Ir al contenido principal

CHIQUILLADA El Káiser

Imagen de archivo

Cómo cazar un duendecito de la siesta, qué ponerle de cebo, dónde llevarlo una vez que se lo pilló: detalles en este relato


De agosto a diciembre, antes de las lluvias, sabían formarse remolinos en los cercos resecos del pago. Ese año el abuelo nos contó que a la siesta salía un duendecito muy pequeño y muy pícaro, negrito y fierito, que le gustaba burlarse de la gente. Decía que era del tamaño de un puño nuestro y también muy rápido.
—¿Podemos trampear uno?— le preguntamos.
—Pueden, pero es muy difícil que lo pillen.
—¿Qué le gusta comer?
—Dulce de batata.
—¿Con queso?
—No, sólo.
Con Eufemiano, mi hermano, nos dimos a la tarea de construir una trampa para el duendecito que vivía en los remolinos de la siesta de la siempre polvorienta y reseca primavera santiagueña. La de las urpilas no iba a servir, demasiado livianita, además si era pícaro saldría por debajo. Si le poníamos un frasco con pesas encima, en una de esas se ahogaba y se moría y no queríamos matarlo sino atraparlo vivo para ver cómo era.
De noche, bajo un cielo del que se caían las estrellas sobre la cabeza, indagábamos al viejo:
—Oye, abuelo,
—¿Cómo se llama?
—¿Quién?
—El duendecito.
—Ah, el duendecito. Se llama Káiser.
—¿Tiene apellido?
—Claro, es Káiser Carabelle.
Nos quedó grabado para siempre, con decirle que unos años después, cuando me dijeron que había existido un auto que se llamaba igual, pensé que sus inventores debían ser santiagueños, porque a nadie se le iba a ocurrir un nombre así, de la nada.
Una siesta, en vez de quedarnos en la pieza leyendo el Tony y D´Artagnán, agarramos las trampas, una porción de dulce de batata, unas boleadoras de marlo y salimos al cerco, dispuestos a cazar al Káiser. Llevábamos un frasquito de mayonesa al que previamente le habíamos hecho agujeros en la tapa para dejarlo que respire cuando lo tuviéramos con nosotros.
Nos dimos con que no era tarea fácil, los remolinos nacían en los lugares menos pensados, se armaban y luego de unos instantes se perdían; algunos eran tan altos como un algarrobo y otros tan pequeños como mi hermano más chico que recién andaba gateando. Ninguno pasó cerca de las trampas. Pero eso mismo nos confirmó que el duende andaba por ahí. Parados en la ceja del montecito de tuscas, llegamos a la conclusión de que esquivaba las trampas.
—Es pícaro— dijo Eufemiano.
—Es pícaro— dije yo.
Para el día siguiente, siempre sin decirle nada a mi abuelo, tuvimos una idea distinta. Un albañil que anduvo haciendo trabajos en la casa, había dejado un aparato para cernir la arena: cuatro tablas que, en el medio tenían un alambre tejido muy fino. Tendríamos que robarlo a la siesta, luego, en el cerco, esperar que se hicieran los remolinos y tirarlo encima, a ver qué atrapaba.
No nos importaba el calor, con tal de pillar al Káiser haríamos cualquier cosa. Era casi el único tema de conversación entre nosotros, obsedidos con la idea de tener un duende en un frasquito, para nosotros solos.
—Podríamos pedirle tres deseos— dijo mi hermano.
—Es un duende, no el genio de la botella.
—Es lo mismo, todos tienen poderes, si no, ¿para qué van a vivir escondidos?
Tenía su lógica, así que no le discutí. El Ratón Pérez, el Niño Dios, los Reyes Magos, Súperman y el Kaiser Carabelle, cada uno debía tener su razón de ser, un motivo para vivir, si no, ¿por qué se andaban escondiendo y no se mostraban nunca a la luz del día? ¿Para qué tanto ocultamiento? Algo raro había.
Esa siesta corrimos como locos por el cerco tirando el cernidor de arena por todos lados. Acertamos sólo dos remolinos, en el segundo llegamos un poco tarde, cuando se estaba desarmando, por eso no lo pillamos al duendecito. Esa noche le preguntamos al abuelo:
—¿Dónde anda el duendecito?
—¿El qué?
—El duendecito, el Káiser Carabelle.
—En los remolinos de la siesta, tratando de correr a los chicos que salen a esa hora sin permiso.
Eso lo sabíamos, pero no le teníamos miedo al duendecito sino a que nos pescaran escapados de la pieza en la que leíamos las revistas a la siesta.
—Sí, pero en qué parte del remolino anda: ¿abajo, en el centro, en la parte de arriba?
—Ah, eso. Está en la base del remolino, justo en el centro de la redondela de que hace el viento, pero se queda solo un instante y después se manda a mudar a otro, tan rápido que no lo van a ver.
—Ah, bueno.
—No vaya a ser que anden haciendo macanas, ¿no?
—No abuelo.
Al día siguiente fuimos de nuevo, esa vez dispuestos a pillarlo a como diera lugar. Sólo era cuestión de apuntar bien al centro del remolino y tirar el cernidor con decisión, sin dudar. La siesta ardía en la tierra suelta del cerco, un bobadal triste se levantaba de vez en cuando en forma de cono, volaba un rato y se deshacía en el aire como por arte de magia. Y nosotros corríamos por todos lados, empapados en sudor, acarreando el cernidor. Mi hermano tenía un collar negro de tierra pegado alrededor del cuello, capaz que yo estaba igual. Esa vez tampoco atrapamos al Káiser.
A la noche Eufemiano empezó a vomitar, después le agarró fiebre. Mi abuelo le puso un pañuelo húmedo en la frente y lo obligó a tomar agua, a mí lo mismo. Todo el día siguiente se pasó durmiendo mi hermano, en la pieza del abuelo, que era más fresquita, cuando se despertó, como a las cuatro de la tarde, le dieron caldo tibio salado y mucha agua. Se había insolado.
Me preguntaron qué habíamos andado haciendo, dije que todo era culpa del Káiser.
—¿De quién?
—Del duendecito de los remolinos.
—Ustedes están locos— se sonrió un poco mi abuelo.
Entonces conté todo, que nos escapábamos a la siesta, íbamos al cerco con trampas y después con el cernidor queríamos a pillarlo al Káiser para tener un duendecito para nosotros.
—¿Para qué quieren un duende, ustedes?
—Y, para ver cómo es, conversar con él, preguntarle de dónde es, qué hace, qué come, esas cosas.

