Calle Congreso,Tucumán |
Cómo hay que hacer para acomodar el espíritu a los nuevos tiempos que han llegado, desbaratando un orbe antiguo y con Dios en el centro
Alguna vez alguien lanzó la teoría de los cambios fundamentales de la vida se deben dar gradualmente para acostumbrar el alma a los nuevos tiempos, la nueva situación, el horizonte de llegada. Durante varios siglos el hombre viajó de a caballo, animal que lleva la velocidad necesaria para observar con detenimiento el cambio del paisaje y permitir al espíritu hacerse a la idea del real al que llegará.Para ir a Tucumán nomás, unos 170 kilómetros por la ruta 9, serían necesarios, sin reventar los matungos, o cambiando en el camino, a la manera de las postas antiguas, dos días y medio, pongalé tres. En un día llegar hasta cerca de Las Termas de Río Hondo, el segundo hacer noche en el arroyo Mista y el tercero a Tucumán, siempre que el cuerpo aguante, ¿no?, porque es duro tanto trajín, como le dirá cualquiera que sepa de caballos.Ahora, si usted va en ómnibus, capaz que al pasar por el barrio Lomas del Golf, decide echarse una siestita y al despertarse, dos horas y pico después, ya está en la capital de los ñañitas. Su alma seguía en Santiago, pero su cuerpo llegó tan lejos como la velocidad de los coches de la cooperativa La Unión. Ni hablar cuando terminen la autopista, capaz que no le dan tiempo de empezar a sestear y ya llegó.
En 1789 fue la Revolución Francesa, y se terminó la Edad Moderna. Para decirlo en términos esquemáticamente simples, fue un movimiento que había empezado al menos cien años antes, de la mano de autores disconformes con la regencia que todavía mantenía en la sociedad la Iglesia Católica y explotó por la oposición de los franceses a seguir sufragando los excesivos gastos de la corona. A quienes tuvieran nostalgias del antiguo régimen, se les dirá que era un movimiento imparable, iba a ocurrir más tarde o más temprano.
En la Argentina, la Revolución Francesa fue demorada por Juan Manuel de Rosas, que la pospuso hasta que lo tumbaron en 1852. Aunque llegó la Edad Contemporánea, como la llamaron después los historiadores, tardó en hacerse sentir en las provincias hasta bien entrado el siglo XX, cuando todavía la Iglesia seguía siendo, si no rectora, al menos árbitro de la vida social de estos pueblos que todavía vivían en medio de siestas de camisón y Padrenuestro y abuelas rezando el Rosario pidiéndole a la Virgen María que sus nietas no descarriaran su vida.
Es decir, alguien nacido a mediados o fines del siglo XIX, en pleno siglo XX quizás seguía viviendo bajo algunas pautas del sistema de ideas, con los usos y costumbres, de la Edad Media, con algunos de los adelantos técnicos de su tiempo, pero bajo un régimen social que era el mismo o muy parecido al que habían traído los conquistadores, y quedaba con vida, sobre todo en los pueblos alejados y en varias capitales del norte de la Argentina.
Ese nuevo modo de pensar que advino con el reinado de la diosa Razón, como primera medida embistió a la religión Católica, que defendía el orbe medieval, pero no se metió con los juegos de los chicos, que siguieron siendo la pilladita, el escondido, el trompo, las bolitas y la esencial pallana, de la que se hallaron rastros que llegan de cientos de miles de años antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Durante milenios los chicos de todo el mundo jugaron a lo mismo, habilitaron sus manos y sus mentes para trabajos cada vez más complejos, más difíciles, más arduos. De repente, esa tradición se ha cortado y los críos adquieren otra inteligencia, dedicada al entretenimiento que le propone una pantalla prediseñada, que les entrega contenido masticado, digerido y evacuado.
En menos de medio siglo hay pequeños pueblos de las provincias del norte argentino que pasaron de tener usos, costumbres y tradiciones que les venían del tiempo de los conquistadores, al mundo de las computadoras, los teléfonos de mano, las motocicletas atronando el aire, los anticonceptivos administrados en todas las esquinas. De la mano de la modernidad se impuso una moral completamente divorciada de Dios y sus mandamientos y preceptos. Se terminó la moral cristiana y en estos momentos se abre paso otra, que es difusa, y en algunos casos —digámoslo, porque corresponde— completamente amoral.
