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LEYENDA URBANA La contraseña

Policías antes de un procedimiento

Una noticia anda circulando por la ciudad, quizás se trate de una anécdota verdadera, pero bien podría ser uno de esos juegos de ingenio que pasan de boca en boca


A veces la solución no está justamente en el lugar en que cualquiera diría sino en otro lado, aunque nadie la espere. Esto que voy a contar lo he oído en una conversación de café, un amigo lo propuso y, papel y lápiz en mano, nos entregó el sencillo subterfugio con el que unos narcotraficantes tenían oculta una contraseña. Si usted ha oído en otra parte la historia del fracaso de la operación policial, quizás tendríamos la confirmación de que no se trata de una leyenda urbana pasando de boca en boca.
Las investigaciones de los detectives habían llegado a un punto muerto cuando descubrieron un búnker en el barrio Reconquista —otros dicen que era cerca del Canal, en Clodomira— que se armaba todas las noches en una casa abandonada. La policía debía infiltrar un hombre para llegar a un capo más alto y, quién sabe, desbaratar una organización criminal con lazos internacionales.
Quien contó esta historia, la otra tarde, en el bar Bonafide, de la Belgrano y 9 de Julio, no explicó cómo haría un infiltrado para descubrir a un capo de la droga entrando a ese lugar, pero a los fines de este relato, no interesa. El asunto es que tenían una contraseña para entrar.
Una noche los policías se apostaron en un matorral cercano para descubrir el santo y seña. En eso llegó uno, golpeó la puerta y desde adentro le dijeron:
—¡8!
El tipo estuvo callado unos segundos y respondió:
—¡4!
Le abrieron la puerta y pasó.
Luego llegó otro, golpeó y desde adentro le señalaron:
—¡24!
El visitante estuvo un eterno minuto pensando, hasta contestar:
—¡12!
—Pasá— le dijeron, mientras le abrían.
Cerca de las dos de la mañana llegó el último, golpeó y desde adentro le dijeron:
—¡14!
—7— respondió al cabo de un instante.
Otro más que pasó.
Con ese valioso dato, volvieron a la comisaría y contaron a los jefes el resultado de la investigación. Se trazó un plan. La noche siguiente, uno de los policías encubiertos intentaría infiltrarse en la casa. Si no podía pasar con la contraseña, recién los otros debían reventar el lugar y pasar a la fuerza.
Las autoridades habían dispuesto el escenario cuidadosamente. Había cientos de policías escondidos en una casa vecina abandonada, esperando órdenes, en total silencio pues, por las dudas, ni los vecinos debían saber qué pasaba. Como a las 6 de la tarde empezaron a llegar los narcos. A la medianoche uno tocó la puerta. Desde adentro le largaron:
—¡18!
El de afuera, luego de un rato de pensar, respondió inseguro:
—¿9?
Le franquearon el paso. Desde el búnker se oyó una risotada y uno que dijo:
—Es el Cacho, parece que no sabe contar.
Entonces el jefe le dio la orden al encubierto de intentar, a ver si podía infiltrarse.
Golpeó la puerta. Le gritaron:
—¡5!
Dudó un instante hasta que respondió:
—¡2!
Hubo unos momentos de duda existencial, en la casa se oyeron gritos y golpes. Los policías con cascos se prepararon por las dudas. El encubierto aguaitaba que le abran: sabía que se había equivocado, algo había salido mal. Se entreabrió la puerta, apareció una mano con un revólver y disparó un balazo que le rozó la cabeza. El policía salió a las disparadas. Los delincuentes se sintieron descubiertos y trataron de huir. La policía los cazó vivos a todos, uno por uno.
De todas maneras, la operación policial había fracasado. Largos meses había llevado instalar dos agentes encubiertos y llegar hasta esa casa, para que, a último momento, por no descubrir un enigma tonto, se fuera al tacho todo ese tiempo malgastado.
Para peor, cuando los narcotraficantes se vieron en la cárcel no quisieron entregar ninguna información sobre sus actividades y menos todavía, sobre la clave de la contraseña. Irían presos, sí, pero no entregarían a nadie.
Uno de los policías encubiertos, pongamos que se llamaba Hugo, cuando volvió a la casa, comentó a la esposa los incidentes de aquel fracaso punto por punto, sin obviar ninguno. Ella era profesora de lengua y literatura, después de pensar un rato le preguntó cuál era el número que le habían dicho desde adentro.
—Cinco.
—¿Y vos qué has contestado?
—Dos.
—Pero, qué tonto. Claro que te has equivocado
—¿Por qué?
—A ver, decime, ¿recuerdas qué número le dijeron al primero?
—¡Claro!, ocho.
—Ahá, ¿qué respondió?
—Cuatro.
—¿El segundo?
—Veinticuatro y le respondieron doce.
—Ahá.
—Al de la noche siguiente le dijeron dieciocho…
—… y contestó nueve— se le adelantó la esposa.
—¿Cómo lo sabes?
—No importa, ¿a vos qué te dijeron?
—Cinco, como te conté.
—Si respondías cinco, te dejaban entrar.
—¿Cómo? — exclamó Hugo, sorprendido.
Claro, no dividían los números por dos, sino que les contaban las letras. Por eso algunos demoraban en responder.
Y así se resolvió el misterio del fracaso de la operación policial para entrar pacíficamente al bunker de los narcotraficantes.
Uno de los que estaba en Bonafide, dijo entonces:
—Moraleja, si quieres que siempre te vaya bien en tu trabajo, contale a tu mujer en qué andas.
Y el resto estuvo de acuerdo.
(Si duda del relato, vuelva para arriba, cuente las letras de cada número y verá que la esposa de Hugo tenía razón).
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

  1. Cristian Ramón Verduc14 de julio de 2023 a las 9:52

    Me parece genial. Sorprendente. Da una pista cuando dicen que uno de ellos no sabía contar, en lugar de decir que no sabía dividir, que era lo que muchos hemos pensado.

    ResponderEliminar
  2. Es genial.No se
    Si es verdad o no .Pero está magistralmente narrado.

    ResponderEliminar
  3. Tengo un Primo que hubiera dicho dos y medio y ahí nomás desde adentro lo cagaban de un tiro y eso hubiese pasado porqué mí Primo no es entero.

    ResponderEliminar
  4. Este cuento es una trampa de las mujeres. No hay que contarles nada, aunque te peguen un tiro en la nuca. Carlos Zigalini.

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