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BAILE Historias entrelazadas en club

Imagen de ilustración

Uno había ido por ir nomás y se enamoraba perdidamente en una noche y otro que esperaba hallar el amor de su vida, regresaba con las manos vacías y el corazón mustio


Los bailes no eran cosa de todos los días, al menos en el pago de mi infancia y la juventud. En varios meses a la redonda nadie organizaba uno y de repente, para carnaval, había media docena en tres semanas. A veces iba un conjunto de la ciudad y entonces el club se ponía de bote a bote. Iban no solo los de la villa, sino también nosotros y los de varios pueblos vecinos. Atábamos el sulky y nos recomendaban que lo dejemos en la casa de un amigo, un pariente para cuide el coche, los arneses y el animal.
En ocasiones iba toda la familia en la chata de tío Horacio, hasta la abuela llevábamos para que no quede solita. ¿Si quedaba alguien en la casa, pregunta?, ¿para qué?, ¿quién iba a ir tan lejos a robar unas cuantas sillas, un tinajón viejo y macetas hechas de ollas desfondadas?
Las chicas bailaban con todos los muchachos, con el que las invitaba, estaba mal visto que eligieran, con este sí, con aquelcito no. Eran bailes por programa, así que siempre había oportunidad de convidar a la que uno le gustaba. En lo que estaban bailando, muchas veces se armaban los noviazgos o se pasaban mensajes, cuando los padres se oponían a la relación.
Resulta que a una madre no le gustaba un muchacho para la hija y la penaba: “No vaya a ser que te vea con ese, porque me vas a matar de un disgusto”. Ella bailaba con los amigos de él, que le iban pasando mensajes: “Dice que el jueves que viene a la medianoche, te va a esperar en la represa, así se van a la cosecha juntos”. Y la madre, alerta, disimuladamente, de vez en cuando pispeaba para donde estaba el galán, creyendo que tenía la situación controlada.
Al final, el jueves siguiente la chica se mandaba a mudar con el novio, gran escándalo en la casa porque la habían robado, denuncias en la policía, recriminaciones de familia a familia. Y al cabo de unos meses el regreso de la feliz pareja, el perdón, la reconciliación. Y en el futuro, quizás el hombre era el mejor yerno que aquella suegra esperó jamás.
En los bailes se cocinaban esos entuertos y otros más también, vino y cerveza de por medio, había peleas y viejos rencores salían a relucir en cualquier momento. O sucedía que uno había ido por ir nomás y se enamoraba perdidamente en una noche y otro que esperaba hallar el amor de su vida, regresaba con las manos vacías y el corazón mustio. Cada uno con su historia, iban haciendo la realidad, el día a día de aquellos lugares quizás olvidados por la mano de Dios.
Los muchachos tenían preparado un verso que era igual para todas las chicas. Casi siempre empezaban de la misma manera: “Apenas te he visto, me he dado cuenta de que estoy enamorado de vos, quisiera tener algo que vaya más allá de estas palabras y blablá, más blablá y más blablá”. Muchas veces las chicas les decían: “Vamos a ser amigos nomás”. Pero ellos se negaban diciendo: “No puedo, porque siempre te voy a estar llegando”.
Otras veces, después de un programa, cuando una chica se sentaba, contaba a la amiga que el chango se le había declarado. Al rato el muchacho sacaba a la amiga y se le declaraba con el mismo versito y todo. La otra volvía a la mesa y comentaba: “El tuyo se me ha declarado también”.
Changos y chinitas cuando salían de la escuela primaria tenían que buscar trabajo. Como no había escuelas secundarias, tampoco había prepúberes, púberes, púberes netos, pre jóvenes, y jóvenes. Menos que menos iba a hallar “jóvenas”, categoría que debemos a las insignes boberías de la actualidad. Un día uno era chico y estaba en la escuela primaria y al siguiente, al terminar séptimo grado ya andaba con el hacha al hombro, labrando postes, o en la cosecha de caña, en la uva de La Rioja, en la aceituna en Catamarca o despalando semerendas raíces en inmensos campos de quebrachales por los que había pasado la topadora, en algún punto perdido de la provincia de Salta.
En ese mundo que le cuento, la única ventana con una oportunidad para conocer a una chica era el baile. Ninguna se iba a parar a conversar con un muchacho en la calle, no existían los bares y confiterías y si había era mal visto que fueran mujeres, ¿qué tenían que hacer sentadas, tomando una Cocacola en el bar “La Estrella”? Si llegaban a beber cerveza, hasta diez pueblos a la redonda iban a saber que la Fulanita y la Menganita eran poco menos que unas borrachas perdidas.
En algunos pueblos había plazas, pero un padre decente no iba a permitir que sus hijas fueran a la nochecita con las amigas a conversar. “No señor, mis chicas no son unas cualquieras para estar en la plaza, a la vista de todo el mundo, nadie las va a señalar como unas cualquiera”. Por eso, repito, si no era en el baile, ¿dónde se iba a agenciar una novia un chango?
Y dejo aquí nomás, porque estoy escribiendo historias, entre las cuales fue entreverada la mía, una noche de octubre del 2002, cuando conocí a quien sigue siendo mi amor eterno, en aquel pago que le digo y bajo unas estrellas que pasaban en motocicleta a toda velocidad. Fue, como le cuento, en un baile de club, ella había ido con sus hermanas, sus hermanos, su mamá, pero no me importó y la encaré. Pero esto lo narraré otro día, si me lo permiten.
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

  1. Tiempos lavados y a cara descubierta, tenias marcada la pareja para acompañar tu vida. Pero en éstas épocas, de igualar miedos oscureciendo los bailes y creías en el interior de las personas. Cambian elecciones pero no propósitos

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  2. En mi pueblo, de otra provincia, se organizaban dos bailes al año, la sociedad italiana por un lado, y la sociedad española por otro, cada una en su propio salón. Recuerdos de mi niñez, en qué me llevaban mis padres pues no tenían opción de dejarme solo en casa. Luego de una hora o más, yo dormía.

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