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CUENTO El Hombre Hormiga en el país de los valientes

Soportan hasta una tonelada  de peso

“Actúa, se relaciona, trabaja, ama, ríe, sufre en una sociedad que reconoce a cada una de sus partes como una porción inescindible del cuerpo social de algo indefinido”


Sentado frente a su ordenador, el hombre observa una hormiga vagando insegura por la pared de enfrente. En los últimos tiempos, pocas veces la vida lo ha puesto frente a la naturaleza en estado puro, vive entre ladrillos, pisa el pavimento y casi siempre tiene un cielo que queda a dos metros de su cabeza, el cielorraso, arriba del cual hay otro piso con su techo, encerrando el aire de otra casa, caja de zapatos, una arriba de la otra, albergando a cientos de miles de personas, iguales e individuos distintos a la misma vez.
La hormiga se pasea de arriba a abajo, buscando alimentos para llevar a su casa. Hace mucho leyó por ahí que algunas son exploradoras, andan lejos del hormiguero buscando la fuente de comida, si la hallan, vuelven con una muestra dejando un rastro que luego seguirán sus hermanas. Así se formará esa sinuosa fila de india, tanto de las que van vacías como de las que regresan con algo al hombro.
El hombre no quita la vista de encima a las hormigas que exploran un terreno entrevisto en oscuros sueños en el fondo de una muchedumbre igual, parejita y solemnemente trabajadora, laboriosa e inútil. Su único objeto en la vida es perpetuarse en una próxima generación, que luego será otra y otra más, con la misma vida, entre las mismas paredes que construyeron sus padres y habitarán sus hijos y los hijos de los hijos.
Recuerda haber leído por ahí que una hormiga levanta hasta 100 veces su propio peso. Con una sonrisa mental calcula que, con sus 104 kilos de la  balanza de la farmacia de  la esquina de la plaza, podría levantar hasta 10.400 kilos redondos, es decir, ocho o diez autos chicos nomás, puestos uno arriba del otro. Diez toneladas y  pico soporta sobre el lomo una sola hormiga, llevando una hojita que cualquiera barre de la faz del patio con solo soplido.
Si fuera el creador de una historieta, otra que el Hombre Araña, le hubiera gustado escribir el argumento de una novela de éxito: ”El Hombre Hormiga en el país de los valientes”. Trataría acerca de un tipo común y corriente, que va de la casa al trabajo, del trabajo a la casa, cuando de repente debe enfrentarse con uno de sus vecinos. El ñato que vive al lado le tira un botellazo y él responde arrojándole una camioneta Ford, que estaba estacionada en la puerta o con un contenedor de la vereda del frente, repleto de escombros de su obra en construcción.
La hormiguita, endemientras, ya no es una sino dos. Camina como borracha, por ahí se topa con la otra, pareciera que la huele unos segundos y sigue davueltando por la pared, entre una reproducción de la Gioconda y su diploma de perito mercantil. En cualquier momento podría hallar algo, media tostada con mermelada de anteayer olvidada tras la pata de la mesa del comedor de diario, una pequeñísima porción de un ñoqui que se cayó de la mesa o la enorme fortuna del tacho de la basura, entonces correrá a dar aviso a las hermanas para que vayan a darse el atracón de sus vidas.
A media mañana, cuando por fin apague el ordenador, buscará por la cocina la nutrida hilera de hormigas yendo y viniendo de una olla que quedó sucia desde anoche hasta una pequeña montaña de granitos de arena que delatan, con un pequeño orificio en el centro, boca negra y misteriosa, que es la puerta de entrada del hogar de miles, quizás millones de seres vivos.
Actúa, se relaciona, trabaja, ama, ríe, sufre en una sociedad que reconoce a cada una de sus partes como una porción inescindible del cuerpo social de algo indefinido. Sale a la mañana a buscar el pan, se mueve entre multitudes más o menos organizadas, cada uno de los integrantes sabe qué trabajo le toca y cómo debe llevarlo adelante. Se mueve por instinto, buscando su propia supervivencia y la de su prole: cartonea, lleva expedientes, suda bajando harina de los camiones, trocea carne de vaca, se hurga la nariz en las esquinas aguaitando que el semáforo se ponga verde, sirve café en los bares, da examen de vida todos los días y siempre lo reprueban.
Pensará en sí mismo por primera vez en el día, rebuscando en sus adentros las causas de sus frecuentes infortunios y sus raras alegrías. Piensa que hubiera sido un mal budista, de los que creen en el yoga, en Sidartha Gautama y con la postura de flor de loto e intentan buscar una divinidad que se les niega siempre porque obviamente está en otro lado. Pero insiste como si le fuera la vida en la equivocación.
Cavila pensando en esos monjes, condenados casi a la inmovilidad eterna por miedo a aplastar un grillo, matar un ácaro, molestar un ave o desviar una sola nube de su camino, un milímetro de lo que le marca el viento. Se recriminaría haber observado a las hormigas, pues podrían molestarse por la atención casi morbosa que prestó a sus evoluciones.
Reflexiona sobre la increíble la cantidad de pensamientos dispersos que le nacen en apenas segundos. Todavía no se ha incorporado del todo de la silla frente a la computadora y recuerda que no debe olvidar las hormigas, ¡las hormigas malditas! Se dirige a un anaquel apartado, en lo que pomposamente su señora llama el lavadero, pero no es más que un rincón de la casa, perfumado con jabón rancio y viejo. Toma un aerosol y se encamina al ojo del hormiguero. Lo rocía con algo de asco, sabiendo que el olor del repugnante que le agregaron al veneno le hará dar arcadas, pero no hay más remedio.
En el hormiguero se han activado las alarmas, las que fueron rociadas morirán de muerte química instantánea, las que quedaron afuera con su botín al hombro, perecerán indefectiblemente, aunque tardarán un poco más. Adentro, el reino se reacomodará durante un instante y luego, de un corto debate, un temblor interno les ordenará aparecer por otro orificio abierto en el suelo para la ocasión, enviar a las exploradoras por el patio de la casa del vecino, a buscar las dulces hojas de un rosal que, si Dios quiere, dejarán pelado en una noche de inclemente festín colectivo.
Mientras cierra la puerta de la casa para marcharse a su trabajo, el hombre piensa en que debe decirle a la señora que la próxima vez no compre esas otras marcas de nombre raro y eficacia más que dudosa. El Raid es el único que las mata bien muertas.
©Juan Manuel Aragón
Belgrano y Libertad, vereda de allá, 29 de noviembre del 2022

Comentarios

  1. Será por eso que escribieron el regreso del comprovinciano?

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