Último monte, óleo de Hugo Argañarás |
Por qué alguien se marcha a cumplir tareas en uno de los lugares más inhóspitos de la provincia
En San Ignacio no pasa nada y no hay trabajos para hacer, salvo contar los ututus que pasan de izquierda a derecha un día y al siguiente de derecha a izquierda. El calor es inaguantable, no hay electricidad, las moscas son una constante en el día y los mosquitos a la noche. ¿Ha visto que a lo lejos se suele armar un vidrio en el aire? Eso es San Ignacio, para llegar tome de Urutaú, el culo del mundo, para el norte, como quince quilómetros en medio de un salitral atroz. ¿No ha sentido nunca hablar de este pago? Bueno, eso, si la desgracia le da un empujoncito, deja de existir.
El mismo día que llegué, después de acomodar los papeles en la oficina que hacía de jefatura, celda y comedor de la policía pregunté dónde quedaba la posta sanitaria. Me habían nombrado ordenanza de una oficina casi inexistente. Al único agente de policía del pueblo le encargaron vigilar, todos los días, sin faltar uno, de lunes a viernes, si estaba en mi lugar de trabajo, una piecita de dos por dos, una mesa destartalada y una silla. Al final éramos chanchos amigos, por supuesto, pero igual no me dejaba faltar, así que muy poco volví a Santiago en ese tiempo, salvo cuando agarraba licencia, eran como doce horas de viaje en colectivo más tres o cuatro en sulky, dependiendo de cómo estaba el camino.
Me instalé en casa de unos paisanos que me alquilaron una habitación de su casa durante varios años. Desde ahí contaba ututus yendo y viniendo del lado de la casa de doña Sara al corral de los terneros de Luis Galván, del corral a la casa. A veces ganaban los de un lado, cinco a uno, a veces los del otro. O serían los mismos, porque nunca los distinguí. Era una carrera sin solución de continuidad. No me volvieron a Santiago ni siquiera cuando llegó Iturre al gobierno, eso que algunos compañeros le hablaron de mi situación, le dijeron que era una víctima del juarismo, un hombre valioso, peronista de toda la vida. Después todos se olvidaron y me conformé, qué otra me quedaba.
Para no aburrirme, pagué un curso de detective por correspondencia, cuando iba al pueblo me entregaban las cartas o algún comedido me las llevaba. Presenté el certificado para entrar en la Policía, pero dijeron que no valía porque no era título oficial. El resto del tiempo lo pasaba rascándome y criando panza, a la mañana con la mano izquierda, a la tarde con la derecha. No había nada que hacer en ese mundo olvidado de la mano de Dios, perdido en un polvaredal salitroso, lejos de la civilización y quizás, pero sólo quizás cerca de Dios, porque había cada merequetengue entre esa gente, que mamita mía, eso que eran tres casas y dos familias, los Santos y los Ledesma. Pero otro día, si quiere, le cuento.
Fui el primero. Después hubo otros a los que les hicieron lo mismo y luego otros y otros más y al último eran una legión, trasladados, echados, corridos, ninguneados, degradados. Pero yo inauguré una costumbre santiagueña que tuvo años de desarrollo, y al final era una tradición, así, poquita cosa, como me ve, durante años los cronistas contarán mi historia con otros nombres, bajo distintas circunstancias, pero no sé de alguien a quien le hayan hecho antes lo que me hicieron a mí.
Pero, mejor le hago la historia desde el principio, para que entienda. Me llamo Carlos Antonio Barraza, vivo o en el Sexto Pasaje del Huaico Hondo. Vecino de toda la vida del barrio, mi casa queda a media cuadra de donde nací. Esto que le cuento no lo sabe nadie, primera vez que lo confieso, sospecho que me queda poco hilo en el carretel y quiero que se conozca.
¿Ha visto cuando una cosa trae la otra? Bueno, eso sucedió. Me desperté a las 4 y media de la mañana, como todos los días, para ir al trabajo. Era ordenanza del Ministerio de Bienestar Social. Limpiaba las oficinas. Esa ocasión, cuando iba por la Belgrano, a la altura de la Bolivia, pinché una goma de la motocicleta. En vez de dejarla tirada y seguir en colectivo, la llevé a parchar, total después hablaría con el jefe para justificarme. Llegué a las 7 y media.
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Al llegar nomás me dijeron que la señora Nina quería hablarme, la señora Nina en persona, no cualquiera che. En esos cinco minutos que esperé en la antesala pensé en mil quinientas cosas. Era el encargado de limpiar su oficina. No terminé de entrar y me largó un carterazo tremendo. Me pegó, ¿ve?, aquí, en medio de la cara.
Debe haber sido el primero de su vida, al menos no existen antecedentes. Después, en su siguiente gobierno, cuando agarró más vuelo la vieja, no solamente pegaba carterazos, sino que organizaba pasillos con chicas de la Rama, que esperaban al desgraciado para pegarle, escupirlo, patearlo. Pero el primero me lo acertó a mí.
¿Si estoy orgulloso pregunta? No, amigo, lo cuento para que quede constancia nomás, ¿no dice usted que se dedica a escribir historias de Santiago?, bueno, ahí tiene una. Y nombremé si quiere, no tengo problema.
Al día siguiente estaba firmado mi traslado a San Ignacio. Ordenanza de la posta sanitaria. Era el 13 de octubre de 1986, lunes, recuerdo clarito, como si fuera ayer.
©Juan Manuel Aragón
A 13 de octubre del 2023, en el Borges. Visitando al compadre
Uhh ! los famosos carterazos de la "Nina". No son pocos los que lo han recibido, de hecho cuando trabajaba y vivía en Baires, varias de mis compañeras me preguntaron del tema. Siempre contestaba que nunca había visto pero siempre escuche comentarios al respecto.
ResponderEliminarLo de los traslados "a donde el coludo de cuernos perdió el poncho", a modo de castigo siempre fue un método usado por los autócratas para subordinar a todos, como parte de la "política del miedo".