Leer más: Edipo o de dónde viene el nombre de uno de los complejos más conocidos por quienes se psicoanalizan

A los pocos días el abuelo dijo que nos mandaría un tiempo a la ciudad, a que visitemos a unos primos más grandes. Javier tenía diez años y Nicolás once, casi doce. Nos llevaron a conocer el zoológico, aprendimos a tirarnos en tobogán y andar en subibaja, nos llevaron al cine a ver una de cowboys y salimos maravillados. Todo bien, ¿no? Pero también nos dijeron que eso del duendecito, del Niño Dios, el Ratón Pérez, eran macanas. Nos avivaron, como quién dice. Y con esas novedades volvimos al pago.
En el camino veníamos serios, callados, tristes. Estábamos pasando el Fisco de Fátima y mi hermano me dijo:
—El duendecito, el Káiser…
Y se quedó pensando.
—Qué— lo miré.
—Bueno, todo eso del Ratón Pérez, Súperman, los Reyes Magos…
—Ahá, qué pasa.
—No me gusta que no existan, yo quiero seguir jugando, no quiero ser grande.
—Bueno —le dije— entonces para nosotros siempre van a existir.
Se le iluminó la cara. Pero entonces le pregunté:
—¿Vamos a ir de nuevo a trampear al Káiser?
—No, para qué. Mejor lo dejemos para otros chicos, mirá si tienen suerte y lo pillan.
—Claro, si lo pillamos nosotros, ¿qué le vamos a decir?, ¿vos no existes?
—Tienes razón.
Desde ese día, a pesar de que la vida nos fue llevando por distintos caminos, vivimos en distintas provincias, él dedicado a lo suyo, yo a lo mío, con poco contacto, historias distintas, realidades que nada que ver y eso que casi ni hacemos la mariconada de hablarnos por teléfono para saber cómo estamos, si nos topamos, al mirarnos nomás volvemos a ser chicos.
©Juan Manuel Aragón
A 28 de octubre del 2023, en Upianita. Saboreando la tarde

Comentarios

  1. Cristian Ramón Verduc28 de octubre de 2023 a las 7:30

    Existe. A veces se disfraza de auto de colección para pasarla bien.

    ResponderEliminar
  2. Muy bueno, es apto también para leer a los nietos. Me encantó Juan M

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares (últimos siete días)

FÁBULA Don León y el señor Corzuela (con vídeo de Jorge Llugdar)

Corzuela (captura de vídeo) Pasaron de ser íntimos amigos a enemigos, sólo porque el más poderoso se enojó en una fiesta: desde entonces uno es almuerzo del otro Aunque usté no crea, amigo, hubo un tiempo en que el león y la corzuela eran amigos. Se visitaban, mandaban a los hijos al mismo colegio, iban al mismo club, las mujeres salían de compras juntas e iban al mismo peluquero. Y sí, era raro, ¿no?, porque ya en ese tiempo se sabía que no había mejor almuerzo para un león que una buena corzuela. Pero, mire lo que son las cosas, en esa época era como que él no se daba cuenta de que ella podía ser comida para él y sus hijos. La corzuela entonces no era un animalito delicado como ahora, no andaba de salto en salto ni era movediza y rápida. Nada que ver: era un animal confianzudo, amistoso, sociable. Se daba con todos, conversaba con los demás padres en las reuniones de la escuela, iba a misa y se sentaba adelante, muy compuesta, con sus hijos y con el señor corzuela. Y nunca se aprovec...

