Reñidero en Valencia, España, circa 1930 |
En casi toda la provincia hay galleros, costumbre que muchos hallan que es bárbara, pero al ser mayoritaria también sería democrática, dice el autor
La riña de gallos es una realidad en casi todo Santiago del Estero. En cada ciudad, pueblo, paraje, apeadero o simple revolcadero de burros, gran parte de los varones cría gallos llamados finos y espera dar el golpe en una pelea con apuestas que no le salvarán el año, pero al menos pagarán los gastos etílicos del fin de semana. Hay pequeños pueblos, en que se organiza una riña todos los fines de semana, siempre con mucho público, menos cuando están emplumando las gallinas, desde el final del verano hasta dos o tres meses después.Mientras la ley nacional 14.346 prohíbe explícitamente las riñas de gallos, desde 1986, cuando gobernaba la provincia Carlos Arturo Juárez, una ley las autoriza expresamente. El gobernador César Eusebio Iturre, reglamentó “el combate para el deporte de los gallos”, de una manera tan precisa y minuciosa, que ningún riñisto osa salirse de los parámetros marcados desde entonces. Cinco puntos tiene el reglamento, “De la anotación, pesaje y concertación del combate”, “Del largador y el juez de la riña”, “De la definición del combate”, “Del baño” y “Disposiciones complementarias”. Todo un compendio para entendidos. Quien quiera saber algo más, que lo busque en internet para bajarlo completo.A quienes sostienen que se trata de una práctica sangrienta, los galleros responden que más sanguinolento es comer morcilla y nadie se escandaliza. A los que dicen que es una práctica bárbara, les recuerdan que un gallo está mencionado en la Apología de Sócrates, de Platón, cuando en el lecho de muerte, con la cicuta en la sangre, el hijo de la partera Sofronisca, lega un gallo a Esculapio, médico famoso. Sostienen que, en la China, cultura milenaria si las hay, existían las peleas de gallos entre 2000 y 3000 años antes de Nuestro Señor Jesucristo. Señalan que son animales que están hechos para pelear: “Si largas uno en un gallinero, inmediatamente se topará con el gallo que esté ahí y reñirá hasta la muerte”.
Lo único que hacen los galleros, expresan, es potenciar el instinto para que se defiendan mejor. Además, apuntan que la cruza de un gallo malayo de combate con una gallina Leghorn inglesa, luego de manipulaciones genéticas, es lo que dio origen a los pollos doble pechuga. “Si los malayos no hubieran cuidado sus animales desde tiempos inmemoriales, hoy la humanidad se perdería un alimento fundamental en su dieta”, arguyen.
En Santiago gente de todas las clases sociales y todas las profesiones, trabajos, ocupaciones y conchabos es aficionada o los cría. Un fin de semana en un reñidero cualquiera de las grandes ciudades están presentes abogados, albañiles, médicos, choferes de colectivos, intendentes, músicos, ingenieros, empleados públicos, agentes y oficiales de policía, folkloristas, vendedores ambulantes, concejales, dentistas, peluqueros, capacheros. En grandes ocasiones llegan aviones del Brasil o Paraguay, con galleros de esos países que traen a topar sus animales con los de Santiago y provincias limítrofes y más allá también. Nadie garantiza quién ganará una riña: se miden los que “igualan peso”, por lo que un gallo traído en jaula especial del extranjero en avión, que ha tenido una dieta balanceada por veterinarios expertos, puede perder con otro que llegó bajo el brazo de un changarín del mercado de abasto, envuelto en papel de diario.
Dicen los que saben que la crueldad de las riñas no está en la pelea, sino que nadie conserva los gallos perdedores o que han rehuido el combate, son sacrificados para que no echen cría. Pero sostienen que es necesario para mantener la pureza de la raza y conservar el instinto de combate.
