La moto que me compré con los ahorros, en un viaje a Jujuy |
"Una noche mientras volvía a casa, tinquié lejos el último pucho, pasé por el kiosco, me aguanté las ganas de comprar un atado y seguí de largo"
Escribo en primera persona para contar cómo terminé con mi adicción al cigarrillo, en la esperanza de que este texto se convierta en una ayuda a otros que lo quieren dejar y no puedan. Lo primero, distinguir entre vicio o adicción. El vicio es un defecto, en este caso de la personalidad de cada uno, que lo lleva a inclinarse por fumar, como forma de esconder sus temores detrás del tabaco. El adicto es alguien favorable a algo o alguien, entregado a eso.
Entre una u otra definición, me inclino a creer que mi adicción constituía un vicio y yo era un vicioso. Dicho esto, sin tener la menor contemplación con aquellos que otorgan una connotación negativa a algunas palabras y se entregan a los eufemismos como manera de esconder la realidad.
Es decir, un día me desperté con la plena convicción de que mi adicción al cigarrillo me había convertido en un vicioso, alguien que tenía un defecto y debía extirparlo si no quería morir en el corto plazo. Fumaba entre tres y cuatro atados por día, lo que significaba que echaba a mis pulmones el humo de entre 60 y 80 cigarrillos de tabaco negro.El drama es que no podía dejarlo. Imaginaba que mi vida sería insoportable sin el cigarrillo de después de almorzar, el de antes de acostarme, el de mi caminata al trabajo, el de antes de almorzar, el del desayuno, el del mate, el de salir, el de entrar, el de toda hora. Me resultaba insoportable la idea de sentarme frente a la computadora a escribir y no acomodar el cenicero a mi derecha, disponer el atado y el encendedor al alcance de la mano, sacar un cigarrillo, encenderlo, dar una gran pitada (una ´seca´ decimos aquí) y recién escribir la primera palabra. El cigarrillo me venía acompañando desde los 12 años. Algunos amigos más grandes me enseñaron a fumar, en un tiempo en que, lo único malo que tenía, al menos en la consideración general, era el gasto de plata y el olor que trasminaba la ropa. Pocos médicos recomendaban no fumar y, de hecho, muchos de ellos también fumaban. Recuerdo que, a mi tata, luego de un accidente muy grande que tuvo, mientras convalecía, un médico le recomendó no fumar, pero cometió el error de mostrar un paquete de cigarrillos. Mi padre se tomó de ese detalle para no hacerle caso.
Temía que, si dejaba de fumar no escribiría más, sobre todo por los rituales a que me entregaba antes, durante y después de cada escrito. Porque fumar es también aquello que rodea al hecho de echar humo: comprar el atado, abrirlo sacando la leve cinta de seguridad con la punta de la uña, desgarrar el paquete prolijamente, oler el tabaco, golpear el paquete contra la otra mano para que salgan los cigarrillos, invitar, tomar uno, ponerlo en la boca, encenderlo.
Me di cuenta de que necesitaba dejarlo, todo un crudo invierno cuando dormí, como siempre, con la ventana abierta, porque si no, me faltaba el aire. Y hubo algo más. Vivía solo y me cocinaba, para hacerlo todos los días compraba frutas y verduras. Un día empecé a guardar las monedas que me daban de vuelto, de 10, 25, 50 centavos y un peso, en un frasquito de mayonesa, más que nada para que no me molestaran en el bolsillo. En menos de dos semanas estaba repleta. Conté la plata, 60 pesos, cerca de un quinto de lo que ganaba entonces. Me dije que, si ahorraba lo que gastaba en cigarrillos, podría tener mucho más.
Una noche mientras volvía a casa, tinquié lejos el último pucho, pasé por el kiosco, me aguanté las ganas de comprar un atado y seguí de largo. Al rato estaba desesperado, buscaba un cigarrillo por toda la casa. Dos o tres veces me volví de la esquina del kiosco. Al final me dormí. La mañana siguiente me desesperé por cigarrillos en el diario en que trabajaba entonces.
Un tiempo antes había hecho una nota a jugadores anónimos que contaban sus experiencias. Ahí me di cuenta de dos cosas. La primera, la vida les sería insoportable si se daban cuenta de que nunca más en la vida apostarían. Ellos sabían que serían apostadores o jugadores para siempre. La segunda es que, por esa misma razón, se proponían solamente no jugar hoy e ir renovando el intento cada día.
