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CUENTO Quién mató al viejo Antonio

Imagen de ilustración nomás
Un asesinato conmueve a la gente de un pueblo chico, hay mucha curiosidad por volver a ver a los hijos, que se marcharon hace muchos años


Alguien mató al viejo Antonio de una certera cuchillada en el corazón, asestada con toda la furia. Fue una fría tarde de julio, justo el día en que el Estrella del Norte pasó por última vez por la estación. No faltaron los que calculaban que quizás el asesino ya andaba lejos, huyendo en ese tren, a la hora en que apareció el cadáver.
“El matador se fue tranquilo porque sabía que no lo descubrirían”, dijeron los vecinos. Las malas lenguas también opinaron que la policía no haría mucho por descubrir al autor del crimen porque el muerto había sido mala persona. Recordaron la vez que Sofanor Jiménez, el agente de policía, un pan de Dios y uno de los vecinos más caracterizados, fue a venderle una rifa y lo sacó carpiendo:
—¡Qué me vienen con sorteos ni qué niños envueltos! —dicen que dicen que le gritó desde la puerta, cuando se iba.
Todos tenían una anécdota con el muerto, los chicos a quienes no les devolvía la pelota cuando pasaba por encima de la tapia, uno que otro contratista de postes al que le había pagado con cheques sin fondo, las vecinas que se quejaban porque el patio de su casa era una mugre y atraía ratas, el cura que iba una vez por semana porque a la hora en que daba la misa sacaba unos parlantes y ponía música a todo volumen. A la enfermera, Luisa Iñíguez andaba enojada con él, a los que no les ponía inyecciones, les cobraba, y el viejo Antonio las últimas dos o tres veces se había hecho el estúpido a la hora de pagar, diciendo:
—Los dos nos hemos divertido, ¿no?
Luego de despertar una serie de especulaciones y mucha curiosidad, llegaron los hijos de la ciudad, dos mujeres y un varón, serios, pero no tristes. Mientras tanto, en el pueblo a nadie había acongojado su muerte, solamente a los García, dueños del almacén, a quienes les debía una pequeña fortuna: fueron los primeros en presentarse ante los deudos para darles el pésame.
—Igual no les van a pagar —opinaron los vecinos.
—No hay trámite más fallido que el que no se empieza —dijeron ellos.
—Igual no les van a pagar— seguían opinando los vecinos.
Y no les pagaron.
De la ciudad fueron unos policías en una ambulancia con la misión de llevar el cadáver para la autopsia y por eso los deudos quedaron unos días más en el pueblo, esperando que volviera el cuerpo para llevarlo al cementerio.
Ese corto tiempo sirvió para que los hijos recibieran gente en la casa que había sido del finado. Muchos fueron a darles el pésame, no tanto por el viejo Antonio, que era más malo que león con hambre, sino por ellos, que habían vivido ahí hasta que un día se fueron a la ciudad con la madre, hartos de las golpizas que les pegaba el otro padre. Si se va a contar todo, la mayoría fue de puro chusma nomás.
Los hijos recibieron a todos muy serios en lo que había sido la sala de la casa: tomaron la precaución de pagarle a una vecina para que hiciera el café con el que convidaron a los visitantes. Ninguno se alojó ahí, como si les hubiera dado impresión o algo, las mujeres tomaron una habitación en la fonda del lugar y el varón se alojó en un hotel del pueblo vecino.
A los tres días trajeron el cuerpo con el cajón cerrado, los hermanos lo tuvieron una hora en la casa, luego lo subieron a una camioneta y fueron al cementerio. Lo pusieron directamente bajo tierra y colocaron una cruz que, en el medio tenía una chapa en que hicieron grabar: “Antonio Ricardo Ruiz”, la fecha de nacimiento y muerte y un QEPD y nada más. Nada de “Tus hijos queridos” o “tus amigos que te extrañarán”. A unos y otros había renunciado hacía mucho cuando crepó.
Después de que el peón del camposanto echó la última palada de tierra, quedó un montículo, los hijos, vestidos de negro, estuvieron unos instantes parados, mirando fríamente la cruz. Y volvieron al pueblo.
Después se supo que los hermanos se habían repartido santa, equitativa y fraternalmente los bienes del muerto. Vendieron la casa en que había vivido, más dos terrenos en el pueblo, algunos muebles, la finca con los animales, cercos, potreros, corrales, aguadas, sembradíos y enseres de labranza y tomaron el dinero en efectivo que había en la caja fuerte. Cuando se marcharon nunca nadie supo nada más de ellos.


Nadie averiguó tampoco si fueron ellos los que hablaron ante las autoridades de la capital para cerrar la investigación, la cuestión es que menos de un año después, el comisario decía que las autoridades le habían sugerido que dejara de hacer investigaciones, que no llamara a declarar a nadie más, que se olvidara del asunto, en una palabra.
A los tres o cuatro años de aquello ya no quedaba ni seña del lugar en que habían enterrado al viejo, la casa que había comprado un especulador, creyendo que el pueblo crecería, se caía a pedazos, habitada solamente por el abandono, las ratas y alguna comadreja. Y el nuevo propietario del campo lo había cambiado del todo plantando algarrobos, con la esperanza de vender algún día la madera y hacer negocio todos los años con la fruta. No dejó en pie nada de lo que había levantado el viejo.
El pueblo se mantuvo en su mismo ser estando, a sus calles polvorientas de vez en cuando llega un camión trayendo mercadería para los dos o tres almacenes de la vuelta, siguió yendo el mismo ómnibus semanal que empezó a correr desde que no había más tren, la escuela se fue quedando cada vez con menos alumnos, si no es este año, el otro o al siguiente la cerrarán del todo y cuando sopla el viento norte sigue poniendo a todos los vecinos de mala entraña.
Cuando Sofanor Jiménez se jubiló de la policía, se hizo riñisto, pero tranquilo nomás, sin muchas pretensiones, cría gallos de riña solamente para pasar el tiempo, según dice. Algunas veces, cuando pasa frente a la casa del viejo Antonio, piensa para sí:
—¿Qué decías de los niños envueltos?
Y una sonrisa torva le envuelve el corazón. Como una serpiente.
©Juan Manuel Aragón
A 12 de noviembre del 2023, ajustando las torniquetas. Camino a San Miguel

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