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PATRIA Mirada de mujer

Ellas tienen otras razones

Breve repaso por algunas diferencias —más que obvias— entre los hombres y las mujeres


He visto esa mirada entre las mujeres pocas veces en la vida, pero la capté profundamente, aunque nunca pregunté si mi percepción había sido certera o solo una idea mía. Son chispazos de comprensión femenina que se producen cuando se reencuentran o… mejor voy al punto, así se entiende.
Después de varios años se vuelven a ver. En medio de la conversación una le comunica a la otra que acaba de tener su hijo número ocho. Algunas mujeres reaccionan de manera lógica y preguntan: “¿Por qué tantos?” o hacen bromas como: “¿En qué estabas pensando?” o: “¿No han probado mirando televisión?”. Es lo normal, lo lógico luego de la sorpresa al enterarse de que una mujer parió más de media docena de chicos en tiempos en que muchas quieren tener uno, a lo sumo dos y como máximo tres.
En ese momento, cuando una le dice a la otra que tiene ocho hijos, la otra la mira fijamente a los ojos. Es la mirada que digo, no es cualquier vistazo sino una contemplación, quizás de medio segundo de duración, que le llega a la otra hasta el alma, hasta el fondo del entendimiento. Y la estremece.
En esa mirada le ha dicho, entre otras cosas: “Sé que no era tu idea del futuro cuando éramos chicas y jugábamos a hacer tortitas de barro. Tu Príncipe Azul no es ese gordo que tienes en la casa y te exige amor pasando una noche. Lo amas con todo tu corazón, y crees que se va a ir con otra si una noche le dices que no. Te gusta lo que hacen, pero no es gran cosa tampoco y a veces estás tan cansada que te negarías, pero piensas en la perra de la vecina que supones que lo desea, y le das con el gusto, porque no es solamente el padre de tus hijos y con todas sus bajezas y los pequeños y grandes desaires que te ha hecho, sigue siendo tu hombre”.
Uf. Si usted es hombre y después de leer esta nota sostiene que jamás ha visto esto que le cuento, está bien, no tiene por qué. Si me quiere acusar o decir que tengo una mente femenina, adelante, quién soy para atajarlo. Si cree que es un insulto, un agravio, una injuria, dele nomás si eso le quita alguna frustración.
Durante milenios los hombres hemos salido a buscar la comida, todos juntos, en alegre camaradería, en grupos en los que dependíamos del resto para cazar un mamut. A campo abierto, dependíamos del grito del otro a veces para sobrevivir. La naturaleza fue moldeando nuestro carácter. Matábamos un gran mamífero y volvíamos a la casa rápido, antes de que se terminara de podrir la carne. Y dos o tres días después, salíamos de nuevo a enfrentar, el bosque, el tigre, la montaña, la víbora, el frío, el león u otros hombres que querían lo mismo que nosotros.
Las mujeres quedaban en el pueblo, solas con la prole, fabricando o acatando las primeras armas de la convivencia que tuvo la humanidad: el lenguaje, la autoridad, la religión. Forjaban relaciones horizontales, trasversales y verticales. Si no hubiera sido por ellas, habríamos seguido siendo un grupo de muchachos empuñando una lanza para matar ovejas salvajes, en medio de una ordalía de músculos, risas, sangre, hambre, sudor rancio, con la camaradería que surge de haber compartido aventuras.
De aquellos tiempos nos queda muy poco. Cuando el mundo se civilizó, los ingleses idearon el deporte como una forma de continuar con aquellas salidas bárbaras, pero ahora bajo el paraguas de precisas reglas, con saques, jugadas, puntos, patadas, golpes, objetos arrojados, ganadores y perdedores o, lo que es lo mismo, cazadores y presas.
Ni siquiera estamos muy seguros de por qué nos gusta mirar por televisión, más a los hombres que a las mujeres, esas atávicas costumbres que, bajo una pátina de urbanos y entrenados músculos y destrezas, le llaman entretenimiento.
Ellas, en cambio, atisban a través de la moda en la vestimenta, los sutiles vientos de cambio que están empezando a soplar sobre la sociedad quizás a miles de kilómetros de distancia. Cuando llegan, son las primeras en adaptarse y seguir adelante sin la nostalgia que en muchas ocasiones nos cubre a los varones.
Saben que la lucha por la supervivencia implica cambios y están preparadas para hacerles frente. A muchas, no digo a todas, solamente las puede su hombre, contra todo lo demás pelean, menos contra ese macho de la especie que eligieron como su compañero. A él se deben, con su recíproco amor cuentan en todo momento.
En esa mirada, la recién llegada también dice otras cosas: “Era una porquería, vago, feo, mal entrazado. De yapa, pobre. Te lo quisimos decir, pero estabas entusiasmada con irte con él para siempre. Querías atar tu destino a ese mediocre y si alguien hubiera tratado de impedirlo, habrías matado por no torcer el camino que te habías trazado, así que te dejamos. Ahora tienes una hermosa familia que quizás alguien envidie, pero no te olvides de lo que querías cuando tenías 16 años y la vida estaba chalita, apenas estrenada”.
Esa mirada de comprensión está más allá de las clases sociales, la posición, la historia, los estudios, la experiencia de cada una. Tal vez las mujeres se entiendan haciendo caso a códigos que traen impresos en la sangre que las lleva a defender su prole (con mucha más ferocidad si todavía lo llevan en su vientre), su casa, su lugar, más allá del frío razonamiento de los hombres. Imparten las primeras lecciones de patriotismo y de Dios, que, al final son las únicas que perduran.

Algo personal
Cuando nació mi hijo Juan, por cesárea, la médica me indicó cómo debía hacer para curar la herida que le quedó a mi mujer en la panza, mientras señalaba los puntos que le había hecho. En eso, levanté la vista y sentí sus ojos observándome profundo, un instante, como si dijera: “¿Te ha gustado la fiesta?, bueno, ahora levantá los platos”. Y entendí.
©Juan Manuel Aragón

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