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ESPECTRO La Mujer de Blanco

Foto de ilustración

Testimonio en primera persona del pensamiento de un espectro que lo único que desea es morirse definitivamente y ver qué hay del otro lado


Dicen que soy la Mujer de Blanco, la Novia, la Mujer Fantasma, el Espanto de Blanco. Dicen, dicen, dicen, pero opinan porque tienen boca, nada más. No saben lo aburrido que es yacer en un monumento del cementerio, sin haber muerto jamás, todos los días, condenada al más fatal de los aburrimientos, el de la muerte de alguien joven y linda como era yo, sin saber por qué o, mejor dicho, sabiéndolo, pero con una muerte tan de un de repente que fue injusta, cruel, feroz, inicua.
Desde que me velaron entre los gritos de dolor de mis parientes más cercanos, mis conocidos, un novio que me amaba, vengo repasando aquel fatídico instante en que tomé la plancha, descalza, recién bañada y la enchufé. ¡Pum!, al instante se cortó la luz, pero yo ya estaba en suelo y mi cuerpo no respondía.
Muerta definitivamente, o casi, porque los condenados a ser espectros nunca nos terminamos de morir, vagamos por un mundo de sombras al que creemos no pertenecer, caminamos, nos desesperamos, aullamos de dolores viejos y nunca cicatrizados. Los muertos que caminamos como apariciones, somos el recordatorio más cruel de la vida en que creen hallarse los que se quedaron del otro lado.
No estoy sola, somos unos cuantos los que de noche paseamos entre las tumbas, a veces de gente conocida, en ocasiones a la par de eternos desconocidos que quizás sean nuestros abuelos, nuestros bisabuelos o vaya uno a saber el parentesco.
Nadie sabe el sufrimiento que significa, todas las noches, todas las noches, todas las noches, repetir los movimientos de aquel día en que, al terminar de bañarme, descalza y feliz, corrí hasta la plancha, porque se me iba el tiempo, quería estar lista para el baile del club, en el que mi noviecito al fin me diría que me quería. Tomé el enchufe del aparato que mi madre había dejado encima de la colcha que usábamos de tendido para planchar, lo metí en el tomacorriente y ¡zás!
Después no me acuerdo de nada.
No es por asustar a nadie que me aparezco en el camino que pasa cerca del cementerio, es simplemente desesperación. Nadie sabe lo que es estar muerta desde hace tanto, por una causa tan estúpida y volver una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, a ver la cara de la negra muerte frente a los ojos vacíos.
A veces grito de desesperación, quisiera el imposible de que alguien me salve. Si no hubiera quien me haga volver en el tiempo para no repetir la tontería aquella, al menos que me mate definitivamente, así mis huesos se hacen tierra, mi ropa se vuelve nada, mi lápida desaparece, mi recuerdo es aire en el aire, y quedo diluida en la nada.
Ya no me importa el Cielo que perdí ni el Infierno que merecí, a esta altura de la eterna noche lo único que quiero es irme de una buena vez y ver qué hay del otro lado, quiénes están ahí, qué hacen las almas en el otro mundo, en vez de andar penando en estas oscuridades laberínticas de una sola noche que se hace todas las noches.
A veces me cruzo con mis vecinos, cada uno en lo suyo, en sus cosas, en sus recuerdos, en las particulares cuitas que los retienen todavía en estos pagos de los muertos, muertos, muertos, que no dejan de estar vivos. Somos los que desacomodamos las flores, los que abrimos las puertas de los monumentos, los que chinguiamos la tapa de los cajones para que se vea algún cráneo blanqueando a la luz de las velas las noches de alumbrada, los que dejamos esos rastros misteriosos que hallan los obreros cuando vienen a construir un nuevo nicho, los que tumbamos las cruces viejas, los que derribamos los muros exteriores para tener un poco de libertad dentro de tanta soledad.
Algunos pocos de nosotros se cruzan con los visitantes, al mediodía, cuando a los deudos se les pone la piel de gallina porque creyeron ver una sombra cruzándose de una tumba a la otra o corriendo de ciprés en ciprés. La mayoría de nosotros prefiere la noche, a esa hora no es necesario jugar a las escondidas con nadie, basta con salir, caminar, pensar y volver a pensar, volver a pensar, volver a pensar en lo que fue, en lo que pudo haber sido, en lo que quizás habría sucedido y en lo que ya no va a pasar ni en diez eternidades.
A veces, cuando en las noches oscuras y sin luna, vienen los valientes a cumplir promesas o ganar apuestas, salimos de nuestros escondrijos y los observamos, son las únicas veces en que tenemos cuidado para no darnos a conocer, aunque nunca falta el que se le escapa un grito destemplado o se mueve no tan sigilosamente o intenta inspeccionar ese rostro vivo para ver si corresponde a un conocido. Este es el mundo de los absurdos, una imposible vida nos cerca por un lado y la muerte no termina de abrazarnos del todo.
Si usted lee este escrito en su casa, en el colectivo, en su cama, en la cocina, en el comedor, los espíritus del hogar lo siguen adonde quiera que va. Quizás en este mismo momento esté uno detrás de usted, observándolo fijamente, pero no se dé vuelta, podría verlo y a nadie le gusta mirar la cara de la muerte, un jueves cualquiera de un día pesado y húmedo, como hoy.
©Juan Manuel Aragón
A 11 de enero del 2024, en Maquito. Destripando terrones

Comentarios

  1. Que susto, pero con susto-i todo si me la aparece y está medio fuertona la coloco igual ja ja . A punta la haría entrar en la tumba.

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  2. Por eso los gatos más que siete vidas, tiene entre ojos el 6, porque aparece la fatídica noche

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