El cura Juan Manuel en un campamento |
Juan Manuel López Quevedo y Domingo Qasante tuvieron mucho que ver en la formación de jóvenes santiagueños
En una de esas vivir sea cuestión de suerte también, ¿no? Destinos marcados, conductas repetidas hasta la saciedad, maldades que les hicieron a otros, a mí nunca me sucedieron ni me pasaron por el costado ni se me insinuaron siquiera. Otros se han ofendido por situaciones que no me rozaron ni a 10 mil kilómetros de distancia.
Como muchos de mi generación, de chico me mandaban a la parroquia, casi como a un club, a jugar, hacer algo y de paso, a ver si el cura nos sacaba buenos. Los dos que marcaron mi infancia y mi juventud fueron Juan Manuel López Quevedo y Domingo Qasante, ambos españoles, mire usté, pero totalmente distintos entre sí.
El cura Juan Manuel fue una luz encendida en el corazón de muchos que hoy andan por mi edad. Estaba en Cefas, palabra a la que le inventó una sigla cualquiera, pero todos sabemos que es “piedra”. Dicho en palabra simples, así como Nuestro Señor, cuando quiso edificar la Iglesia, eligió a Simón bar Jona, para esa tarea y lo nombró Pedro, el cura quiso levantar un edificio sobre nuestro corazón, para que sirviendo a los demás con humildad, ganáramos el Cielo.
El padre Domingo era miembro de la congregación de Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús de Betharram, que tenía escuelas en todo el mundo. De lo poquísimo que contó, llegué a la conclusión de que debía haber sido elegido rector de un colegio, no sé si en Buenos Aires o en el Uruguay. Y pusieron a otro. Para no incomodar a nadie eligió venirse a San Roque, en Santiago, el destino más humilde que halló, para morir olvidado. Cargaba caramelos para regalar en los bolsillos de una gruesa sotana de invierno. Recuerdo que, un 8 de agosto, día de Santo Domingo, mi madre y otras mujeres le regalaron otra sotana, más liviana, para aguantar los calores de Santiago, pues tenía una sola.
Ahora todos andan diciendo los curas esto, los curas aquello. En cualquier conversación, cuando se los menciona, primero se debe aclarar que uno cree que son todos abusadores de niños, degenerados o, en el mejor de los casos, mujeriegos. Y después, sí, opinar lo que fuere.
Bueno, de los dos curas que ayudaron a mi crecimiento espiritual nadie va a decir eso. Uno, Juan Manuel, tenía un carácter podrido, gritaba en los sermones, era exigente, nos hacía trabajar en tareas pesadas los sábados a la mañana, nos llevaba a campamentos en los que nos levantaban a las 7 de la mañana y, antes de darnos el desayuno nos hacía oir misa, sus micoquis eran legendarios y dolorosos y, aun así, lo seguíamos como legionarios.
El otro, Domingo, era un pan de Dios, siempre dispuesto a dar un consejo, a compartir lo poquito que tenía. Muchas veces, llegada la noche iba a la cocina a ver qué comer y se daba con que algún chico se había cenado lo que le había llevado un vecino generoso al mediodía. Entonces, con una cebolla y un huevo, preparaba un revoltijo y lo comía con una alegría que no he vuelto a ver en la vida. Además, convidaba.
Una vez le pregunté al padre Domingo como sobrellevaba la soledad en la inmensidad de San Roque. Señalando a su alrededor, en esa cocina que tan bien recuerdo, dijo que nosotros, nuestros padres, los vecinos, los parroquianos sin nombre que iban a misa todos los domingos, éramos su familia y con tanta gente alrededor, siempre estaba acompañado, no se sentía solo.
Si usted quiere seguir hablando mal de los curas, pidiendo para ellos mariconadas como que se casen o dejen de existir y tapien a cal y canto los templos, quién soy para prohibirlo, nadie. Hable lo que quiera, qué me importa. Yo llevaré para siempre en mi corazón, el recuerdo de estos dos sacerdotes que honraron sus votos y se entregaron a la comunidad con un amor por el prójimo, por la formación de los jóvenes y su salvación eterna, como no se ve en estos momentos en ninguna parte y bajo ninguna circunstancia.
El cura Juan Manuel se fue a España a terminar sus días en su tierra. Dicen que murió extrañándonos, recordando, uno por uno, los nombres de quienes ayudó a ser hombres de provecho. El padre Domingo falleció internado en un hospital de Buenos Aires, entre inmensos dolores. Uno de sus discípulos de San Roque, era la única visita que recibía en sus últimos días. Pero no estaba solo, quienes lo conocimos y lo apreciamos en vida, todos los días tenemos un recuerdo suyo en nuestras oraciones.
