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FIRMAS Renuncias sin fecha

Cambiaron la letra para decir Carlos Juárez
Los movimientos de gabinete en el gobierno nacional, trajeron recuerdos de tiempos pasados en Santiago del Estero

Desde que comenzó este gobierno nacional hay funcionarios que se fueron, mejor dicho “los fueron”, más rápido que escupida en plancha, algunos antes de asumir, cuando estaban recibiendo felicitaciones, eligiendo sus colaboradores, probándose el sillón. No faltó el periodista que recordó en la televisión que el primer acto de un ministro, un secretario, una vez que asume, es firmar la renuncia y entregársela al Presidente para que la use cuando sea necesario. Es lógico, un ministro no debería tardar en mandarse a mudar cuando el Presidente o, en su caso un gobernador, lo decide.
En Santiago sucedió algo así en tiempos del Tata Juárez, pero con los diputados provinciales. Le cuento, a pesar de que en 1983 llegó por tercera vez a la Gobernación, nunca antes había terminado los cuatro años correspondientes. La primera porque la Constitución del 49 puso fin a los mandatos de todos, para unificarlos con los nacionales y la segunda por el golpe del 76. La primera vez, por otra parte, no había elegido él a su sucesor, lo hizo el partido, fuertemente influido por los capitostes de Buenos Aires o por Perón, porque todo pasaba por sus manos.
La cuestión es que, en 1987, después de no haber logrado la reelección mediante una reforma de la Constitución provincial, debía dejar su lugar a un sucesor, en este caso, César Eusebio Iturre, que había sido uno de sus ministros más fieles, el más leal, el que nunca le había dicho que no a nada.
Dicen que hizo firmar la renuncia sin fecha, a todos sus candidatos a diputados provinciales, como una manera de tenerlos agarrados de ahí mismo, de donde usted está pensando. El encargado de pedir de las renuncias era uno a quien, para no chinguiarle, no se nombrará en esta nota, aunque los memoriosos ahora sí lo habrán recordado. Uno por uno fue pidiendo a los entonces candidatos adictos, la firma de su dimisión indeclinable al cargo de diputado de la provincia.
La cuestión es que los muchachos, con Chinguearle a la cabeza, empezaron a organizar la gran traición desde un tiempo antes de que el gobierno del Tata terminase. Una gran alegría recorrió el espinel de la política de Santiago cuando el resto de la comunidad de dirigentes de todos los partidos, se enteró de que sus seguidores más adictos, los más obsecuentes, los más olfas, los más chupamedias, le iban a clavar un puñal por la espalda. Cuando finalmente lo hicieron, hubo editoriales laudatorias en El Liberal, notas de domingo exculpándolos de toda responsabilidad, porque, ¿no habían traicionado en el pasado los Fulanos a los Menganos, y luego los Perenganos a los de más allá? Bueno, esto era más o menos lo mismo. Faltaba nomás que los nombrasen próceres, algún día, pensaban, llegarían a ser nombres de calles, de plazas, de escuelas.
Como sabían que sus renuncias podían aparecer en cualquier momento, se atajaron con una nota en el diario El Liberal, diciendo que había gente que podría haber falsificado su firma y, aunque no fuera falsa, que igual no creyeran nada, porque ellos habían firmado algo que no sabían muy bien qué era. Claro amigo, en estos pagos al menos no se recuerda el caso de un diputado que haya renunciado por nada, mucho menos lo iban a hacer entonces, cuando la sociedad, la prensa, los ciudadanos biempensantes los tenían en un altar. Fijesé, habían traicionado a Carlos Arturo Juárez, el Ogro, King Kong, el Gran Dictador, el más grande Hache de Pe, que había dado esta tierra, según gritaban en esos días.
Fue medio raro, de todas maneras, porque unos días antes de dejar la gobernación, aquel 1987 del que muchos guardan memoria, cientos de personas e instituciones firmaron una solicitada, también en el diario El Liberal, asegurando que nunca traicionarían el cariño que sentían por “nuestro querido líder y conductor”, “y por su Señora Esposa”, como los llamaban. Aseguraron, besando un crucifijo, que no lo harían “jamás en la vida”, quienes ya estaban tramando dejarlo más solo que chancleta de rengo.
Juárez, hombre que venía del tiempo de antes, imaginesé, la primera vez había sido propuesto para el cargo por la mismísima Evita Perón, creyó que, si lo traicionaban, muchos no soportarían la ignominia de ver cómo la gente les refregaba en la cara aquella solicitada con muestras de amor eterno. Se equivocaba el viejo caudillo, nadie se acordó, nadie los paró en la calle para recordarles su firma, muchos los felicitaron por la picardía que habían hecho, pero mirá que bien, les decían. Como se dijo, eran otros tiempos, las costumbres habían cambiado, la moral era otra, el campo de los disvalores había corrido los mojones.
De tal suerte que, en 1995, menos de diez años después, estos mismos que habían sido los principales traidores, estaban de nuevo con Juárez dictando cátedra de lealtad, amistad, apego. Hasta levantaban el dedo contra los traidores, a quienes aseguraban una persecución eterna. Eran los que más fuerte gritaban: “¡Juárez es mi líder y conductor para siempre jamás, igual que la Señora Nina”. Y en los actos gritaban: “¡Nunca, pero nunca, me abandones Carlos Juárez!”, con música de “Cariñito”, que interpretaba el querido y también recordado Juan Ramón.
Oiga, no solo eso, se les llenaban los ojos de emocionadas lágrimas en los actos políticos, cuando aparecía el “dotor” en el palco y aplaudían hasta que las manos les quedaban coloradas. Eran los que más lo amaban, más que la viejita del público, que soportaba sus empujones y jamás había dejado de votarlo, no por haber recibido un cargo ni tampoco por haber sido la adjudicataria de una repartición para que la tomara como coto de caza personal ni porque el marido había sido nombrado en Peón de Patio en una escuela ni nada de eso, sino por una íntima convicción personal, porque creía —equivocadamente quizás —que Juárez era lo que le hacía falta a Santiago.
Uno de estos días, se han de abrir al público de nuevo los archivos del diario El Liberal. Si no se han perdido los ejemplares de aquel tiempo, se verá cómo sucedieron las cosas, seguramente con mucho más detalle. Por ahora, los más viejos sólo recuerdan aquellas épocas o escriben crónicas como esta para que la memoria no se pierda en el aire del olvido y la indiferencia.
©Juan Manuel Aragón
A 11 de febrero del 2024 en la Alvarado. Viendo pasar los autos

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