Con chicharrón mal molido |
Cómo fue que se creó uno de los más ricos panes de Santiago del Estero
La hermana se bajó del quebracho altísimo que había trepado, lastimada, con varios magullones justo en el centro del rencor herido, golpeada en el alma por la acción del hermano. “Si no le gustaba cómo lo trataba, tendría que haberme avisado”, se quejaba. Como justificación afirmaba: “Yo actuaba de forma un poco brusca porque se me hacía que así se tratan los varones, pero nunca fui perversa con él, como cuentan”.
Un blandito, un nene de mamá, una mantequita había sabido ser el hombre. Para peor, un día se enteró de que le había fabricado una leyenda que la dejaba como una mujer cruel y despiadada, que nunca lo esperaba con la comida, le mezquinaba un lugar para vivir, lo rigoreaba a cada rato, aprovechando que era varón le pegaba y un montón de mentiras más.
Después de esa vez, se vino a casa de unos parientes que vivían aquí en la ciudad. La trataron bien y al tiempo se casó con un muchacho albañil, que trabajaba en las obras. Les dieron una casa en un barrio y se mudaron para ahí. Tuvo dos hijos varones. Pero, lo que es la mala suerte, joven nomás, finó el marido.
Dicen que era buena cocinera y que hacía unos panes y unas tortillas al rescoldo muy ricos. Para salir de pobre decidió salir a venderlos por la calle, pero no conseguía clientes porque todo el mundo sabe hacer pan exquisito en Santiago.
Una tarde que los hijos estaban estudiando para una prueba no quiso molestarlos pidiéndoles que la ayuden a tornear. Con las manos juntó bien la masa, le puso algo de levadura, molió el chicharrón en el mortero, después creyó que era poco, agregó más pedazos sin moler. Medio mal amasado estaba. Le salió parecido a un bollo tucumano, pero más rústico y, como dirían los cocineros de hoy, con tropezones de grasita que le dan un sentido distinto, un premio que a todos les tocará en suerte.
Uno de los hijos le dijo que eso era puro chicharrón con pan cocido. Mucho tiempo lo salió a vender así. “¡Chicharrón con pan cocido…!”. A los santiagueños les gustó, sobre todo para sentarse a matear a la tarde, y se hicieron clientes. Después abrevió el anuncio y empezó a gritar, por las siestas de la ciudad: “¡Chipacooo…!”, y el nombre le quedó para siempre.
¿Se desquitó del hermano cruel que la dejó en la copa de un quebracho? No, él sigue viviendo en el monte. Se hace el gaucho matrero y a cada uno que lo visita, le dice que después ella se convirtió en cacuy y lo llama desesperada en la noche oscura. Si le cuentan la historia, ella no dice nada y se ríe nomás, porque al año de andar de chipaquera, ahorró plata e instaló una panadería en el barrio Vinalar para que trabajen los hijos, que ya son grandes. Es una linda mujer, joven todavía, no llega a los 50 años. Tiene un pretendiente que la visita todas las semanas.
De tarde en tarde recuerda al hermano que inventó un cuento para folkloristas machalos, amanecidos tomando vino barato, ishpados y solitarios, oyendo toda la noche la misma chacarera. Ella, en cambio, regala a los santiagueños un pan que se hace en cada casa humilde de los barrios, con un horno de barro en el fondo, ayudándose a rebuscar en la pobreza, con trabajo, tesón y voluntad.
Después se va a la peluquería y se pone regia para recibir a su galán.
©Juan Manuel Aragón
Dicen que era buena cocinera y que hacía unos panes y unas tortillas al rescoldo muy ricos. Para salir de pobre decidió salir a venderlos por la calle, pero no conseguía clientes porque todo el mundo sabe hacer pan exquisito en Santiago.
Una tarde que los hijos estaban estudiando para una prueba no quiso molestarlos pidiéndoles que la ayuden a tornear. Con las manos juntó bien la masa, le puso algo de levadura, molió el chicharrón en el mortero, después creyó que era poco, agregó más pedazos sin moler. Medio mal amasado estaba. Le salió parecido a un bollo tucumano, pero más rústico y, como dirían los cocineros de hoy, con tropezones de grasita que le dan un sentido distinto, un premio que a todos les tocará en suerte.
Uno de los hijos le dijo que eso era puro chicharrón con pan cocido. Mucho tiempo lo salió a vender así. “¡Chicharrón con pan cocido…!”. A los santiagueños les gustó, sobre todo para sentarse a matear a la tarde, y se hicieron clientes. Después abrevió el anuncio y empezó a gritar, por las siestas de la ciudad: “¡Chipacooo…!”, y el nombre le quedó para siempre.
¿Se desquitó del hermano cruel que la dejó en la copa de un quebracho? No, él sigue viviendo en el monte. Se hace el gaucho matrero y a cada uno que lo visita, le dice que después ella se convirtió en cacuy y lo llama desesperada en la noche oscura. Si le cuentan la historia, ella no dice nada y se ríe nomás, porque al año de andar de chipaquera, ahorró plata e instaló una panadería en el barrio Vinalar para que trabajen los hijos, que ya son grandes. Es una linda mujer, joven todavía, no llega a los 50 años. Tiene un pretendiente que la visita todas las semanas.
De tarde en tarde recuerda al hermano que inventó un cuento para folkloristas machalos, amanecidos tomando vino barato, ishpados y solitarios, oyendo toda la noche la misma chacarera. Ella, en cambio, regala a los santiagueños un pan que se hace en cada casa humilde de los barrios, con un horno de barro en el fondo, ayudándose a rebuscar en la pobreza, con trabajo, tesón y voluntad.
Después se va a la peluquería y se pone regia para recibir a su galán.
©Juan Manuel Aragón
Que buena nota, no lo sabia, como había comenzado el pan con chicharron
ResponderEliminarCruce de caminos para dos narraciones. Y como en todo crossover, potencia y energía de la tierra para darle vida y empujar hacia el infinito la leyenda
ResponderEliminarMuy bonita che
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