Guardamos recuerdos de ambos. Como si fuera ayer.
©Juan Manuel Aragón
El padre Domingo era miembro de la congregación de Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús de Betharram, que tenía escuelas en todo el mundo. De lo poquísimo que contó, llegué a la conclusión de que debía haber sido elegido rector de un colegio, no sé si en Buenos Aires o en el Uruguay. Y pusieron a otro. Para no incomodar a nadie eligió venirse a San Roque, en Santiago, el destino más humilde que halló, para morir olvidado. Cargaba caramelos para regalar en los bolsillos de una gruesa sotana de invierno. Recuerdo que, un 8 de agosto, día de Santo Domingo, mi madre y otras mujeres le regalaron otra sotana, más liviana, para aguantar los calores de Santiago, pues tenía una sola.
Ahora todos andan diciendo los curas esto, los curas aquello. En cualquier conversación, cuando se los menciona, primero se debe aclarar que uno cree que son todos abusadores de niños, degenerados o, en el mejor de los casos, mujeriegos. Y después, sí, opinar lo que fuere.
Bueno, de los dos curas que ayudaron a mi crecimiento espiritual nadie va a decir eso. Uno, Juan Manuel, tenía un carácter podrido, gritaba en los sermones, era exigente, nos hacía trabajar en tareas pesadas los sábados a la mañana, nos llevaba a campamentos en los que nos levantaban a las 7 de la mañana y, antes de darnos el desayuno nos hacía oir misa, sus micoquis eran legendarios y dolorosos y, aun así, lo seguíamos como legionarios.
El otro, Domingo, era un pan de Dios, siempre dispuesto a dar un consejo, a compartir lo poquito que tenía. Muchas veces, llegada la noche iba a la cocina a ver qué comer y se daba con que algún chico se había cenado lo que le había llevado un vecino generoso al mediodía. Entonces, con una cebolla y un huevo, preparaba un revoltijo y lo comía con una alegría que no he vuelto a ver en la vida. Además, convidaba.
Una vez le pregunté al padre Domingo como sobrellevaba la soledad en la inmensidad de San Roque. Señalando a su alrededor, en esa cocina que tan bien recuerdo, dijo que nosotros, nuestros padres, los vecinos, los parroquianos sin nombre que iban a misa todos los domingos, éramos su familia y con tanta gente alrededor, siempre estaba acompañado, no se sentía solo.
Si usted quiere seguir hablando mal de los curas, pidiendo para ellos mariconadas como que se casen o dejen de existir y tapien a cal y canto los templos, quién soy para prohibirlo, nadie. Hable lo que quiera, qué me importa. Yo llevaré para siempre en mi corazón, el recuerdo de estos dos sacerdotes que honraron sus votos y se entregaron a la comunidad con un amor por el prójimo, por la formación de los jóvenes y su salvación eterna, como no se ve en estos momentos en ninguna parte y bajo ninguna circunstancia.
El cura Juan Manuel se fue a España a terminar sus días en su tierra. Dicen que murió extrañándonos, recordando, uno por uno, los nombres de quienes ayudó a ser hombres de provecho. El padre Domingo falleció internado en un hospital de Buenos Aires, entre inmensos dolores. Uno de sus discípulos de San Roque, era la única visita que recibía en sus últimos días. Pero no estaba solo, quienes lo conocimos y lo apreciamos en vida, todos los días tenemos un recuerdo suyo en nuestras oraciones.
Guardamos recuerdos de ambos. Como si fuera ayer.
©Juan Manuel Aragón
PS. Entiendo que hay y hubo otros muy buenos sacerdotes en la diócesis de Santiago, quizás algún santo. Yo nombré solamente a los que conocí.
Una oración para los dos.
ResponderEliminarMuy bueno. Y eran dos santos
ResponderEliminarLa iglesia, a través de sus santos curas, es madre y maestra.
ResponderEliminarHermoso homenaje a quienes forjaron muchas vidas! Que el Señor los tenga en su manto.
ResponderEliminarComo en todos lados, hay curas y curas, amo me tocó estar con buenos curas y monjas, que hermoso recuerdo tenes, gracias x tu nota
ResponderEliminarTú escrito de hoy, supera la humanidad que cargas. La verdad, me emocionó el recuerdo que traes. Participamos como familia de la vida de Cefas y somos concientes cuanto ayudo a formar conciencia en nosotros; Juan Manuel, con palabras fuertes nos brindaba un camino a tener en cuenta para encontrar alegria. A Qasa te no lo trate, pero te dio una respuesta, que todavia hoy me pregunto; que fuerza tienen muchos curas para soportar lo que entendemos como soledad.
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