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CANDIDEZ Cómo se descubrió cuánto traía una docena

Están caros los huevos

Las almas cándidas suponen que la solución para algunos problemas de la Argentina está en las leyes, en los decretos, en los reglamentos


Cuando hay mucha inflación siempre salen a la superficie las cándidas almas que piden a), que los comerciantes y proveedores se pongan de acuerdo para no subir los precios b), que los acaparadores dejen de usar sus galpones y vendan inmediatamente lo que acumularon o c), si lo anterior no es eficaz, que intervenga el Estado y fije los precios por decreto.
Lo peor de todo es que muchos se ponen del otro lado de la cámara del televisor, culpan al comerciante de la suba de los precios y las almas (más) incautas de este lado, les creen. No hay Dios ni teólogo que les haga entender que los comerciantes son parte del último trenzado del lazo. Echar la culpa al quiosquero por el precio de las galletitas que se fue a las nubes, es tan viejo como el peronismo del 49, que inventó la consigna. O más.
Los comerciantes no son santos ni merecen la devoción de nadie. Pero si algo debemos tener en cuenta para conocer la realidad, es que, para lograr su propia supervivencia, no deben trabajar a pérdida. En tiempos como estos, se debe explicar lo obvio: compran un producto a un precio y lo venden a otro mayor, lo que obtienen se llama ganancia y viene a ser su sueldo.
Si alguien que ha hecho de los actos de comercio su modo de vida, se entera de que hay un producto que el día de mañana podría subir de precio, intentará acapararlo. Es una ley fundamental —totalmente lícita y legal— de quienes se dedican a esta actividad. Parte de su esencia.
Si va a subir el precio del jabón, tiene plata y un galpón, nadie lo culpará si compra quichicientas camionadas de jabón. Cuando aumente su precio, habrá tenido una ganancia extraordinaria. ¿Y si en vez de subir, baja el precio?, ¿y si en vez de jabón era arroz y se llena de gorgojos? En ese caso, habrá perdido. Son los riesgos del oficio de comerciante.
La última vez que el Estado se puso bien firme para controlar el precio de los alimentos, desde el gobierno, fue del 73 al 76. Alentó una actividad ilegal y reñida con la moral. Usted iba a comprar azúcar y le decían que no había. En realidad, era verdad. Pero si usted acudía a una cierta dirección que todos, hasta los funcionarios sabían cuál era, le vendían la cantidad que quisiera, pero al precio de mercado. ¿Por qué? Vuelta al principio, porque nadie se dedica a algo para perder. El Estado obligaba a pequeños y grandes comerciantes a violar la ley. Y a sus clientes también.
“Ah, pero ganaron mucho en el pasado”, decían algunos durante aquellos años que también fueron de plomo graneado, emboscadas, bombas y secuestros. A esto cabe responderle que nadie trabaja pensando en lo que ganó ayer, porque el mundo iría siempre para atrás. Se trabaja pensado siempre en lo que se obtendrá mañana.
En el gobierno de la presidente María Estela Martínez de Perón, para acatar los precios máximos fijados por el gobierno, se dio vuelta el calendario y se volvió al tiempo de los asirios, inventores de sacar las cuentas de seis en seis, formar una docena y con doce docenas hacer una gruesa. Se los corrigió siete mil años después. ¿Cómo? Se ideó la docena de diez. Es decir, algunos comerciantes vendían al precio fijado por el gobierno, pero la docena traía solamente diez huevos.
Los adoradores de los decretos fijando precios, necesitan un idioma nuevo. El que está en vigencia no les sirve. Un mundo paralelo empieza a prefigurarse cada vez que los controladores del control quieren tomar los controles. Una conclusión errónea de esta crónica podría decir que la vida es un descontrol. Pero capaz que no, ¿no?
©Juan Manuel Aragón

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