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Muñecos de torta |
Algunas consideraciones que, por suerte para ella, mi hija no tendrá en cuenta a la hora de elegir un hombre para casarse
Primero pedía a Dios que el día que mi hija se casara, eligiera un muchacho con algo de cultura, no digo uno de esos pedantes que creen que se la saben todas, pero sí al menos un tipo que leyera un libro por semana y, si era posible más también. Me daba lo mismo si el que elegía era argentino, italiano, boliviano, paraguayo o japonés.Mis amigos me convencieron de que bajara las expectativas: “Estás pidiendo mucho, ninguno te va a conformar, pedí solamente que de vez en cuando lea un libro”, me indicaron. Entonces bajé mis pretensiones, me empecé a conformar con que agarrara un libro dos o tres veces por año. Aunque fuera Paulo Coelho, insistente y machacón serial de lugares comunes, la Isabel Allende, que escribe para chicas —y chicos por qué no— que quieren tener pensamientos de izquierda, pero no se animan a confesarlo ni saben por dónde empezar, o bazofias tipo “El hombre mediocre”, de José Ingenieros, qué vamos a hacer.No me importará si no es de Boca, si tiene ideas políticas distintas de las mías, si piensa con frases hechas para los bobos, como “no opino igual, pero respeto su pensamiento”, “no existe la casualidad sino la causalidad”, “la democracia no es mejor sistema de gobierno, pero los otros son peores” o “lo que falta en el país son mejores controles para que los almaceneros no te estafen con las galletitas o la harina”.
Juro que, en caso de que tenga tatuajes no le voy a preguntar por qué se hizo dibujitos en el cuerpo, si no tenía donde anotar o qué. Si se psicoanaliza no le diré que su madre no tiene ninguna culpa de lo que le pasa y que si yo lo hubiera agarrado de chico le acomodaba todos los patitos de la laguna con tres micoquis bien zampados.
Al tiempo me dijeron que le pedía mucho, pobre chica. ¿Cómo? Reflexionaron: “Con que sepa leer, confórmate, si además sabe que las cuatro operaciones básicas son sumar, restar, multiplicar y dividir, date por dichoso”. Pregunté: “¿Aunque sume dos más dos con una calculadora?”. Respuesta: “Sí, por supuesto, no seas antiguo, nadie suma dos más dos con los dedos”.
Es obvio que no quiero un yerno para que me hable de las bondades de la mayeútica sobre todo otro método de debate filosófico. Sólo me gustaría que mi hija venga con un tipo que sepa nomás de qué conversar civilizadamente mientras hago el asado del domingo o cuando estemos en la sobremesa no me quiera convencer de que el rap es música, porque lo cago a chancletazos y lo saco carpiendo de la casa, para decirlo en fino francés del siglo XV. Y no, amigos, no me importará en ese caso si tiene un posgrado en física atómica o es el padre de mis nietos, porque, repito, el rap no es música ni se le parece.
El paulatino deterioro de la educación argentina provocó que, al tiempo, cuando expuse estas pretensiones delante de los amigos, uno de ellos me advirtiera: “Si sabe firmar, decite dichoso”. Después me dijo que me olvidara de esas discusiones imaginarias sobre cualidades de los músicos populares argentinos, la política como el arte de buscar lo mejor para una sociedad determinada, cuál es el mejor ensillado para un caballo criollo o qué debe tener un buen puchero para ser considerado tal.
Pregunté a este último amigo, de qué conversan los muchachos de ahora.
—No conversan— respondió.
—¿En serio?, ¿por qué?
—Consideran que dirigirse la palabra es mala educación.
—¿Y qué hacen para comunicarse?
—Se mandan dibujitos por el teléfono.
—¿Es la única forma?
—También saben algunas palabras sueltas, monosílabos más que nada.
—Entonces no llegan a nada en la vida.
—No vayas a creer, tuvimos un presidente que dijo haber leído los libros de Sócrates, otro que confesó que a las 7 de la tarde apagaba todo y se ponía a ver Netflix.
En la decadencia de las costumbres, la cultura, la política, la religión, uno siempre cree que está en el último escalón del derrumbe hacia los últimos fuegos del Averno. Dicho en otras palabras, supone que peor no puede estar. Pero, oiga, siempre hay alguien presto a desengañarlo. No sé cómo se dio la conversación con un amigo, cuando le expresé mi pretensión de que el futuro marido de mi hija fuera un muchacho que al menos supiera firmar.
