Rata congelada |
¿Llegará un momento en que no cabrá un alfiler más en el mundo?
Hay quienes tienen miedo del crecimiento de la población del mundo, llegará un momento en que no habrá comida para todos, la lucha por la supervivencia podría obligarnos a pelear por el agua, por el espacio vital, quizás hasta por los campos sembrados de trigo. Otros, en cambio, sostienen que cesó ese aumento: hay países en los que, si no dejaran entrar inmigrantes, llegado un momento no habría cómo sostener a los viejos. Ambas posturas tienen sus matices, por supuesto, no todo es tan simple como parece.
En 1968, John Calhoum, trabajando para el Instituto Nacional de Salud en Bethesda, Maryland, Estados Unidos, empezó a hacer experimentos —digamos sociales— con ratones. Puso cuatro hembras y cuatro machos en una gran caja. Les dio todo el alimento y el agua que necesitaban y espacio suficiente para desarrollarse. Se empezaron a multiplicar de tal forma que, cada poco tiempo duplicaban la población. Pero, mucho antes de que se les acabara el espacio, empezaron los problemas.
Copio y pego: “Las hembras se quedaban autoaisladas y solas en las zonas superiores donde daban a luz. Los machos por su parte merodeaban por el centro de la caja cerca de la comida. Las ´familias´ movían sus nidos de forma constante para evitar a los vecinos con los que dejaban de llevarse bien. Asimismo, cada vez expulsaban del nido a los progenitores a una edad más temprana”. La nota es de Cristian Rus y está en el sitio Xataca, para quien quiera leerla completa.
No fueron los únicos dramas entre los ratones. Después se empezaron a morder entre ellos, de tal suerte que todos tenían heridas y al tiempo muchos se limitaban a comer y dormir, negándose incluso a la reproducción. Luego de dos años, en los que tuvieron todo lo necesario para vivir cómodamente, nació el último ratón y en 1973 ya no quedó ni uno. Nunca se les acabó la comida y seguía habiendo espacio para vivir.
Es obvio que, sacado de su ambiente natural, cualquier animal podría tener comportamientos que lleven a la disolución de la especie. Quizás los ratones extrañaban sus depredadores naturales: gatos y otros parecidos, no se habituaron a la ausencia de lucha por la supervivencia como incentivo para seguir vivos.
Es evidente que no se puede extrapolar el experimento a los seres humanos. Pero, quién le dice. Falta mucho para que lleguemos a la sobresaturación de gente en el planeta y ya tenemos comportamientos antinaturales, eso sí, algo más elegantes que los ratones. Matamos a nuestra especie antes de que nazca o usamos barreras físicas o químicas para dejar de reproducirnos, y lo hacemos justo en el momento en que tenemos más alimentos que nunca para dar de comer a la prole. Hemos hallado muy sutiles medios para mordernos y molestarnos los unos a los otros. En cuanto pudimos, abandonamos las sanas prácticas de nuestros padres, desde la bendición de la mesa hasta el respeto debido a los mayores, a quienes abandonamos en lugares para viejos, como objetos que molestan en la casa.
Quizás no sea tan descabellado pensar que un día de estos dejaremos de existir sobre la faz de la Tierra, no por el mentado cambio del clima —que por otra parte podría ser una mentira—sino por haber conseguido todo lo materialmente necesario para vivir y un poco más también. Tal vez el Armagedón llegue cuando el último súcubo de la refinada y decadente cultura que hemos sabido conseguir, recostado sobre almohadones de seda, en un palacio solitario de millones de ventanas dando a ningún lado, se vaya muriendo de a poco, de puro aburrimiento. Y soledad.
©Juan Manuel Aragón
No fueron los únicos dramas entre los ratones. Después se empezaron a morder entre ellos, de tal suerte que todos tenían heridas y al tiempo muchos se limitaban a comer y dormir, negándose incluso a la reproducción. Luego de dos años, en los que tuvieron todo lo necesario para vivir cómodamente, nació el último ratón y en 1973 ya no quedó ni uno. Nunca se les acabó la comida y seguía habiendo espacio para vivir.
Es obvio que, sacado de su ambiente natural, cualquier animal podría tener comportamientos que lleven a la disolución de la especie. Quizás los ratones extrañaban sus depredadores naturales: gatos y otros parecidos, no se habituaron a la ausencia de lucha por la supervivencia como incentivo para seguir vivos.
Es evidente que no se puede extrapolar el experimento a los seres humanos. Pero, quién le dice. Falta mucho para que lleguemos a la sobresaturación de gente en el planeta y ya tenemos comportamientos antinaturales, eso sí, algo más elegantes que los ratones. Matamos a nuestra especie antes de que nazca o usamos barreras físicas o químicas para dejar de reproducirnos, y lo hacemos justo en el momento en que tenemos más alimentos que nunca para dar de comer a la prole. Hemos hallado muy sutiles medios para mordernos y molestarnos los unos a los otros. En cuanto pudimos, abandonamos las sanas prácticas de nuestros padres, desde la bendición de la mesa hasta el respeto debido a los mayores, a quienes abandonamos en lugares para viejos, como objetos que molestan en la casa.
Quizás no sea tan descabellado pensar que un día de estos dejaremos de existir sobre la faz de la Tierra, no por el mentado cambio del clima —que por otra parte podría ser una mentira—sino por haber conseguido todo lo materialmente necesario para vivir y un poco más también. Tal vez el Armagedón llegue cuando el último súcubo de la refinada y decadente cultura que hemos sabido conseguir, recostado sobre almohadones de seda, en un palacio solitario de millones de ventanas dando a ningún lado, se vaya muriendo de a poco, de puro aburrimiento. Y soledad.
©Juan Manuel Aragón
Muy buena la reflexión! Excelente para ponernos a pensar.
ResponderEliminarInteresante.......
ResponderEliminarQuizá un reflejo en los seres humanos sea la teoría del
"espacio vital", que tantas muertes ocasionó.
Me gustó y mucho
ResponderEliminarLo comparto amigo. Me parece excelente la exposición del manido tema de supervivencia.
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