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Por los anteojos no sos analfabeto |
El rostro parece el mismo de siempre, aunque la memoria, los días y los recuerdos digan otra cosa
Supo que había llegado a viejo, no por las articulaciones que le dolían, porque se había ido acostumbrando de a poco, sino cuando la gente joven empezó a tratarlo invariablemente de “usted”, pronunciado con la misma reverencia con que él los había tratado antaño. Entonces se dio cuenta de que no importaba lo hecho antes, sus supuestas o reales aventuras, sus logros, sus quiméricas e imaginarias proezas, lo más relevante era una anormalidad, ahora era uno más revistando en la categoría jubilado.Si no miraba sus fotografías, cuando se afeitaba el tipo que lo observaba desde el espejo era el mismo de todos los días, al menos desde los 17 o 18 años, cuando había comenzado a rasurarse la barba. Pensaba que la vida se le estaba desbandando demasiado rápido, no recordaba lo que había hecho de los 30 a los 40 años. Pero otras veces creía que todo había sido un cúmulo de trabajos y años pasando lenta, morosamente, ante sus ojos.Puso una fecha al inicio de su decadencia física, los 45 años, cuando precisó de anteojos para no ser un analfabeto, pues si alguien, por alguna razón, no puede leer ni escribir, está privado del primordial alfabeto. Más allá de sus cuestiones con las palabras, lo cierto es que un buen día pasó, casi sin darse cuenta, a revistar en la categoría de los veteranos, los vetustos, los pasados de moda, los que no saben nada.
Pensó bastante en eso, los ancianos de antaño eran los sabios de la tribu, gozaban de un respeto reverencial porque su experiencia hacía zafar de problemas a los jóvenes. Salvo en el momento en que la tribu pasaba del arco y la flecha al fusil, porque la nueva situación era distinta a la que había experimentado durante su juventud. Algo así como pasar de las maravillas de la máquina de escribir a los insondables misterios de internet en el bolsillo del saco.
La computadora que mandó a la Apolo XI a la Luna e hizo desembarcar dos hombres tiene menos capacidad que el teléfono que lleva en el bolsillo. Eso le parece una idea tremenda a la par de la responsabilidad de hacer algo grande con el aparato. Aunque nunca se le ocurre qué, salvo mandar mensajitos que cree que los amigos van a ver y no mirarán, de la misma manera que él ni siquiera abre los que recibe. Un mutuo incomodar sin que el otro se dé por aludido, piensa, mientras se le dibuja una sonrisa mental.
Le molesta el blablablá de los que tienen su misma edad o más todavía y sostienen que no son viejos, se sienten jóvenes, la vejez es una actitud del alma. Zonceras al uso, dice. No oye a los que le preguntan por sus tiempos. Cuando llegue al cajón recién empezará a correr su época, fija desde su fecha de nacimiento hasta su muerte. Ahí sí, los hijos, los conocidos, dirán: “Cuando el Fulano vivía”. Endemientras, creo que no me he muerto, se aferra.
Sabe que, quizás mientras duerme, se irá para el otro mundo. Cuando va a misa, pide a Diosito que lo lleve con él, que no lo deje abandone y, si alguna buena acción hizo por ahí, lo salve del horroroso Infierno, del temible Purgatorio. Casi todos los días, ese hombre que todavía pasea por las calles cada vez más desconocidas de Santiago del Estero escribe una crónica, la titula, busca una foto, la sube al blog y, a la mañana siguiente, la envía a los amigos.
Y, aunque no sabe muy bien qué, espera.
Juan Manuel Aragón
A 18 de agosto del 2025, en El Rescoldo. Haciendo un asado.
Ramírez de Velasco®
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