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Para qué poner nombre a un perro si tenía uno solo, no hacía falta distinguirlo
Un solo perro tuve en mi vida, uno solo. Tengo recuerdos de muchos, el Lobito, el Tarzán y el Káiser, que eran de mi abuelo, los Llodrá tuvieron uno que era sordo, un día se acostó a dormir debajo de las ruedas de un camión y cuando el chofer puso marcha atrás, cagó fuego, también tenían otros, como el Morfeo y el Chirola; mi suegro tuvo uno muy bueno para la correr hacienda y salir a quirquinchar, el Chiquito. Pero ese que le cuento fue el único que tuve en mi vida. Me lo dieron de cachorrito y nunca le puse nombre, no hacía falta, si tenía uno solo. Además, nunca lo llamaba, para qué, siempre estaba ahí, dando vueltas, mirándome con cara de bobo.Era de raza indefinida, tenía algo de pastor alemán cruza con camioneta Bedford más otras veinte sangres callejeras corriéndole por las venas. Nunca he sentido mucho afecto por estos bichos. Ellos son perros, tienen un lugar establecido, y yo el mío. Su trabajo era acompañarme, el mío terminaba en la obligación de darle de comer, ponerle tres o cuatro vacunas que me indicó el veterinario, acariciarlo de vez en cuando y punto. Como nunca había visto en su vida otro ser vivo, sospecho que creía que era yo. O mi hermano.Las tardes de invierno, cuando leía en el patio, como en ese tiempo fumaba, cada vez que terminaba un pucho, lo tinquiaba para acertarle en la oreja. Nunca lo logré más por mi mala puntería que por él. Nunca se esquivaba, quedaba quietito, confiando en mi supuesta amistad.
Fue después de aquella mujer que, en muy buena hora para ella, decidió que era tiempo de salir a callejear mundos con otros hombres, antes que quedarse con un fracasado sin ley. No corrí a refugiarme en otros brazos como me aconsejaban los amigos, en cambio me encerré en una casa de la calle Tucumán que me prestaban y viví unos años como ermitaño de medio tiempo, porque debía trabajar todos los días para pagar mi comida, la del bicho y los Parisiennes.
Aproveché la soledad para perfeccionar algunos, pocos, conocimientos que tenía sobre el origen de las palabras, con la ayuda del viejísimo Diccionario General Etimológico de Roque Barcia. En esa casona había quedado una antigua biblioteca con algunos libros interesantes y muchas novelas policiales con las que me intoxiqué para siempre con el género, de Ellery Queen al Séptimo Círculo, pasando por los chestertonianos cuentos del Padre Brown, los del maestro Edgar Alan Poe, los más flojos de H. Bustos Domecq y otros.
Después de varios años viviendo en aquella casa, un buen día me pidieron que me mandara a mudar. Le conté al dueño que me iba a una pensión, le rogué que se quedara con el animal, pues no podía llevarlo: prometió que lo cuidaría, le daría de comer, esas cosas. No sentí nada por él cuando me marché. Había tenido una buena vida gracias a las saudades de un tiempo con más pena que tristeza y me había acompañado fielmente. A cambio le había dado de comer y lo había hecho creer que era un cristiano cualquiera.
Unos meses después pasé por el lugar. La puerta estaba entreabierta. Cuando me asomé vino desde el fondo ladrando enfurecido. Me fui antes de terminar mal con el único ser vivo en el mundo a quien narré con lujo de detalles, sin saber si entendería, supongo que sí, lo que era el desamor perro.
Lo vi mejor, con el pelo lustroso, ágil, la mirada atenta, las orejas alertas. Era comprensible, ahora trabajaba como seguridad privada.
©Juan Manuel Aragón
Último día de enero del 2024, en Beltrán. Jugando a la pallana
LOS PERROS NO OLVIDAN NADA.!!!!
ResponderEliminarSe habrá afiliado a un gremio canino? En tu compañía fue trabajo informal.
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