Supe que la lucha sería día por día, superar el vicio sería una lucha contra mí mismo, sin cuartel, pero también sin promesas grandilocuentes, solamente tengo que evitar el cigarrillo por hoy, mañana se verá, porque aún hoy, más de veinte años después de aquella decisión, no soporto la idea de no fumar más en la vida. A veces digo, medio en serio, medio en broma, que, si me llegaran a avisar que me queda un mes de vida, volvería a fumar de inmediato. Dejé de fumar, pero sigo siendo un fumador.
Cuando dejé de fumar, empecé a poner las monedas en un frasco grande, de dos litros. Al tiempo llené uno y comencé con otro. Cuando finalmente conté la plata, tenía 2.000 pesos. Una motocicleta nueva y linda salía 6.000, entregué el dinero y el resto la pagué a plazos casi sin costos, porque la cuota salía de los ahorros que seguía haciendo.
Ahora quizás sea más fácil tomar la decisión de dejar el vicio, porque es cuestionado por todos. Para fumar hay que irse al patio, a la calle, a otra parte. Cuando empecé pedir permiso para fumar, era como solicitar autorización a los dueños de casa para cruzar las piernas, a quién se le ocurría, oiga. Los cowboys fumaban, las más hermosas modelos fumaban, los aventureros del desierto fumaban, los actores admirados fumaban, los músicos fumaban, los padres fumaban, los valientes fumaban, los cobardes fumaban, los amigos fumaban, los deportistas fumaban, los maestros fumaban y siguen las firmas.
Apenas dejé de fumar pasaron dos cosas graves. La primera, una marca de cigarrillos hizo una publicidad avisando que, si enviaba un paquete, vacío, por supuesto, a una dirección determinada y con mis datos, participaba del sorteo de una motocicleta mucho mejor que la que pensaba comprarme. La segunda, al levantarme de la cama, a la mañana, me dolía la planta de los dos pies, en la parte del arco.
Tuve la tentación de volver a fumar y lo habría hecho si un amigo no me hubiera advertido: “Es el Diablo, que va a venir a decirte que fumes si quieres librarte de esos problemas o conseguir esa motocicleta”.
Conclusión. Sigo deseando el cigarrillo, nunca dejaré de ser fumador, aunque no encienda un pucho desde hace más de 20 años. Aunque mucho menor, la lucha es todos los días. Debo resistir la tentación. El Diablo ha vuelto varias veces a decirme, por boca de conocidos: “Fumate uno, unito solo, uno nomás, qué le va a hacer, nadie se muere por fumar unito”. Todos los días debo vencerme a mí mismo.
Eso sí, no embromo a nadie contándole mi experiencia ni levantando el dedo para echar a uno que fuma en una habitación cerrada, porque sé lo que son las ganas de fumar. Si me molesta, me voy calladito. No soy un militante anti tabaco, me parece que es propaganda gratis. Si algún amigo quiere fumar en casa, le alcanzo un cenicero y lo dejo hacer. Alguno me ha preguntado: “¿Puedo fumar aquí adentro?”. La respuesta es sí, total será un cigarrillo y luego se irá, abriré las ventanas y procuraré que se vaya el olor lo más rápido posible.
Esta nota la postergué varias veces, quería darle un tono con algo de vuelo literario. Al final me decidí a escribirla lisita, como venía, aunque su estilo tenga reminiscencias del Selecciones del Reader Digest. No la redacté con la intención de convencer a nadie de dejar de fumar, porque sé que es una decisión personalísima de cada uno. Si usted echa humo por la nariz y quiere seguir fumando aquí mismo tiene excusas para seguir haciéndolo, como decir: “Pero yo no fumo 60 cigarrillos por día”. Quise contar mi experiencia, nada más.
Vivo lo que me resta de vida sabiendo que, si seguía fumando, lo más probable es que ya no viviría. Estoy seguro de que el cigarrillo me quitó años de vida, pero no sé cuantos ni me interesa averiguarlo. Algún día contaré, si me acuerdo, como fue que la decisión de fumar me dio una yapa con la que estoy más que conforme.
Ahora no, esta charla se alargó demasiado.
©Juan Manuel Aragón
Sumampa, 3 de noviembre del 2022
Muy bueno, Juan Manuel. Me encantó lo que compartiste. No tengo dudas de que este artículo, de excelente tono reflexivo, le va a hacer mucho bien a mucha gente.
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