Flete santiagueño |
El folklore está alejado del hombre de a caballo de la provincia, que no anda chalaneando el flote para florearse ante los puebleros
Los santiagueños no usan (no usaban, mejor dicho) jamás esas riendas, cabezadas, bozales y cabestros de cuero graneado que tanto les gustan a los salteños. El santiagueño monta a caballo porque necesita ir de un lado para otro, no para pavonearse ante turistas que aplauden desde la vereda. Por eso también es poco común que el santiagueño use guardapantalón de cuero curtido para ir a las casas: para qué, amigo, si no va a pechar ramas en el pueblo.El ensillado del campesino santiagueño era un aperito pobre, mejor si era de los que llaman chilenos, carona chicuela de un solo cuero, jerguillas caseras, pellones comuncitos, no muy vistosos y estribos de fierro. Había cinchas de chaguar, casi un lujo, pero con el sudor de la panza del animal se acababan pronto, también trenzadas de cuero, de suela y otras, que vendían en las talabarterías. Como el hombre de campo de Santiago ha sido siempre humilde, algunos a lo sumo tenían cabezada y riendas chapeadas, pero no todos, porque ya se sabe que la riqueza siempre está repartida entre unos pocos.Tampoco usaba bastos el santiagueño. Que es un ensillado que se puso de moda en Buenos Aires cuando comenzaron a llegar los caballos europeos, frisones y gordos, distintos del criollo de toda la vida: hubo que usarlo porque el apero ya no les quedaba en el lomo a los fletes, medio que se resbalaba. Pero la moda ha ido cundiendo y ahora se usa casi en toda la provincia, salvo dos o tres departamentos en los que continúa la costumbre del apero tradicional porque el ensillado de bastos no sirve para ponerle guardamonte.El caballo amblador o “de paso”, que al caminar mueve al mismo tiempo pata y mano de un sólo lado, si bien es apreciado, no es común en este pago. Al paisano de la provincia le gusta —o le solía gustar— el animal que tenía un suave trotecito marchado, paso que rinde y que dura, o un buen andar. El andar es un tranco largo y parejo, ideal para recorrer el monte buscando una majada, campeando un novillo, yendo al pueblo.
Chalanear un mancarrón por el sólo gusto de mostrar a los puebleros lo bien que lo dominaba era una actitud despreciable para los santiagueños de antes y quizás para los de ahora también. Preferían dejarlo atado a la sombra de un algarrobo mientras tomaban una cerveza o conversaban con una chica, prometiéndole amor, cariño y quizás otras cositas también, antes que andar haciendo monerías con el flete.
No hay traje de gaucho santiagueño, no existe. No hubo nunca en Santiago ese afán por la vestimenta uniforme. El sombrero aludo, la bombacha, la rastra, las botas acordeón, son construcciones mentales típicas de gente que cree que es gaucho quien se disfraza de tal. Ya se dijo, el ensillado es sencillo y la manera de vestir también, es decir, como todos los días, de pantalón vaquero, camisa y zapatillas.
El folklore, por suerte, no llegó a inventar el prototipo turístico del gaucho santiagueño, por eso los folkloristas de este pago, al menos los más modernos, no se visten de una manera especial para subir al escenario y por eso fue posible una renovación del género: no están atados a una falsa tradición que les impone vestirse así o asá para ser considerados algo.
Se ensilla como se puede, si no hay jerguillas, unas bolsas de arpillera sirven igual, si se gastaron las caronas se prescinde de ellas y las riendas bien pueden ser sogas, todo sirve, a condición, claro, que sea una situación pasajera, hasta que se mejore de fortuna.
No hay una raza especial de caballos santiagueños, como los criollos de la provincia de Buenos Aires, los peruanos salteños. El de aquí es el que le dicen “maceta”, cuyos mejores exponentes son los que aparecían en los almanaques de Alpargatas, pintados por Florencio Molina Campos.
Oiga, los santiagueños no tenemos una historia épica con los caballos, no los admiramos, no los adoramos, no son fundamentales en nuestra historia, tampoco son épicas las motocicletas, los autos, las bicicletas, los ómnibus. Fueron, y son en algunos casos hasta hoy, medios de movilidad a los que no debemos reverencia ni ceremonia.
Apenas un recuerdo para un tordillo que tuve allá lejos y hace tiempo, cuando el mundo era joven.
©Juan Manuel Aragón
Muy buena descripción de las diferencias entre unas costumbres y otras, con respecto al ensillado santiagueño y la vestimenta gaucha.
ResponderEliminarPara poner en contexto, la clave está en ese comentario sobre "...el santiagueño usa el caballo porque necesita ir de un lado al otro....".
Trasladarse por un camino, senda, o picada en el llano, con 40°C de calor no es lo mismo que arrear ganado en la Pampa, con pastizales húmedos, o manejar ganado en los cerros entre churquis, garabatos y quimiles.
Cuando la jornada es larga, de trabajo, y entre animales y monte, la indumentaria y el equipamiento de ensille que se necesita es otro. Y el apero con bastos ayuda a no lastimar el lomo entre arrestos, frenadas, apoyos y otros movimientos que demanda el lidiar con vacas y toros porfiados.
No es en realidad por florearse ante turistas.....que ojalá los tuviéramos en Santiago.