Por otro lado, hay quienes se oponen a la cría de estos animales, porque están en todas las casas de los pueblos chicos de Santiago. Cuesta lo mismo alimentar una gallina “pavona”, con la ventaja de que tiene más carne, por ende, más proteínas y pone huevos más grandes. Las gallinas finas peladas, son sólo un poco más grandes que palomas bumbunas. En muchos lugares ninguna familia humilde se priva de tener al menos un animal fino en su jaula. Su dueño lo muestra con orgullo y cuenta sus hazañas con satisfacción. Es uno de los pocos lujos que pueden darse los pobres… aunque les cueste tener malnutrida a la familia, si se va a decir todo.
Los gallos llegan con las espuelas cortadas, pero se le vendan unas afiladísimas púas con las que tirarán sus golpes, lo que hará que la pelea sea brutal. Muy. A quienes van por primera vez y superan la impresión de los animales con la cabeza y el cuerpo ensangrentados, en un brete, les resulta muy difícil “ver” la riña, porque los puazos son movimientos tan rápidos que sólo el ojo entrenado sabe qué está sucediendo. Muchas veces el dueño de un animal grita: “¡Ahí ha pegado el mío, mierda!” y el novato, que ni siquiera pestañeó, a menos de un metro, no ha visto nada más que un confuso refucilo de plumas, patas, picos, alas.
Las apuestas no son al “tuntún”, de ninguna manera. No es que alguien le gusta un animal, va y le pone unos pesos, no señor. Hay ciertas reglas que respetar. No se juega en contra de los gallos de los amigos o de la barra. A veces los hombres de un pueblo se juntan para ir a otro lado con sus animales. Ninguno de los que integran la comitiva se atreverá a apostar por el de otro lugar. Está mal visto, es casi una ofensa personal que no se perdona.
Aunque se diga lo contrario y en los diarios salgan los galleros modernos a esconder su actividad, comparándola con una dulce disputa de bambis, hay que decirlo: si los dejan —y muchas veces los dejan— los gallos pelean hasta la muerte; quedan sin pico, tuertos o ciegos, sangrando profusamente porque les cortaron una vena importante y siguen arremetiendo con saña feroz sin ofrecer tregua ni pedir perdón ni menos, clamar por piedad. En ese sentido es un espectáculo espeluznante, pavoroso. El hombre de ciudad que nunca ha visto una, que se despoje de su alma antes de mirar lo que sucede en el brete.
Los gallos hacen pensar en que si tuvieran el tamaño de un cóndor o de un suri no dejarían vivo a nadie. Ni siquiera perdonarían la vida a sus dueños que, con un amor que muchas veces no entregan a su familia, se afanan cuidándolos como hijos, hablándoles y entrenándolos durante horas, haciéndolos topar el aire, en una gimnasia aprendida de los padres, de los abuelos, sentados en una silla, camiseta malla, tomando mate en el patio, el aparato tocando guarachas a todo lo que da, chacoteando con los amigos, mientras la mujer hace empanadillas o rosquetes para traer unos pesos más a la casa, que tanta falta están haciendo en estos tiempos de crisis.
Cuestión personal
Durante las vacaciones, de chico, me mandaban con mi abuelo al campo, en el departamento Jiménez. El viejo no me dejaba ir a la riña a la cuadrera, la tabeada o el campeonato reducido. “Si te dan un botellazo en la cabeza, tu madre me mata”, era su argumento. Igual alguna vez me escapé con los amigos a estas fiestas. En su honor no escribo mal de ninguna manifestación popular campera, las describo de manera neutra, cuento lo que he visto, tratando de poner la menor cantidad posible de adjetivos. Vivo en Santiago del Estero y según la razón que me dio el Creador, son legión los que gustan de estos espectáculos. Vivimos en una democracia republicana que, entre otras cosas significa el gobierno de los que son más. Pregunta, ¿quién soy para opinar en contra de lo que sostiene la mayoría?
Respuesta: nadie.
Juan Manuel Aragón
A 21 de noviembre del 2024, en San Carlos. Visitando a tío Maño.
Ramírez de Velasco®
Ante la duda, habría que escuchar el tango Las Cuarenta. ¡Que lo tiró!...
ResponderEliminarMagnífica descripción de unariña
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