—Quieres mucho— me espetó, mirándome fijo a los ojos.
—¿Cómo?
Me miró fijo para decir:
—Conformate con que sea muchacho.
©Juan Manuel Aragón
Al tiempo me dijeron que le pedía mucho, pobre chica. ¿Cómo? Reflexionaron: “Con que sepa leer, confórmate, si además sabe que las cuatro operaciones básicas son sumar, restar, multiplicar y dividir, date por dichoso”. Pregunté: “¿Aunque sume dos más dos con una calculadora?”. Respuesta: “Sí, por supuesto, no seas antiguo, nadie suma dos más dos con los dedos”.
Es obvio que no quiero un yerno para que me hable de las bondades de la mayeútica sobre todo otro método de debate filosófico. Sólo me gustaría que mi hija venga con un tipo que sepa nomás de qué conversar civilizadamente mientras hago el asado del domingo o cuando estemos en la sobremesa no me quiera convencer de que el rap es música, porque lo cago a chancletazos y lo saco carpiendo de la casa, para decirlo en fino francés del siglo XV. Y no, amigos, no me importará en ese caso si tiene un posgrado en física atómica o es el padre de mis nietos, porque, repito, el rap no es música ni se le parece.
El paulatino deterioro de la educación argentina provocó que, al tiempo, cuando expuse estas pretensiones delante de los amigos, uno de ellos me advirtiera: “Si sabe firmar, decite dichoso”. Después me dijo que me olvidara de esas discusiones imaginarias sobre cualidades de los músicos populares argentinos, la política como el arte de buscar lo mejor para una sociedad determinada, cuál es el mejor ensillado para un caballo criollo o qué debe tener un buen puchero para ser considerado tal.
Pregunté a este último amigo, de qué conversan los muchachos de ahora.
—No conversan— respondió.
—¿En serio?, ¿por qué?
—Consideran que dirigirse la palabra es mala educación.
—¿Y qué hacen para comunicarse?
—Se mandan dibujitos por el teléfono.
—¿Es la única forma?
—También saben algunas palabras sueltas, monosílabos más que nada.
—Entonces no llegan a nada en la vida.
—No vayas a creer, tuvimos un presidente que dijo haber leído los libros de Sócrates, otro que confesó que a las 7 de la tarde apagaba todo y se ponía a ver Netflix.
En la decadencia de las costumbres, la cultura, la política, la religión, uno siempre cree que está en el último escalón del derrumbe hacia los últimos fuegos del Averno. Dicho en otras palabras, supone que peor no puede estar. Pero, oiga, siempre hay alguien presto a desengañarlo. No sé cómo se dio la conversación con un amigo, cuando le expresé mi pretensión de que el futuro marido de mi hija fuera un muchacho que al menos supiera firmar.
—Quieres mucho— me espetó, mirándome fijo a los ojos.
—¿Cómo?
Me miró fijo para decir:
—Conformate con que sea muchacho.
©Juan Manuel Aragón
Mirá si te lo sale un yerno queer, de esos que son heterosexual , pero les gusta vestir como mujer.. pero no. Vos sos un bendecido y la María Celia sabrá elegir uno como Dios manda.
ResponderEliminarMe late que estas pidiendo mucho jaja
ResponderEliminarGracias
🤣 😅 🙈
Con que hable más de 20 palabras! No se drogue y haya leído un libro en su vida
Esta bien hoy por hoy !! Jaja jaja 🤣 🙊 😅
A y hetero !!
No no me hiciste reír mucho.!!!
Arq Maria lopez ramos
Si ha leído y asimilado "El hombre mediocre" de José Ingenieros, ya es un candidato que vale la pena.
ResponderEliminarEs un libro que hay que saber leer e interpretar. Los capítulos sobre Patria y sobre los políticos son reveladores en el contexto de La Argentina actual. Se le critica cierta redundancia, pero es claramente necesaria. Es un libro que hay que leer acompañado por la lectura de todos los clásicos que cita a lo largo de su desarrollo (Shakespeare, Sócrates por Platón, Moliere, Ovidio, Dante, Flaubert, Nietzsche, Lesage, etc.), para entender el contexto de su propuesta. Un ñato que haya leído todo eso, tiene más de la mitad de mi aceptación ganada.
Buenísimo! Nos reímos mucho con Verónica
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