Un Santiago que no regresa |
“Hay una desazón que enciende los recuerdos quizás en una esquina de la Francisco Viano, en un rincón perdido cerca de las Lomas Coloradas”
Hay una ciudad escondida detrás de Santiago. Pocos la conocen, no es la de las peñas amanecidas, no tiene nada que ver con el vino de los recuerdos ni es un rincón escondido cerca de una placita añorada. Todos la hemos entrevisto algunas tardes, volviendo a casa en el ómnibus repleto mirando por la ventanilla un barrio en el que no hemos vivido ninguna historia, observando quizás una mujer que se apeaba en la Juncal y Belgrano o mirando sin mirar el rostro vagamente conocido de una chica que viaja con un niño en brazos, tres asientos más allá.En esas ocasiones hemos sentido la pasajera alucinación de que no era la misma ciudad de todos los días sino otra, que llevamos tal vez en la mochila de nuestro inconsciente o incrustada en el Ello (después de escribir esto pienso que debería borrarlo, porque quién soy para hablar de honduras propias de los psicólogos, pero, ya está, no lo voy a sacar; que me critiquen como quieran).
O esa otra, que descubres una tarde cualquiera al encarar una calle, un barrio, una esquina, desde un lugar que nunca antes había visto, admirado porque durante un rato es otra, después vuelve a ser la misma, luego se transforma de nuevo hasta que se queda quieta, fija en los ojos y ya no cambia más y se pierde en la ilusión de una ventana detrás de la cual flota una pompa de jabón que desaparece sin dejar rastros.
No sé usted, amigo, pero ciertas calles alguna vez me rasparon el alma como un viento de arena soplando en el húmedo corazón desengañado. Busqué las sombras de sus faroles mientras intentaba robar el beso que crece en el fondo del cariño de la mujer querida. Al tiempo, cuando ese amor me abandonó, hube de acostumbrarme nuevamente a las grises paredes, a puertas y numeraciones que ya no me decían nada, a la ausencia preterintencional de lugares que frecuentábamos y creíamos —con una certeza falsa, ahora lo sé— que no eran nuestros sino del aire que crece en el viento.
Hay una desazón que enciende los recuerdos quizás en una esquina de la Francisco Viano, en un rincón perdido cerca de las Lomas Coloradas o besando el río en el barrio El Triángulo, cuando Santiago era una ciudad de pobres corazones encendidos de amor por la luna.
Muchas veces he visto esa ciudad desconocida, quizás con la sorpresa de un visitante primerizo, entrando a un barrio inexplorado, como esas calles inenarrables entre la Colón y la Aguirre por las que anduve buscando huellas de un amor irrepetible.
Báh, digo, capaz que a usted le sucede algo parecido, quizás no, aunque sería increíble que nunca haya sentido algo así. O será que algunos días Santiago me duele en todo el cuerpo, como una mujer cuya voz vuela en el alto recuerdo, entreverada con la mía.
Pero, vaya a saber.
©Juan Manuel Aragón
Así es. Muchas veces, Santiago duele.
ResponderEliminarCoincido con tu sentir sobre tantos lugares de la ciudad que parecen tener una identidad propia y transmitir sensaciones y sentires particulares.
ResponderEliminarY esa percepción se hace más evidente para alguien que falta en Santiago desde hace casi 35 años. No sólo los lugares no explorados me impactan por su identidad única, sino también aquellos lugares de tantas vivencias solas y compartidas, cuya imagen me quedó congelada de otras épocas y hoy, pese verse diferentes, mantienen ciertos rasgos de la identidad de aquellos tiempos.