en esto, quizás más antiguo y sórdido, pero es otra historia.
La vez pasada murió el que quizás haya sido el hombre más rico de un pueblo de aquí cerca. En el velorio, en una moderna sala, estaban los hijos, la señora, los parientes más cercanos, empleados, proveedores, contratistas, circunspectos, sin hacer escándalo, como se usa ahora en esas ocasiones. Se habla en voz baja, pocos enjugan una lágrima, hay algún sollozo, murmullos y café. En medio de todos, uno lloraba a moco tendido, quienes se le acercaban también querían llorar, sólo de verlo berrear a ese pobre hombre. Pero pocos lo conocían. Los parientes le encargaron al cura que le pregunte por qué tanto llanto.
—¿Usted lo conocía al finado?, ¿sabe quién era?
—Sí, cómo no saberlo.
—¿Acaso sabe que era comerciante, el único distribuidor de la cerveza Tal, la bebida Cual, el dueño de la finca “El Bataraz”?
—Por supuesto, por supuesto, y era dueño de tantas cosas más, ¿no?
—¿Es pariente?
—No.
—¿Y por qué llora?
—Por eso, padre, por eso.
A continuación, si usted tiene alguna historia verídica, un cuento, una costumbre que se olvidó consignar aquí arriba, le ruego que la escriba en los comentarios, así entre todos enriquecemos el folklore de Santiago, el norte o de todo el país.
Juan Manuel Aragón
A 13 de abril del 2024 en Tintina. Viendo lloviznar.
©Ramírez de Velasco
La vez pasada murió el que quizás haya sido el hombre más rico de un pueblo de aquí cerca. En el velorio, en una moderna sala, estaban los hijos, la señora, los parientes más cercanos, empleados, proveedores, contratistas, circunspectos, sin hacer escándalo, como se usa ahora en esas ocasiones. Se habla en voz baja, pocos enjugan una lágrima, hay algún sollozo, murmullos y café. En medio de todos, uno lloraba a moco tendido, quienes se le acercaban también querían llorar, sólo de verlo berrear a ese pobre hombre. Pero pocos lo conocían. Los parientes le encargaron al cura que le pregunte por qué tanto llanto.
—¿Usted lo conocía al finado?, ¿sabe quién era?
—Sí, cómo no saberlo.
—¿Acaso sabe que era comerciante, el único distribuidor de la cerveza Tal, la bebida Cual, el dueño de la finca “El Bataraz”?
—Por supuesto, por supuesto, y era dueño de tantas cosas más, ¿no?
—¿Es pariente?
—No.
—¿Y por qué llora?
—Por eso, padre, por eso.
A continuación, si usted tiene alguna historia verídica, un cuento, una costumbre que se olvidó consignar aquí arriba, le ruego que la escriba en los comentarios, así entre todos enriquecemos el folklore de Santiago, el norte o de todo el país.
Juan Manuel Aragón
A 13 de abril del 2024 en Tintina. Viendo lloviznar.
©Ramírez de Velasco
Vivía sobre la Sáenz Peña, por donde pasaban las carrozas rumbo al Cementerio. La de niños era de un color plateado.
ResponderEliminarUna solía estar arruinada en una entrada de un portón que había en la Sarmiento casi Belgrano frente al Banco Hipotecario.
A mi me solía dar impresión una cruz grande con una luz morada que ponían al lado del cajón.
Totalmente cierto lo que dices sobre las carrozas arrumbadas en ese baldío sobre la Sarmiento: las veía desde las ventanas de mí departamento. Ahora ya no las veo, deben haberse desarmado por el tiempo.
EliminarBuenísimo Juancho...has hecho una muy buena y detallada descripción de esos rituales mortuorios de otrora..En el campo se ven en la obligación de cocinár el famoso estofado para los que quedan a velar...me gustó Juancho..tienes buena observación descriptiva......virtudes necesarias en todo narrador..
ResponderEliminarNo me llamo anónimo Soy ( era) Severo GALVÁN...abrazo
ResponderEliminarTe faltó contar las pobrezas o suntuosidades del cajón. El cajón de plata de la Reina Gubaira por ejemplo. Creo que al final se lo dieron a Legname como reliquia historica para el.Patrimonio. Sirvió como cajón simbólico en el velorio público de la Eva.
ResponderEliminarAUB. Abrazo.
EliminarDicen que en una ciudad de esta provincia había una iglesia que tenia un sacerdote extranjero y todavía sin conocer bien el idioma le pidieron haga un responso, pero tenia aprendido la parte de la biblia que leería, pero aún nuevo no sabía de quién se trata y un secretario le grita " padre llegó fiambre" . Y el cura empieza " estamos runidos por don fiambre". Anécdotas que hoy se ríen pero en verdad se perdió el respeto por todo y lo peor ya no hay amor como solidaridad en la sociedad
ResponderEliminarY si el que ha muerto era músico o bailarín obviamente que no puede faltar la guitarreada...y los velorios del campo otra historia
ResponderEliminarLa primera vez que se realizó este tipo de acto, fue cuando murió Julio Argentino Jerez y lo trajeron de Buenos Aires. ( Donde había fallecido) Creo que alrededor de 1955 ( no recuerdo bien) Durante el acompañamiento y también en el Cementerio La Misericordia, de La Banda, se lo llevó, con los acordes de Añoranzas, la mayoría de los cantores, guitarristas y bombistos formaban parte de su orquesta, así como familiares y amigos. Luego de esta primera vez, se tomó como costumbre hacerlo, cada vez que moría un folclorista.
EliminarHay muchas costumbres antiguas que recuerdo aterrorizada , de cuando era muy pequeña ( y preguntona)
ResponderEliminarEran de la primeras mitad del siglo XX. Recuerdo que mí madre termino por romper unas fotos que encontré en una caja en casa de mis abuelos maternos, donde se veía un niño ( angelito) en su ataúd, rodeado de flores, mí madre me dijo que antiguamente se acostumbraba repartir esas fotos entre familiares y amigos,, para que no lo olvidarán, también se registraba el momento en que los difuntos eran sacados de su casa para el sepelio junto a los deudos. Las casas debían tener un crespón negro en la puerta durante un mes, no debía limpiarse ni barrer el piso durante 9 días, los hombres durante ese tiempo no se afeitaban, en señal de duelo, y las iglesias en las misas de difuntos, colocaban una imitación de ataúd rodeado de candelabros con velones y bandos, a los lados de color negro de terciopelo. ( Eso, si quedo grabado en mis retinas, pues era muy pequeña y me producía terror entrar a las iglesias cuando había este tipo de ceremonias ( creo que se continuaron realizando más o menos hasta el año 1960 o algo más...