A la viejita que vive cerca de Amamá, la Silleta, Famaillá, Charata o Perico del Carmen, por citar sólo algunos pueblos del norte, primero la obligaron a abandonar el batón y calzarse pantalones, supuestamente porque son más cómodos, luego le regalaron un aparatito móvil para que siempre esté comunicada con los hijos, le hicieron vender las gallinas, le suprimieron la mula y la zorra para ir al pueblo, ahora debe hablar por teléfono para pedir un auto de alquiler.
Esa mujer pasó de una crianza antigua y establecida, con parámetros definidos, tratando a todos de usté, yendo a misa los domingos y fiestas de guardar, obedeciendo a la autoridad, creyendo en Dios, casándose, buscando el pan nuestro de cada día, todos asuntos olvidados en la actualidad.
Crió a los hijos con sacrificio, sacando leche a las vacas, manteniendo una majada de cabras, con un sembrado —melga a melga— de maíz, zapallo y algo de sandía y melón por si algún año venía llovedor. Creyó que los había sacado buenos, santos, apegados a las costumbres austeras de antaño y cada vez que vuelven de visita traen zapatillas fosforescentes verdes, autos que vaya uno a saber cuánto cuestan, mujeres vestidas con ropa más chillona todavía y chicos que en vez de abrazar a la abuela, trepar árboles u hondear urpilas en la represa, sólo quieren seguir mirando quién sabe qué porquerías en sus telefonitos.
Quizás no lo saben, pero cuando la viejita les ofrece mazamorra, sentados en las viejas sillas de cuero, el tinajón a un costado y los más jóvenes navegando por WhatsApp, se están enfrentando, en la mesa familiar, el viejo régimen, el mismo que trajo a los españoles a estas tierras y los cruzó con los indios, con los viajes de exploración a Marte, las desgracias del coronavirus. Sirven de testigos las viejas y podridas colleras colgadas en un galponcito, que usaba el padre de familia, cuando vivía, para traer los animales que faenaría para luego salir a vender carne en sulky.
A algunos lugares la modernidad llegó tan de repente que no dejó tiempo a que el alma se adapte al cambio y lo enfrente de una manera más digna. A la vuelta de casi todas las casas campesinas del norte, los días de viento flamean las bolsas de plástico, mudos testigos de la decadencia de un orbe que renunció a ser genuinamente original y se acomodó como pudo durante el huracán de lo novedoso.
Lo dicho, para viajar, hay que ir acostumbrando el alma a los cambios de paisaje. Uno se duerme en Santiago, oyendo la dulce tonada antigua y melodiosa y se despierta en la Terminal de Tucumán con uno que le ofrece: “Amigó, ¿querí tomá un tasi pa í al centro?” Los santiagueños, que además saben quichua, hacen fuerza para no reírse.
Pero, a veces no hay remedio.
©Juan Manuel Aragón
Muchos santiagueños campesinos que van a percibir sus haberes , al salir de la terminal de ómnibus, buscan un tasi y por la calle "Las Charca" entran en un hotel económico por una hora o dos. Hay que tener cuidado por que las ñañitas son rápidas y en ocaciones a los descuidados les sacan el sueldo completo y a "pelace chango-e. _
ResponderEliminarEl acoso de la modernidad habria que legislar para terminar con la comodidad. Porque es el mal de nuestros tiempos, como ya está todo inventado no.hay que esmerarse en conocer más . José Fares Ruiz
ResponderEliminarUna característica de la juventud actual relacionada al muy buen artículo de cabecera es el total desapego a las cosas: casa, auto, muebles, adornos, trabajos, empresa, lugar de residencia, etc. No sé di es bueno o malo. A mi mecausa tristeza y desorientación.
ResponderEliminar¿Como? ¿No estamos en la Edad Media? ¡Caramba! ¿Cómo es que no me doy cuenta?
ResponderEliminarAlguno diría que es un modelo de escrito reaccionario
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