Estatua que recuerda a Rodrigo de Triana en Sevilla |
Si los sonidos que se producen quedan en el aire, entonces debe ser posible traer al presente la primera palabra diche en español, en tierras americanas
Dicen que los sonidos que producimos, los golpes, las frenadas de los autos, los martillazos, el galope de los caballos, las palabras que pronunciamos, todo, pero todo, todo, todo, queda grabado en algún lugar del aire. No es que se hayan perdido para siempre o que no existan, simplemente no existe la máquina capaz de traerlos al presente.
Si ese aparato para volver a oir lo que sucedió pudiera reproducir hoy aquello que sucedió, bien podría ser capaz de oir las nítidas palabras de un tal Rodrigo de Triana, la madrugada del 12 de octubre de 1492 cuando divisó un fueguito, adivinó una isla y gritó: “¡Tierra!, ¡tierra”.Imagínese la alegría con que habrá oído ese grito mañanero el resto de la tripulación de las tres pequeñísimas cáscaras de nuez que se habían lanzado al Atlántico, rumbo al poniente.No es cierto que llegó con presos que sacó de las cárceles: nadie emprende semejante aventura con gente inexperta. Todos eran hombres de mar, y como tales, sabían que Cristóbal Colón estaba equivocado. Hacía varios siglos que cualquier palurdo sabía que la Tierra era redonda, desde tiempos de Nuestro Señor estaba medida. Por eso creían que era imposible llegar a la India, al Catay, siguiendo esa ruta de engaño. Es cierto que habían visto ramas de árboles en el medio del mar y pájaros, que preanunciaban que la tierra firme estaba cerca, pero, oiga, ese Almirante estaba loco si pensaba en llegar al Catay navegando al revés.
Y, sin embargo, en la negrura de la oscuridad, se adivinó una costa, quizás con cocoteros. Cuando salió el sol, imagínese la maravilla, la iluminó de frente, fragante y hermosa, como era entonces la América, como siempre ha sido y como lo seguirá siendo, si Dios la conserva siempre joven y hermosa. Imagine los ojos de los marineros, llegados desde el fondo de la Edad Media, contemplar esos indios desnudos, que hablaban un idioma ignorado y les regalaban exquisitos y desconocidos frutos.
Y todos embelesados y felices, contemplando la obra de Nuestro Señor en lo que suponían era el otro lado del mundo y tal vez lo fuese, porque esto no es parte de esas dos ancianas decrépitas, Europa y Asia.
Fue un día maravilloso en la historia de la humanidad, pues una parte del orbe que permanecía desconocido para el resto del mundo hasta entonces, era develada y mostraba su feliz rostro a la historia y se le ponía de frente, llamándola a su conquista.
Imagine también amigo, lo que habrá sido para aquellos indios —que éramos nosotros mismos en nuestros abuelos— de una isla perdida en las Antillas, llamada Guanahaní, observar esos rostros barbudos, esos olores que traerían luego de varios meses en los barcos, sentir esas palabras que desconocían por completo.
Después vendría Hernán Cortés aliándose con cientos de pequeñas tribus para derrocar el imponente imperio azteca, que exigía cada vez más víctimas humanas, después vendrían los demás, con la cruz y la espada, a cristianizarnos, pues éramos pueblos inciviles y enseñarnos el uso del anzuelo, la rueda y la lapicera, a domesticar vacas y caballos. Como contrapartida, el maíz cruzaría el mar hacia Europa, junto con la providencial papa, el jugoso tomate, el tabaco y el chocolate.
Luego desde aquí les enseñaríamos a combinar las palabras de una manera que nunca hubieran imaginado y también desde aquí lanzaríamos cohetes a la Luna y desde allá nos mandarían la siempre celestial figura de la inimaginable Sofía Loren, entre millones de intercambios que tuvimos de un lado al otro del gran charco.
Pero ese día, dese cuenta, qué maravilla si fuera posible capturar esa sola palabra del tal Rodrigo de Triana, gritando simplemente: “¡Tierra!, ¡tierra!”, con la que comenzó a escribirse la historia de esta parte de la redondez del mundo.
Juan Manuel Aragón
A 12 de octubre del 2024, en el Fórum. Tomando un cafecito.
Ramírez de Velasco®
Justamente, años después, los europeos llegaron a la India navegando hacia el Oeste. Por lo que parece, Colón se llevaba por una medición errónea del tamaño del planeta y no contaba con la existencia de nuestro continente.
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