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CIUDAD Los patios viejos

 

Primer patio de la antigua casa Díaz-Gallo

La añoranza de la ciudad de antes, el pañuelo del sol y las cuatro puntas de su dulce intimidad

Por Clementina Rosa Quenel
Junto a la ciudad han ido muriendo.
Cuando esta sacó pecho sobre el asfalto, y los caserones vastos, de cuatro horizontes abiertos ya no justificaron su antaña presencia, con la última instancia de la piqueta, aquellos patios circunsferenciales -oh girasoles familiares- fueron recogiendo cual si fueran un maravilloso pañuelo de sol las cuatro puntas de su dulce intimidad.
Han ido replegándose en el recuerdo.
Paralelamente la ciudad ha erguido la moderna fisonomía y en la necesidad impostergable de nuevas exigencias, ha terminado con el litigio de presente y pasado, de centro a periferia.
Así, junto a la ciudad han ido oprimiéndose, marchitándose. Así, ya no se presiente la pausa del tiempo, la luz, luz; las luciérnagas; la luna, florecida luna.
Ya no se distribuye la vida familiar junto al aljibe de roldana quejumbrosa, o al rosal aquel que un día cualquiera vistió la primavera de púrpura y sol.
Ya no se espera la desnudez del otoño en las manos doradas que voltea la viña mustia. Ni llegan los fríos por la redonda llamarada del naranjo compañero.
Ni se mira la tarde en la ronda infantil desplegada cotidianamente. (Si miráis por los ojos de alguna cancela veréis las figuras recortadas y la voz aún fonografiada):
Buenos días su señoría
Mantantero liro lá…

(Asoma el viejo corredor su rostro surcado de vigas, y escribe el recuerdo en la péñola de su silencio…)
Así, junto a la ciudad nueva, el íntimo perímetro de los patios va diluyéndose en despedida. Pero el desplazar fue lento. Tal vez quedaba como una intención secreta prendiéndose al encanto de las huertas interiores, o deteniéndose en los dinteles de los caserones predestinados.
Tal vez, al derrumbe del primer caserón de leyenda en más de un solar se guardaban historias y reliquias del recuerdo, saraos, clavecín, espliegos… fue como un cataclismo que signó en el ánimo y en la realidad, las formas perentorias.
Mas entonces, en el corazón alineado de la nomenclatura urbana surgieron los parapetos duros, en otro diálogo de puertas y zaguanes. Y el viejo patio terminó retaceado en cuatro macetas.
Los patios viejos ya no tuvieron bando.
Su ancha pulcritud, su convocar al paisaje, fue esfumando su destino. El encanto pequeño de las tertulias, el mantón vivido de rosas té o claveles que cada uno extendiera con grandor de alma, acabó en el museo de las postales de familia. Apenas si hoy, en algunos adobones sobrevivientes, su presencia nos detiene un instante. ¿Cuántos quedan, con gesto amical y melancólico? (Yo he mirado por algunos de ellos y he evocado la vida lenta consumida en el reloj de arena de las angustias, de las alegrías y de las voces ausentes).
Con los patios viejos he traído mi ciudad y la postal de su infancia.
Miro en su paisaje, y estoy en su olor de tiempo y mentas, en su remanso de añoranzas y pasado.
He visto los niños en la cuerda de plazas y parques. Y digo: los patios ya no tienen bando.
Hay ido recogiendo, cual si fueran un pañuelo de sol, las cuatro puntas de su dulce intimidad…
En el diario El Liberal del cincuentenario, 3 de noviembre de 1948.
Ramírez de Velasco®

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