IDENTIDAD Vestirse de cura no es detalle

El perdido hábito que hacía al monje El hábito no es moda ni capricho sino signo de obediencia y humildad que recuerda a quién sirve el consagrado y a quién representa Suele transitar por las calles de Santiago del Estero un sacerdote franciscano (al menos eso es lo que dice que es), a veces vestido con camiseta de un club de fútbol, el Barcelona, San Lorenzo, lo mismo es. Dicen que la sotana es una formalidad inútil, que no es necesario porque, total, Dios vé el interior de cada uno y no se fija en cómo va vestido. Otros sostienen que es una moda antigua, y se deben abandonar esas cuestiones mínimas. Estas opiniones podrían resumirse en una palabra argentina, puesta de moda hace unos años en la televisión: “Segual”. Va un recordatorio, para ese cura y el resto de los religiosos, de lo que creen quienes son católicos, así por lo menos evitan andar vestidos como hippies o hinchas del Barcelona. Para empezar, la sotana y el hábito recuerdan que el sacerdote o monje ha renunciado al mundo...

ANTICIPO El que vuelve cantando

Quetuví Juan Quetuví no anuncia visitas sino memorias, encarna la nostalgia santiagueña y el eco de los que se fueron, pero regresan en sueños Soy quetupí en Tucumán, me dicen quetuví en Santiago, y tengo otros cien nombres en todo el mundo americano que habito. En todas partes circula el mismo dicho: mi canto anuncia visitas. Para todos soy el mensajero que va informando que llegarán de improviso, parientes, quizás no muy queridos, las siempre inesperadas o inoportunas visitas. Pero no es cierto; mis ojos, mi cuerpo, mi corazón, son parte de un heraldo que trae recuerdos de los que no están, se han ido hace mucho, están quizás al otro lado del mundo y no tienen ni remotas esperanzas de volver algún día. El primo que vive en otro país, el hermano que se fue hace mucho, la chica que nunca regresó, de repente, sienten aromas perdidos, ven un color parecido o confunden el rostro de un desconocido con el de alguien del pago y retornan, a veces por unos larguísimos segundos, a la casa aquel...

CALOR Los santiagueños desmienten a Borges

La única conversación posible Ni el día perfecto los salva del pronóstico del infierno, hablan del clima como si fuera destino y se quejan hasta por costumbre El 10 de noviembre fue uno de los días más espectaculares que regaló a Santiago del Estero, el Servicio Meteorológico Nacional. Amaneció con 18 grados, la siesta trepó a 32, con un vientito del noreste que apenas movía las ramas de los paraísos de las calles. Una delicia, vea. Algunas madres enviaron a sus hijos a la escuela con una campera liviana y otras los llevaron de remera nomás. El pavimento no despedía calor de fuego ni estaba helado, y mucha gente se apuró al caminar, sobre todo porque sabía que no sería un gran esfuerzo, con el tiempo manteniéndose en un rango amable. Los santiagueños en los bares se contaron sus dramas, las parejas se amaron con un cariño correspondido, los empleados públicos pasearon por el centro como todos los días, despreocupados y alegres, y los comerciantes tuvieron una mejor o peor jornada de ve...

SANTIAGO Un corazón hecho de cosas simples

El trencito Guara-Guara Repaso de lo que sostiene la vida cuando el ruido del mundo se apaga y solo queda la memoria de lo amado Me gustan las mujeres que hablan poco y miran lejos; las gambetas de Maradona; la nostalgia de los domingos a la tarde; el mercado Armonía los repletos sábados a la mañana; las madrugadas en el campo; la música de Atahualpa; el barrio Jorge Ñúbery; el río si viene crecido; el olor a tierra mojada cuando la lluvia es una esperanza de enero; los caballos criollos; las motos importadas y bien grandes; la poesía de Hamlet Lima Quintana; la dulce y patalca algarroba; la Cumparsita; la fiesta de San Gil; un recuerdo de Urundel y la imposible y redonda levedad de tus besos. También me encantan los besos de mis hijos; el ruido que hacen los autos con el pavimento mojado; el canto del quetuví a la mañana; el mate en bombilla sin azúcar; las cartas en sobre que traía el cartero, hasta que un día nunca más volvieron; pasear en bicicleta por los barrios del sur de la ciu...